5 abr 2009

Clara Rojas habla



Clara Rojas, la otra verdad de la selva
PABLO ORDAZ
Publicado en El País Semanal 05/04/2009;
Permaneció seis años a merced de los guerrilleros de las FARC por seguir los pasos de Ingrid Betancourt en la jungla colombiana. Durante el secuestro rompió con aquella amiga y dio a luz a Emmanuel. Su libertad encarna hoy la otra cara de un mismo infierno.
Lo primero que quiso hacer tras su liberación fue darse una ducha. Una ducha larga de agua caliente. Al salir, después de haber probado sobre su piel todos los jabones y todas las cremas que encontró, Clara Rojas advirtió que en aquel lujoso baño de aquel lujoso hotel de Caracas había un enorme espejo de pared:
- Me aterraba verme de cuerpo entero, pero me armé de valor. Me planté delante y me miré. Hacía seis años que no me veía así, desnuda, delante de un espejo. Recorrí mi cuerpo con la mirada. Vi la cicatriz de la cesárea, mi rostro cansado y ya con algunas arrugas en la frente. Pero, además de las huellas de mis seis años de cautiverio en la selva, vi que estaba entera, sana y salva, y le di gracias a Dios.
Clara Rojas fue secuestrada el 23 de febrero de 2002 por la guerrilla colombiana de las FARC junto a su amiga Ingrid Betancourt, por aquel entonces candidata a la presidencia de la República por el partido Verde Oxígeno. Ingrid le había pedido a Clara que la acompañase en un viaje varias veces pospuesto a San Vicente del Caguán. No era una misión fácil. Sólo dos días antes, el presidente Andrés Pastrana, que desde 1998 venía intentando mantener un diálogo con la guerrilla, había dado por rotas las conversaciones y ordenado el levantamiento de la zona de distensión. Así que aquel viaje implicaba meterse en la boca del lobo. Habría que volar desde Bogotá hasta Florencia, capital del departamento del Caquetá, y de allí en helicóptero hasta San Vicente, a unos 160 kilómetros de distancia. La noche anterior a la partida, el jefe de seguridad le advirtió a Clara Rojas -abogada de profesión y asistente y amiga de Ingrid Betancourt- de los peligros del viaje. Clara se los trasladó por teléfono a Ingrid, y ésta le contestó: "Clara, si no quieres ir, te quedas. En todo caso, yo viajo".
"Le dije que iría con ella, y esa decisión marcó mi vida. Tendría que haberle dicho que no. Pero le dije que sí. Tras colgar el teléfono, cené con un amigo en mi casa. Nos tomamos una deliciosa botella de vino blanco. Al marcharse, me dio un beso y un gran abrazo. No exagero si le digo que ése fue el último gesto de cariño y amistad que recibí hasta el día en que me liberaron. Y de aquel abrazo a la liberación transcurrieron seis años, seis largos años"
Clara Rojas dice las cosas más tristes con una sonrisa en la boca, sin dejar de mirar a los ojos, terminando muchas de sus frases con una muletilla "¿cierto?" que busca en el otro la complicidad que tanto extrañó en la selva. Durante una hora y media de conversación, en un club social de Bogotá que fundó su padre y donde los camareros que hoy le sirven el desayuno la vieron crecer junto a sus cuatro hermanos varones, esta mujer de 44 años no deja de sonreír más que en una ocasión. Cuando recuerda que ahora mismo, mientras ella saborea los pequeños placeres recuperados, muchos de sus compañeros siguen allí, en algún lugar de la selva colombiana, encerrados en jaulas y encadenados al cuello como perros malqueridos, vigilados día y noche, temiendo que en cualquier momento el Ejército intente su liberación y mueran víctimas del fuego cruzado o ejecutados por los guerrilleros.
-¿Temían que el Ejército intentase su liberación?
-Sí.
-Todo el tiempo.
-Ya sé que eso es muy difícil de entender para cualquier persona que esté fuera, pero lo cierto es que ésa es una angustia con la que vivíamos permanentemente. El Ejército no sabe con exactitud dónde te encuentras ni quién eres en realidad, porque los guerrilleros te dan la misma ropa que usan ellos. Te visten de camuflaje verde oliva, y también entre ellos hay mujeres guerrilleras, así que, en el caso de un enfrentamiento, los soldados nunca pueden saber a ciencia cierta quién es guerrillero y quién no" Hay además un largo historial de rescates fallidos. Y hubo casos en los que los guerrilleros mataron a tiros a los cautivos durante un intento de liberación por parte del Ejército. Los mataron cumpliendo las reglas de la guerrilla"
-¿A usted la amenazaron con matarla?
-Sí, nos lo dijeron a Ingrid y a mí: "Si el Ejército intenta rescatarlas, las matamos. Nosotros no las vamos a entregar. No dejaremos que nos las quiten. Sólo se las entregaremos muertas". Es bárbaro. Te lo dicen apuntándote con sus armas, cuando han advertido la presencia cercana de los soldados y tienen que cambiar de escondite. Y te lo repiten para que prepares tus cosas y salgas corriendo con ellos, sin retrasar la huida" Si te retrasas, te vuelven a apuntar y te lo vuelven a repetir: "Antes de que las rescaten, las matamos".
-¿Fue eso lo más duro de sus seis años de cautiverio?
-No.
-¿Qué fue?
-La sensación de tiempo perdido. Yo era una persona permanentemente atareada, con unas ansias enormes de aprender. Incluso leía libros sobre cómo aprovechar mejor el tiempo. Y de pronto me vi cautiva y forzada a una inactividad insoportable. Sin noticias de los tuyos, sin periódicos, sumida en la monotonía más absoluta. El cautivo es despojado bruscamente de todo. Pierde por completo el control de su propia vida y de todo lo que le rodea. Se encuentra solo frente a sí mismo, sin nada más. No tienes más opciones que dejarte morir o luchar por la vida. Ingrid y yo decidimos luchar. No llevábamos ni tres días de secuestro cuando empezamos a pensar en huir y nos hicimos la promesa de escapar juntas en cuanto tuviéramos la menor oportunidad.
No lo consiguieron. Pero eso ya es casi lo de menos. Lo más relevante es que de aquellas fugas frustradas -pasaban varios días de sustos y penalidades, perdidas en la selva hasta que se daban por vencidas o eran encontradas por la guerrilla? surgió entre Ingrid y Clara un desencuentro tan grande que todavía hoy persiste. Poco tiempo después de que las FARC pusieran en libertad a Clara Rojas, gracias a la intermediación del presidente de Venezuela, Hugo Chávez, el Ejército colombiano logró, tras urdir una ingeniosa operación de rescate, liberar a Ingrid Betancourt...
-¿Han hablado tras su liberación?
-No.
-¿Nunca?
- Nunca?
¿Qué pasó entre ustedes?
-Habíamos intentado escaparnos varias veces. Incluso en una ocasión, el secretariado de las FARC mandó a un comandante para preguntarnos por qué seguíamos intentando escapar. No lo entendían. Ellos creían que nos trataban bien porque nos daban de comer todos los días. El caso es que, tras fracasar nuestro último intento de fuga, los soldados nos trataron con mucha rudeza. Nos encañonaron y amenazaron con matarnos. Incluso nos cambiaron de comandante y de guardianes. Los nuevos no se anduvieron con paños calientes. Nos colocaron un candado en el tobillo con una cadena de unos tres metros amarrada a un árbol. Sólo nos soltaban para ir al baño. Fue la única vez que nos pusieron cadenas durante los seis años, pero aquel recuerdo, terrible, dejó en mí una marca imborrable. Y creo que entonces empezó a cambiar mi actitud hacia Ingrid.
Clara Rojas admite que se irritó con su amiga cuando, en el segundo intento de fuga, Ingrid Betancourt se descontroló al toparse con un avispero. Fue a plena luz del día. Las dos fugitivas estaban cruzando el cauce de un riachuelo, escondidas bajo un puente de apenas un metro y medio de altura. "Cuando Ingrid se topó con el avispero, salió corriendo y gritando, haciendo todo tipo de aspavientos a pesar de que era pleno día y podíamos ser vistas". De hecho, fueron capturadas. Intentaron combatir aquel fracaso rezando juntas por el padre de Ingrid, que acababa de fallecer, y leyendo y comentando la Biblia, pero poco a poco fueron encerrándose en el silencio y el desencuentro. "Imagino", explica Clara Rojas, "que cada una culpaba a la otra de que hubieran fracasado los intentos de fuga, pero nunca nos lo dijimos. Todo aquel dolor mal digerido creó entre nosotras una barrera de silencio. No podría decir que ocurriera un hecho concreto que rompiera nuestra amistad. Fue más bien un distanciamiento progresivo. La ruptura fue tal que el comandante que nos vigilaba decidió separarnos y ponernos en lugares distintos. La animosidad entre nosotras fue en aumento. Un día le pedí a los guerrilleros un diccionario para entretenerme. Cuando me lo trajeron, Ingrid no me lo dejó usar. También me hizo sufrir que me expulsara de las clases de francés que ella daba de vez en cuando a los demás cautivos... Opté por encerrarme definitivamente en el silencio".
-¿Hubo algún momento en que pensó que podía estar perdiendo la razón?
-Sí. Hay un momento. La soledad me había embargado. Pasaba mucho tiempo callada, casi no pronunciaba palabra. Me había separado del grupo. Comía siempre sola, no tenía con quién hablar. Hasta perdí la costumbre de que alguien me dirigiera la palabra. Un día, cuando estaba lavando la ropa, vino el comandante a decirme algo, pero yo seguí con lo mío. No me inmuté con su llegada ni cuando se volvió hacia mí y me llamó por mi nombre. Como no le contesté, me llamó varias veces más hasta que perdió la paciencia y gritó: ¡Clara! Yo estaba como ida. Mi cuerpo estaba allí, pero mi mente andaba lejos. Aquel grito me sorprendió y me di la vuelta para mirarlo. Me di cuenta en ese momento de que estaba siendo ignorada completamente como ser humano...
-¿Ese grito la salvó?
-Casi que sí, casi que sí... Me permitió reaccionar, y reaccionar positivamente. Otra persona se podría haber aislado más, y eso hubiese resultado fatal. Y con el grito yo me doy cuenta de ese peligro. Y es durísimo porque me percato de que necesito hablar con alguien, hacer algo, salir de ese círculo mortal. Ese momento es durísimo. Me doy cuenta de que me estoy aislando para contrarrestar la situación de cautiverio. Me estoy desconectando...
-¿Se sintió torturada?
-Claro que todo aquello constituía una tortura.
¿Consciente?
-Claro. Si no es para hacerte daño, ¿por qué te quitan la radio? Por qué de pronto te dejan sin pilas, sabiendo que para ti es vital escuchar las noticias, los mensajes de apoyo de tu familia o los testimonios de las familias de otros secuestrados? Ellos saben el daño que están haciendo. Ellos me ven llorar de tristeza. Sí, conscientes sí son. Y, de hecho, hay un momento en el que un comandante me pide perdón en su nombre y "en el de la organización". Hasta el grito, que yo logro utilizar para seguir adelante, es una forma de tortura. Para mí fue durísimo, hasta ese día nadie me había tratado así.
-Y aun así, usted no habla con odio de los guerrilleros?
- Tengo un sentimiento doble. Yo soy conciente de que ellos reciben órdenes y de que su capacidad de reacción es mínima. Me doy cuenta de que algunos de ellos intentan mitigar ese dolor que me están causando. Yo sé que los responsables de mi secuestro son los comandantes de la secretaría de las FARC. Y sé que hay distintos niveles de responsabilidad. Por eso, durante el secuestro hago el esfuerzo de no manifestar mi inconformidad y todo mi desacuerdo contra ellos. Y también porque sé que es negativo para mí.
-¿Usted los ha perdonado?
-Sí.
¿Por qué?
Primero porque eso allana el camino a la libertad de las personas que aún están secuestradas. Y segundo, porque, al tener yo una dimensión pública, tengo una responsabilidad hacia los demás. Yo quiero un país en paz. Y si yo estoy resentida, traslado ese resentimiento a la población. Prefiero manejar esos sentimientos en busca de un ideal más amplio que es la paz. Y claro que la paz exige de justicia. Y que las FARC y me refiero al secretariado, a sus dirigentes? tienen una responsabilidad que tendrán que pagar.
-Después de aquella ducha en el hotel de Caracas, ¿qué hizo?
-Llamar a mi hijo.
Lo que viene a continuación es una historia de mucha alegría y de mucho dolor, una historia sobre hasta qué punto la vida, cuando quiere, se abre paso a puñetazos en las condiciones más adversas. Clara Rojas se quedó embarazada durante su cautiverio. A finales de 2003, después de una temporada en la que los guerrilleros cambiaron frecuentemente a sus víctimas de campamento, Clara notó que, además de sentirse mal, estaba aumentando de peso. "Se lo comenté a algunos de mis compañeros, quienes me aconsejaron, con cierto malestar, que se lo comentara a la guerrilla. Noté ya entonces que no se querían implicar, y aquella respuesta me dejó un mal sabor de boca. Decidí pedir una cita con Martín Sombra, el jefe de los guerrilleros. Cuando me recibió, me dijo: "Doña Clara, ¿cuál es la joda?". Clara Rojas le contó sus temores y él mandó llamar a una enfermera. "Me sorprendió su manera de resolver el asunto, como si fuera un médico, sin interesarse por chismes ni cuentos. Cuando me iba, me regaló un par de paquetes de galletas y dos latas de leche condensada". Clara Rojas no durmió aquella noche. "Antes del secuestro había pensando en tener un hijo. Notaba desde hacía un tiempo que estaba corriendo mi reloj biológico. Por eso, al saber que estaba embarazada, aunque fuera en una situación inverosímil y arriesgada, pensé que tal vez se trataba de la última oportunidad de cumplir mi aspiración de ser madre. Descarté enseguida la idea de no tener el niño".
A los pocos días, Martín Sombra la volvió a llamar para que se hiciera el test del embarazo. "Cuando resultó positivo, el comandante y una enfermera me felicitaron y trataron de animarme. Él me recomendó que me untara en la barriga aceite de tigre y, al percatarse de mi angustia, me dijo: "Clara, no se preocupe más de la cuenta. No vamos a dejarle morir a usted, ni a su bebé. Y recuerde: ese bebé es suyo y lo va a cuidar como una tigresa furiosa". Es aquí donde, sorprendentemente, los papeles se cambian. Al volver al campamento con la noticia, Clara Rojas sólo recibe indiferencia -en el mejor de los casos- o las críticas de sus compañeros.
-¿Qué sucedió?
-Ingrid sólo me dijo: bienvenida al club, de una forma sarcástica que me llenó de pesar. Y al día siguiente los prisioneros me hicieron una encerrona. Me empezaron a preguntar de forma insistente quién era el padre de mi hijo. Unos me llamaron irresponsable y otros me acusaron de estar metiéndoles en problemas. Supongo que temían que se pensara que alguno de ellos era el padre, así que les devolví la pregunta: ¿alguno de ustedes es el padre? Al responder uno tras otro que no, les dije: muy bien, entonces no se preocupen. Déjenme tranquila, que yo respondo por mi bebé?
Clara está frente al espejo del lujoso hotel de Caracas adonde fue llevada tras su liberación. La cicatriz de la cesárea es el recuerdo de una noche de espanto donde los guerrilleros lucharon por que ella y su bebé sobrevivieran.
-¿Qué vio aquel día en aquel espejo?
-Lo que sigo viendo ahora. El tiempo perdido. Mi hijo nació con el brazo fracturado. Y al poco de nacer me lo quitaron para llevarlo a tratamiento. Usted tiene que tener en cuenta que mi hijo y yo estuvimos tres años separados. Hay momentos en que estoy con él y veo a otras amigas que tienen a sus bebés y yo pienso: desde esa etapa hasta los cuatro años, yo la tengo en blanco, no sé cómo fue mi hijo cuando tenía dos años, o cuando tenía tres... Y eso me provoca un dolor infinito. Perdimos tiempo. Tiempo juntos. Vivencias vitales en la vida de las personas. Y eso me duele. Y eso ¿quién te lo devuelve?, ¿quién te devuelve el tiempo que perdiste? Mi hijo ya creció. ¿Quién vuelve el tiempo atrás?
-¿Tiene esa pérdida muy presente?
-No, ya lo perdí y punto. Ahora intento estar con él todo lo posible. Dedicarle tiempo de calidad. No puedo estar quejándome todo el tiempo. Estoy feliz. Y noto que él también es un niño feliz. Y con mucho sentimiento de propiedad hacia mí. Me dice mucho: "Eres mi mamá..."
-Su hijo, durante el tiempo en que la guerrilla lo entregó a un campesino y aun después, cuando estuvo en un centro de acogida, vivió bajo otro nombre?
-Sí, pero eso lo ha manejado muy bien. Desde que nació se llama Emmanuel. Porque yo lo bauticé y debe tener un recuerdo emocional. Y cuando lo encontraron y se demostró que era mi hijo, organizaron un juego en el que todos los niños se cambiaban de nombre. Hicieron una terapia para que él entendiera el proceso. Y además le dijeron que su nombre significa una bendición de Dios, Dios entre nosotros, y él lo entiende y le gusta. El otro día le dijeron: "¿Cómo te llamas?". Y él dijo: "Emmanuel, el todopoderoso, mira cuánto puedo correr".
Clara Rojas acaba de escribir un libro con toda su aventura. Hay sólo un lugar de sombra, un secreto metido en un cofre con siete cerrojos donde nadie puede entrar. "Cuando Colombia se enteró de que había tenido un niño en la selva, se habló de drama, de historia de amor. Lo único cierto en todo lo que se ha contado hasta ahora es que tuve un hijo en cautiverio. Eso es un hecho. Todo lo demás no tiene ningún fundamento. Me corresponde a mí decir qué se hace público sobre mi historia y qué no. Es algo reservado a mi hijo Emmanuel, cuando me pregunte por ello. Aún no es el momento. Lo único que quiero decir es que durante el secuestro viví una experiencia que me dejó embarazada. Pero mi verdadera historia de amor comienza cuando descubro que espero un hijo y decido salvarle la vida".
Clara Rojas se va entre sonrisas de este club social de Bogotá donde los camareros la vieron crecer. En su casa, a las afueras de la ciudad, la espera su hijo, Emmanuel, que dentro de unos días cumplirá cinco años, y su madre, una mujer valiente que durante aquellos seis terribles años no dejó de luchar para arrancársela a la selva. A veces, en medio de los juegos, Emmanuel se pone serio y dispara una pregunta que pone un nudo en el corazón de su madre:
-Mamá, ¿por qué no fuiste a por mí antes? Yo te extrañaba...
****
¡Acompañar a Ingrid fue estúpido!: Clara Rojas.
Por primera vez la política colombiana Clara Rojas cuenta su verdad. Secuestrada por la guerrilla de las FARC junto a su amiga Ingrid Betancourt, se pudrió durante seis años en la selva.
ABC ofrece un adelanto en exclusiva de su libro, «Cautiva» (editorial Belacqva)
ABC, 05-04-09;
La abogada Clara Rojas explica su ruptura con la ex candidata presidencial Ingrid Betancourt, la tensión con sus compañeros de cautiverio cuando supieron que estaba embarazada de un guerrillero de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), la cesárea chapucera que casi le cuesta la vida y la dolorosa separación de su hijo, Emmanuel, siendo un bebé. Clara Leticia Rojas (Bogotá, 1964) era su directora de campaña, además de amiga.
UN SECUESTRO «CANTADO»
«Me parecía que debía dar ejemplo de amistad y lealtad»
Era una temeridad. Viajar a San Vicente de Caguán, en territorio controlado por la guerrilla, era exponerse demasiado. Pero Ingrid Betancourt, candidata a la Presidencia de Colombia por el Partido Verde Oxígeno, estaba en plena campaña para las elecciones de 2002 y decidió jugársela. «¿Tú me acompañas?», le preguntó a su directora de campaña y gran amiga. Clara Rojas no se lo pensó. «Me parecía que debía dar ejemplo de amistad y lealtad, y enviar un mensaje al grupo de un liderazgo compartido. Sobre todo, por la desbandada que estábamos viviendo en el partido. Mi reacción fue una quijotada, una flagrante estupidez».
La víspera todo pintaba mal. El jefe de seguridad les alertó del peligro. Ingrid no le hizo caso. «Clara, si no quieres ir, te quedas. En todo caso, yo viajo». Su intransigencia desarmó a Clara. «Yo habría debido ser más firme. Tendría que haberle dicho que no iría, para ver si ella hubiera tenido las agallas de ir sola». Pero no lo hizo, así que volaron a la mañana siguiente. El entonces presidente Andrés Pastrana iba a visitar ese mismo día San Vicente. Hubo helicópteros para la comitiva presidencial y su séquito de periodistas. Pero no para Betancourt. La única alternativa era continuar viaje por carretera. El capitán de la Policía a cargo de su seguridad les informó de que no las acompañaría. Ingrid no se amilanó. Más adelante, un retén del ejército les advirtió de que si se arriesgaban a continuar, lo harían bajo su responsabilidad. Se metían de cabeza en la boca del lobo.
«Cruzamos muchos puentes. Yo sufría en silencio temiendo que alguno estuviese minado. Tuvimos al frente una recta muy larga. A lo lejos se alcanzaban a ver unos camiones. De repente vino corriendo un joven vestido con ropa de camuflaje, fusil al hombro, quien nos hizo la señal de pare. Pusieron a un herido en la parte de atrás de nuestra camioneta. Nos hicieron desviar de la carretera. No llevábamos ni diez minutos cuando encontramos un grupo grande de hombres armados. Sacaron al herido y lo subieron a un jeep. En ese momento llegó un tipo que debía ser el comandante. Hizo bajar a Ingrid y la subieron a otra camioneta. «¿A dónde la llevan?», le pregunté. Sin responderme, me hizo bajar y me subió a la misma camioneta que a ella, pero en la parte de atrás».
«Clara, si no quieres ir, te quedas. En todo caso, yo viajo», le dijo Ingrid
Siguieron por ese camino hasta llegar a un pueblo. «Se veía a los vecinos sentados en mecedoras. Luego el comandante nos pidió que escribiéramos una carta a nuestras familias para contarles que estábamos secuestradas. Palidecí. Íngrid escribió a sus papás y a su hermana. Luego me pasó la hoja para que escribiera una nota a mi mamá. Una vez liberada supe que la familia de Íngrid no le entregó a los míos ese mensaje hasta meses después. Al parecer tenían un celo excesivo por preservar su protagonismo. Fue una crueldad». Esa noche las alojaron en un barracón.
LA SELVA ESMERALDA
«Mis ayunos eran un problema para los comandantes»
«En la selva se vive siempre a la sombra. La luz del sol llega filtrada por el follaje de árboles gigantescos. Una se vuelve pálida y desarrolla problemas de visión. Es un ambiente malsano, asfixiante, en el que cualquier esfuerzo te agota. Por la noche, la temperatura baja hacia las tres de la mañana. Eso me servía para calcular la hora, pues no tenía reloj», cuenta Rojas, que dormía en el suelo o en una hamaca. Solo tenía dos mudas. Es el reino del barro y de los insectos: mosquitos, alacranes, cucarachas, zancudos... «Soy de ciudad y estaba acobardada». En una ocasión salió una araña de un palmo de una de sus botas. En otra, el suelo donde dormía se llenó de hormigas enormes, de unos tres centímetros. «No tenía linterna. Me puse a gritar como una loca hasta que por fin se acercó el guardia y me increpó. Le dije que me alumbrara y saqué mis herramientas de defensa: el talco para echarle al suelo y crema dental para untar el cordón de la hamaca.
No obstante, llegó un momento en que incluso las serpientes dejaron de impresionarla.
La comunicación con los guerrilleros era casi inexistente. «El contacto era mínimo, reducido a los mandos medios y a los guardias, que eran meros guerrilleros de a pie, gente humilde, de origen campesino o indígena. Se limitaban a vigilarnos, a darnos de comer y atendernos en las necesidades más básicas. Rara vez nos hablaban». Clara hizo varias huelgas de hambre. Católica practicante, se encomendaba a la Virgen. «Mediante el ayuno lograba reforzar mi fuerza de voluntad y también hacer un ejercicio de desapego de lo material. Le presentaba un problema a los comandantes, porque tenían la orden de no dejarme morir. Lo veían como un acto de rebeldía». Le ha quedado como secuela una gastritis crónica.
LA AMISTAD ROTA
«Ingrid llegó a perder las ganas de vivir... pasó a representar la muerte»
Ingrid y ella llevaban un mes secuestradas cuando intentaron huir por primera vez. Aprovecharon un aguacero y que la noche se tornó oscurísima. Caminaron durante horas por la selva, hasta agotarse. El chapoteo de un cocodrilo las aterrorizó. Al amanecer, empapadas y muertas de frío, se entregaron. Unas semanas más tarde lo volvieron a intentar. Por poco mueren ahogadas por la crecida de un río. Luego la espesura de la selva inextricable las derrotó. «Esta vez, cuando los guerrilleros nos encontraron, fueron muy rudos. Nos encañonaron y amenazaron con matarnos si volvíamos a intentar huir. A cada una nos colocaron en el tobillo un candado con una cadena de unos tres metros amarrada a un árbol».
Clara reconoce que fue entonces cuando empezó a cambiar su actitud hacia Íngrid. «Me irritaba que en el segundo intento de fuga se hubiese descontrolado frente a un avispero en pleno día. Le pedí que se calmara y dejara de gritar y hacer movimientos bruscos, pues con eso sólo lograba enfurecer aún más a las avispas. Le dije que se quitara lentamente la chaqueta que llevaba puesta, la dejara en el suelo y se alejara. Así lo hizo y las avispas la dejaron tranquila. Pero había que recuperar la chaqueta, de manera que me acerqué y entonces me picaron en los pies. A las pocas horas se me inflamaron».
«Me irritaba que en el segundo intento de fuga se hubiese descontrolado frente a un avispero en pleno día. Le pedí que se calmara y dejara de gritar y hacer movimientos bruscos, pues con eso sólo lograba enfurecer aún más a las avispas»
A la impotencia de estar de nuevo prisioneras se unió el dolor de enterarse de que el padre de Ingrid Betancourt había muerto. «Estaba tristísima, hasta el punto de que le insistí en que tenía que esforzarse por mantenerse viva por sus hijos. Nuestro estado de ánimo empeoró día a día, hasta que ambas llegamos a sentirnos hundidas en un pozo».
Todo aquel dolor mal digerido creó entre ellas una barrera de silencio. «Nos sucedió lo que le pasa a muchas parejas que, cuando falla la comunicación, acaban convirtiéndose en unos desconocidos. No hubo un hecho concreto que rompiera nuestra amistad; fue más bien un distanciamiento progresivo. No sabía qué decirle a Ingrid, pues ella estaba de duelo por su papá. Trataba de darle ánimo invitándola a rezar y leyendo la Biblia. Estaba enfadada conmigo misma por haberla seguido en aquel viaje tan arriesgado. Pero no le quería reclamar nada. Al mismo tiempo, me costaba trabajo asimilar su dolor. Siempre la había visto fuerte y decidida, y me desconcertaba observar cómo se estaba desmoronando hasta el punto de que, yo considero, llegó a perder las ganas de vivir. De ser para mí el modelo que había encarnado hasta entonces, pasó a representar la muerte. Se tornó demasiado apática y bastante agria».
Dejaron de hablarse. «Pienso que Ingrid tiene un temperamento más político: se está con ella o contra ella. Mientras que yo puedo no estar de acuerdo con alguien, pero eso no quiere decir que sea mi enemigo». La convivencia era tan precaria que el comandante que las vigilaba decidió separarlas. «Los comandantes nos recordaron más de una vez que deberíamos ayudarnos. En una ocasión se me ocurrió pedirle a los guerrilleros que me proporcionaran un diccionario. Ingrid no me lo dejó usar. También me expulsó de las clases de francés que daba a los demás cautivos. Era como si le molestase que yo empleara el tiempo de una manera constructiva, algo increíble en ella. A los guerrilleros también les extrañaba su comportamiento y empezaron a entregarnos las cosas por separado, para que no me despojara de todo». A partir de entonces Clara vivió confinada en un mundo de silencio. «No hablaba con nadie, incluso perdí la costumbre de que alguien me dirigiera la palabra».
BEBÉ EMMANUEL
«Cuando Ingrid supo que iba a ser madre, me dijo en tono sarcástico: “Bienvenida al club”»
«Se ha hablado de drama, de historia de amor. Lo único cierto es que tuve un hijo en cautiverio. Este episodio es algo que pertenece a mi esfera privada. Es algo reservado a mi hijo Emmanuel, cuando pregunte por ello». En agosto de 2003 los guerrilleros les obligaron a cambiar de campamento. La marcha la dejó exhausta. Además, sufría diarreas. El campamento estaba bajo las órdenes de Martín Sombra. Los guerrilleros habían levantado dos enormes jaulas para un grupo numeroso de secuestrados. «Seguía sintiéndome mal. Empezó a rondarme la duda de si estaría embarazada. Pedí una cita con Martín Sombra. Es un tipo impresionante, bastante gordo. Me hizo sentar y pidió un café con leche condensada y pan. Me preguntó: “Doña Clara, ¿cuál es la joda?”». Al día siguiente le hicieron un test de embarazo. Salió positivo. Martín Sombra la felicitó y le recomendó que se untara en la barriga aceite de tigre, un óleo que se extrae de este animal y que los guerrilleros usan para curar todo tipo de males.
A mis compañeros
de cautiverio les impactó la noticia. «Ingrid me ayudó a coser ropa de bebé. Pero no se comportó como una hermana. Lo único que me respondió cuando le conté que estaba embarazada y notó mi preocupación fue: “Bienvenida al club”. Me pareció que lo decía con tono sarcástico. Esta actitud suya, tan fría, marcó una pauta para otras personas del grupo, que mantienen aún hoy en día una cierta agresividad hacia mí, pensando que así se ganan el favor o la simpatía de Ingrid. Una mañana los prisioneros me hicieron una encerrona. Empezaron a preguntarme de manera inquisidora quién era el padre. Soltaron frases como: “Usted es una irresponsable”».
«Ingrid me ayudó a coser ropa de bebé. Pero no se comportó como una hermana. Lo único que me respondió cuando le conté que estaba embarazada y notó mi preocupación fue: “Bienvenida al club”»
El 15 de abril de 2004 Clara notó que empezaban las contracciones. No había médico en el campamento, solo un enfermero. Clara se echó a llorar. Llegaron también unos guerrilleros que sabían de partos de vacas. Al anochecer encendieron una fogata y asaron carne. Al día siguiente había perdido mucho líquido amniótico. Todos pensaban que el niño estaba sufriendo y que había que hacer una cesárea. «El enfermero empezó a sudar y salió a echarse un balde de agua en las sienes. Pensé que se había acobardado y le grité: “O empieza ya, o nos morimos los dos, que ya no siento al niño”. Por fin le inyectó la anestesia».
Cuando despertó, era de noche. El enfermero le dijo: «Clara, usted es una berraca. Tiene un niño precioso, salió raspadito en el pecho, en la cabeza y tiene el brazo izquierdo un poco amoratado. Pero está bien». Una guerrillera le explicó que la operación duró muchas horas y fue difícil sacar al niño porque no daba señales de vida. «Por eso salió con su bracito tronchao. Y después a usted se le salieron las vísceras y tocó volvérselas a meter».
Clara perdió mucha sangre y estuvo al borde de la muerte. «No me había subido la leche, así que los primeros días alimentaron al bebé mojando un pedacito de algodón en agua azucarada. También me empezaron a dar algo de comer, pero lo devolvía todo. Un día vino Martín Sombra y me dijo: “Tiene que comer, porque se va a morir. Mire, aquí hay un caldo de pollo, al menos mójese los labios”». Ya en libertad, Clara ha visitado a Martín Sombra en la cárcel. «Me preguntó cómo estaba mi hijo. Y cuando le dije: “Martín, por fortuna estamos juntos, pero el niño ha sufrido”, él me contestó: “Clara, pero está vivo y con usted. Si supiera que más de una mujer quería quedarse con él, pero no lo permití”».
El encierro y la presión de vivir bajo el acoso del Ejército colombiano tenía a los cautivos en tensión. «Los enfrentamientos entre nosotros eran continuos, como me ocurrió un día en la fila para recoger el agua caliente. Ingrid me gritó por haber pasado delante. No era la primera vez que lo hacía. Del susto se me cayó el agua caliente y me quemé la mano».
A mediados de enero de 2005 a Emmanuel le apareció una herida en la cara, causada por la picadura de un zancudo. Era leishmania. Se llevaron al niño para tratarlo con la promesa de devolvérselo en quince días. Pasarían tres años antes de que Clara Rojas lo volviera a ver.

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