16 jul 2009

McNamara

El arrepentimiento de McNamara/Norman Birnbaum, catedrático emérito en la Facultad de Derecho de la Universidad de Georgetown.
Publicado en El País, 15/07/2009;
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
Si John F. Kennedy viviera, tendría 91 años. La muerte de su secretario de Defensa, Robert S. McNamara, a los 93, nos recuerda el periodo de Kennedy y sus agitadas contradicciones. No fue él, sino Dwight D. Eisenhower, quien inició la intervención estadounidense en Vietnam. Kennedy amplió la participación y luego tuvo dudas; y fue asesinado antes de poder cambiar de rumbo, quizá porque estaba pensando hacerlo.
Otros estadistas de más edad, como Eisenhower, presidieron la gran expansión de la influencia y el poder de Estados Unidos que hoy está llegando a su fin; los más jóvenes que habían luchado en la II Guerra Mundial, como Kennedy y Robert S. McNamara, se consideraban sus herederos, con la responsabilidad concreta de aumentar el patrimonio familiar.
Lyndon B. Johnson, a quien McNamara sirvió con tanta fidelidad como había servido a Kennedy, fue el enlace entre las dos generaciones. Protegido de Franklin D. Roosevelt, era una criatura del New Deal y fue un reformista social ambicioso y emprendedor antes de lanzarse a la aventura -luego desastre- de Asia. Un desastre que se produjo mientras la nación se encontraba en un momento de gran caos interno.
El movimiento afroamericano de los derechos civiles, la revuelta en las escuelas y universidades y el movimiento feminista se unieron en las protestas contra la guerra. Paradójicamente, en el Ejército enviado por un país muy próspero (que asimismo había comenzado una guerra contra su propia pobreza) a erradicar el nacionalismo revolucionario de Vietnam había integración racial (aunque también tensiones raciales).
Cuando Lyndon B. Johnson se dio cuenta de que no era posible detener ese nacionalismo revolucionario, cayó en una depresión que acabó empujándole a abandonar la presidencia. Más tarde dijo que, si se hubiera retirado de Vietnam, habría tenido que sacrificar su programa de política interna.
El pacto que llevó a los partidarios de la reforma social a apoyar el imperialismo americano, mucho antes de las angustias de Lyndon B. Johnson, fue un acuerdo sincero. Los reformistas creían verdaderamente en que Estados Unidos tenía la misión de redimir al mundo, una misión en la que el progreso dentro de sus fronteras legitimaba sus esfuerzos (a veces, por desgracia, incomprendidos) para liberar a otros tanto de las fantasías revolucionarias como del atraso tradicionalista. Las fundaciones y universidades en las que John F. Kennedy reclutó a sus asesores, y de las que también salieron ideas y personas que acabaron en el Gobierno y el Congreso, tenían una visión estadounidense de la historia contemporánea. Era el gran escenario de la “modernización”, un proceso en el que cualquier nación que tuviera la oportunidad preferiría progresar hasta ponerse a la altura de Estados Unidos.
Entre los atributos de la “modernización” que tanto gustaba a la generación de Robert S. McNamara estaba una versión estadounidense de la idea napoleónica de “una carrière ouverte aux talents” [una carrera abierta a la gente de talento], mientras que la Revolución Francesa y los regímenes que la sucedieron quedaban totalmente sin mencionar.
McNamara creció durante la Gran Depresión, en circunstancias modestas. No estudió en Harvard, como el acomodado Kennedy, sino en la gran universidad pública de Berkeley, California, y reconocía que su ascenso había sido posible gracias a las ideas decimonónicas de dar más oportunidades sociales, plasmadas en las universidades públicas estadounidenses.
Su turno de emprender reformas sociales no le llegó hasta que Lyndon B. Johnson prescindió de él como secretario de Defensa (por atreverse, por fin, a decirle que acabara con una guerra imposible de ganar) y lo colocó como presidente del Banco Mundial. Allí dirigió una enérgica campaña contra la pobreza mundial y adoptó, antes que otros muchos, la sensatez ambiental.
Los principios de la trayectoria de McNamara fueron brillantes pero políticamente convencionales: profesor en la Escuela de Empresariales de Harvard y un periodo en la compañía automovilística Ford, de la que llegó a ser presidente. Durante la guerra estuvo en la Fuerza Aérea y participó en la preparación de los bombardeos de Japón.
Se identificaba con la racionalidad tecnológica y la confianza en la dependencia de las cosas tangibles que constituyeron un gran instrumento del progresismo de Estados Unidos. El progreso consistía en la reinvención constante del mundo, y por eso tantos estadounidenses que querían mejoras sociales se sentían atraídos por la doctrina del proceso universal de “modernización”. Cuando McNamara pasó del Pentágono al Banco Mundial, mantuvo durante mucho tiempo ese mismo esquema intelectual.
Quienes hayan leído el retrato que hace Max Weber de los calvinistas pueden reconocer en McNamara a un puritano de los tiempos modernos, un disciplinado e implacable servidor de la voluntad del Señor. Durante un tiempo participó activamente en su Iglesia, perteneciente al mayor grupo calvinista de Estados Unidos, los presbiterianos, que, como todas las Iglesias del país, sufrió tremendas divisiones a propósito de la guerra de Vietnam. Pero, por la razón que fuera, la adhesión pública de McNamara a su Iglesia fue disminuyendo.
En 1995, 20 años después de la expulsión de los estadounidenses de Vietnam y 27 después de dejar el Pentágono, McNamara publicó In retrospect: the tragedy and lessons of Vietnam (Retrospectivamente: la tragedia y lecciones de Vietnam). Es el reconocimiento, infrecuente en los personajes históricos, de
su responsabilidad por una serie de errores y desastres y, como tal, es excepcional. Se expuso al juicio de sus contemporáneos en un acto de contrición acorde con las tradiciones de la dura moral puritana. Muchos reaccionaron con dureza. ¿Qué autocríticas vamos a poder oír de George W. Bush, Dick Cheney y Donald Rumsfeld?
Podríamos ser menos severos. La labor de Robert McNamara al frente del Banco Mundial, donde encargó a Willy Brandt su famoso informe sobre las desigualdades, fue en sí una especie de reparación.
Luego, Robert McNamara apareció en el documental de 2002 The fog of war (La niebla de la guerra), y criticó el unilateralismo de la guerra de Irak. Antes de eso, en relación con el control de armas y el armamento nuclear, había defendido la necesidad de negociaciones para prevenir el uso de armas nucleares.
Como secretario de Defensa había sido un aliado indispensable de John F. Kennedy en su empeño de arrebatar el control de las armas nucleares a nuestros beligerantes generales. Durante la crisis de los misiles cubanos de 1962 ayudó a Kennedy a evitar la catástrofe.
Las necrológicas sobre McNamara, como era inevitable, son ambivalentes. Su arrogancia y su ceguera de los primeros tiempos no fueron exclusivas de él, sino que las compartió gran parte de nuestra clase dirigente. Después de llegar a la cima de la sociedad a base de talento y trabajo, McNamara y sus colegas creían que las experiencias de otros podían enseñarles pocas cosas.
Hoy, una nueva generación de ambiciosos ha llegado a la Casa Blanca. No han tomado aún las riendas del disfuncional sistema de gobierno, pero ya proponen resolver, como en Afganistán, los problemas de otros pueblos.
El presidente Barack Obama ha leído sin duda a Robert McNamara, y es capaz de encontrar su propio lugar en la historia que a los estadounidenses más les cuesta comprender, la suya. La angustia de McNamara se verá recompensada, a título póstumo, si Obama se la toma en serio.

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