8 ago 2009

María Belén Chapur

Amor, política y medios de comunicación/Barbara Probst Solomon, periodista y escritora estadounidense.
Traducción de Jesús Cuéllar Menezo
Publucado en EL PAÍS, 02/08/09;
Al ser escritora, y no política, voy a pasar por alto las evidentes connotaciones políticas que conlleva el hecho de que Mark Sanford, gobernador de Carolina del Sur, desatendiera sus obligaciones como tal al no informar a su equipo de su paradero cuando estaba con su “querida amiga”. En este texto me centraré sobre todo en cómo retratan los medios a las mujeres al airear escándalos sexuales. Ya llevo algún tiempo pensando en qué pasará cuando, en nuestra cultura de entrometida transparencia, los medios saquen a la luz una aventura extramatrimonial de una de las mujeres que ya comienzan a ocupar importantes puestos políticos en Estados Unidos.
¿Es éste el escándalo que nos aguarda? ¿Estamos preparados para afrontarlo? Sí, ya sabemos que los republicanos son hipócritas y que sus “valores familiares” no eran más que una argucia política para reconfortar a sus bases. Sí, deberían disculparse por haber arrastrado prácticamente por el fango a Bill Clinton y también por el innecesario sufrimiento que ocasionaron a Monica Lewinsky. Pero también sabemos que la mayoría de nuestros más grandes presidentes -entre ellos Roosevelt, Eisenhower y Kennedy- no habrían pasado la prueba de la fidelidad (al morir, Roosevelt se encontraba con Lucy Mercer, su amor durante muchos años; Kaye Summersby estuvo junto a Eisenhower durante sus campañas militares de la II Guerra Mundial; John Kennedy tuvo docenas de amantes… y todos sabemos demasiado sobre Bill Clinton y Monica).
Sin embargo, este año, mientras uno tras otro, como los diez negritos, los políticos (más los republicanos que los demócratas) se han ido hundiendo públicamente en la ignominia al revelarse sus sórdidas gestas, generalmente con sus dolientes esposas al lado mientras ellos balbuceaban su mea culpa, la “otra mujer” -o el “otro hombre” si la pareja era gay- suele aparecer también como un sórdido personaje. En consecuencia, las mujeres se han visto retratadas o bien como esposas-víctima de un político, o bien como lascivos y condenables objetos de interés del político en cuestión.
De manera que, aunque hemos colocado a las mujeres en posiciones políticas de primer orden, exigiéndoles al mismo tiempo que se sometan a costosos remodelados estéticos para no quedarse atrás frente a las presentadoras de televisión, que se pongan la ropa adecuada y luzcan accesorios de calidad, y que sean tremendamente espabiladas -también les permitimos que sean madres y tengan hijos-, los medios de comunicación otorgan a esas triunfadoras de la política un peculiar y asexuado papel maternal: no se les permite salirse de su territorio, puesto que, hasta donde sabemos, todas las correrías las han protagonizado hombres.
Y en esto apareció el gobernador Mark Sanford. La prensa hizo su agosto informando de que su querida, María Belén Chapur, era una argentina de muy buen ver. (En el frío norte siempre nos imaginamos que la sexualidad de nuestros vecinos meridionales no deja nunca de estar en ebullición. En estos mismos días, Sonia Sotomayor, la nueva magistrada del Tribunal Supremo, una mujer de origen puertorriqueño bastante seria, ha sido calificada por algunos estrambóticos conservadores republicanos de “terrorista latina”. ¡Ay, esa sangre latina!). Ahora bien, ¿es realmente apropiado calificar a María Belén Chapur de querida?
A mi modo de ver, es ésta una herrumbrosa palabra que, más propia de la corte de los reyes franceses o de una novela de Émile Zola, resulta absurda cuando se utiliza para calificar a una mujer económicamente independiente. ¿Acaso diríamos que Sanford es el señor de María Belén Chapur? La argentina ha estudiado en Oxford, habla cuatro idiomas, está divorciada, tiene dos hijos y es experta en materias primas de Bunge & Born. En realidad, de no ser por el desafortunado detalle de que Sanford está casado, habría sido lógico que los dos formaran pareja, puesto que tienen intereses comunes y cada uno su propia carrera profesional.
La posibilidad de que el problema de Sanford, la razón de que concediera una entrevista tan incongruente, fuera que el hombre está locamente enamorado, es algo que sólo unos pocos periodistas parecen haber sido capaces de plantearse, como si esa posibilidad fuera una especie de idioma desconocido. Los mensajes electrónicos que se intercambiaban María y Sanford (proporcionados por un hacker) eran de un romanticismo pasado de moda, y en realidad bastante recatado, profusos en menciones a las almas gemelas.
Me pareció bastante conmovedor que, al contrario que Clinton, Sanford no arrojara a su María Belén a los pies de los caballos. Aún dejando claro en su discurso ante los medios hasta dónde había llegado su relación con ella, no le dolieron prendas en calificarla de querida, querida amiga, alma gemela, amor de su vida… al explicar que los dos se conocían desde ocho años antes de que prendieran las llamas. A continuación, como buen político republicano, conservador y del Sur, Sanford pasó al ineludible tercer acto de estas mediáticas confesiones: solicitó el perdón cristiano. Está claro que su esposa y su familia conocían desde hace por lo menos cinco meses su relación extramatrimonial, y que estaban tomando su decisión -o la del propio Sanford- cuando la noticia saltó a la prensa al conocerse los correos electrónicos. Poco tiene que ver este romance con los furtivos devaneos del gobernador Eliot Spitzer con su prostituta de alto standing, ni con la búsqueda de contactos sexuales en servicios de caballeros del senador Larry Craig.
Sin embargo, volviendo a mi argumento inicial, en una época de transparencia total, cuando lo sabemos todo de todo el mundo, las mujeres que se dedican a la política serán especialmente vulnerables si se salen del redil, porque no tendrán ninguna casa reservada de la calle C a la que, según se ha revelado, destacados políticos, por lo menos republicanos, y entre ellos Sanford, pueden acudir en busca de asesoramiento político de corte cristiano cuando no encuentran su camino (en momentos como estos me alegro de ser judía: por lo menos, nosotros tenemos a Woody Allen). La casa cristiana de la calle C suena a título de película de espías de serie b de la época de la II Guerra Mundial.
Por otra parte, sabemos algo todavía más pertinente: que las mujeres, sea cual sea su credo religioso, no tendrán esa casa reservada. A lo largo de nuestra vida, las mujeres desempeñaremos muchos papeles, entre ellos el de esposa, madre o amante, y quizá el de esposa engañada o amante transgresora. Y exigirles a nuestras políticas una especial santidad es considerarlas, aunque de forma un tanto sesgada, de segunda clase. En los países anglosajones, hace décadas que las mujeres nos deshicimos del pintoresco título de miss para optar por el de Ms. [que no precisa el estado civil]; ahora debemos también exigir que se prescinda del degradante término querida, que no sirve para caracterizar a la mujer moderna.
Hace casi un siglo, en la novela La edad de la inocencia, ambientada en el Nueva York de su infancia, Edith Wharton pronosticó con exactitud el eterno dilema al que se enfrentan Mark Sanford y María Belén Chapur: un asunto emocional que no debe confundirse con la sordidez. A Newland Archer, típico producto de las rígidas y puritanas costumbres neoyorquinas, le pilla desprevenido su propio y apasionado enamoramiento de la condesa Olenska, una desvergonzada estadounidense que, para la acartonada sociedad neoyorquina, lo es no sólo por haber abandonado a su marido, sino especialmente por haber vivido en París. Para conservar a su familia, su posición social y su carrera (de forma muy similar a como tendrá que hacer Sanford), Archer renuncia a la condesa y al amor. Es decir, la comprensiva Olenska renuncia a él. Edith Wharton sabía mucho de matrimonios desgraciados, por haber estado encadenada durante mucho tiempo a su marido Teddy Wharton, loco y sifilítico. Aceptamos la película de Scorsese de un modo no siempre equivalente a nuestra forma de aceptar situaciones parecidas de la vida real, porque Scorsese tiene mucho talento, Michelle Pfeiffer es hermosa y Edith Wharton defiende con pasión a las mujeres que se enfrentan a las costumbres y percibe con perspicacia de qué manera la buena sociedad puede destruir a la mujer.
Las mujeres hemos hecho avances considerables, pero nos engañaremos si pensamos que nuestra labor ha terminado. Todavía necesitamos insistir en que no se nos califique con palabras en tono condescendiente. En Washington, las políticas no necesitan el pilar de una casa secreta de la fe, pero las mujeres sí debemos recalcar la necesidad de contar con una forma de hablar y de pensar en nosotras mismas que sea válida para todas las profesiones y formas de vida, y que, sin dejar de lado nuestra falibilidad, nos otorgue un marco de gracia.

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