19 sept 2009

Plaza Melchor Ocampo de Morelia, a un año

Un año después: confesos por tortura
JORGE CARRASCO ARAIZAGA
Revispta Proceso # 1715, 13 de septiembre de 2009;

Hace un año, el estallido de granadas ensangrentó el Zócalo de Morelia en plena celebración de la Independencia. La organización delictiva La Familia culpó a sus rivales, Los Zetas, de ese acto terrorista en sus dominios, y prometió entregar a los culpables. Días después una llamada anónima llevó a los agentes de la PGR a una casa donde había tres hombres atados y con signos de tortura. Aunque han insistido en que fueron obligados a confesar, hasta hoy son oficialmente los únicos responsables del crimen.
En su tercer informe de gobierno, Felipe Calderón no deja dudas sobre quiénes realizaron los atentados en la noche del Grito de Independencia del año pasado en Morelia: fueron Los Zetas.
Esa es la versión oficial desde el 26 de septiembre de 2008, cuando la titular de la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (SIEDO), Marisela Morales Ibáñez, presentó a los tres presuntos autores materiales del doble ataque con granadas que dejó ocho muertos y más de 100 heridos en el centro histórico de Morelia.
Aunque el informe presidencial vincula con la agresión a Heriberto Lazcano, El Lazca, y a Jorge Eduardo Costilla, El Coss, cabezas del cártel del Golfo, la Procuraduría General de la República (PGR) sólo tiene en el penal de Puente Grande, en Jalisco, a las tres personas que le entregó un comando armado.
Secuestrados y aleccionados bajo tortura para inculparse, Alfredo Rosas Elicea, Juan Carlos Castro Galeana y Julio César Mondragón Mendoza fueron entregados a la PGR 10 días después de los atentados. Desde entonces, la dependencia ha sostenido el caso con testigos protegidos.
De acuerdo con el testimonio escrito de Rosas Elicea, al que este medio tuvo acceso, la SIEDO consintió la presencia de los torturadores durante su declaración ante el Ministerio Público federal. La tortura fue reconocida por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, pero se deslindó del caso al exculpar a la PGR de cualquier responsabilidad (Proceso 1712).
El “entrenamiento”
Aún no pasaba la conmoción por el primer acto terrorista relacionado con el narcotráfico en México y La Familia había hecho pública su advertencia de que daría con los responsables para entregarlos al gobierno de Calderón, cuando Rosas Elicea fue levantado por hombres armados en el puerto de Lázaro Cárdenas, a casi 400 kilómetros de Morelia.
Fue el 23 de septiembre de 2008. Como era su costumbre, ese día Alfredo llegó como a las 10 de la mañana a la casa a medio construir que tiene en el andador Heriberto Jara número 7, colonia Vista Industrial, la cual utiliza como bodega para materiales y herramientas de construcción, actividad a la que se dedica desde hace 20 años.
Ya lo esperaban unos tipos. No le extrañó porque supuso que era por trabajo, pero cuando bajó de su Tsuru rojo, dos de los desconocidos lo amagaron con armas, se metieron con él al coche y lo amarraron de manos y pies. Le taparon la cara con su propia camiseta y lo empezaron a golpear.
En el mismo coche lo llevaron a su casa, donde los desconocidos tomaron chalecos y cascos de seguridad industrial, así como taladros, sierra para madera y otras herramientas. Ahí lo metieron a una camioneta dorada. “Vámonos por otro”, dijeron los secuestradores.
Al parecer iban con ellos dos o tres coches más. Llegaron a un domicilio, y a los pocos minutos Alfredo escuchó que no habían encontrado a quien buscaban. Cuando salieron de ahí, uno de los secuestradores, que iba hablando por celular, dijo: “Ya vamos para allá; cualquier cosa me avisas”.
Volvieron a golpear a Alfredo, quien al cabo de un rato, siempre con la cara cubierta, sintió que la camioneta se detuvo y que pasó por una caseta de cobro. Otra vez oyó la voz que hablaba por teléfono: “Ya estamos aquí”.
Calculó como medio kilómetro recorrido antes de entrar a un camino de terracería. Después de un rato, lo volvieron a cambiar de auto. Ahí lo siguieron golpeando y lo amenazaron con hacerle daño a su familia.
Cuando llegaron a un sitio que Rosas Elicea no ubica en su relato, le destaparon parcialmente la cara y le preguntaron: “¿Los conoces?”. Vio a dos personas amarradas. Una de ellas era César Mondragón. Cuando le preguntaron por qué lo conocía, dijo: “También se dedica a la construcción. Tiene maquinaria pesada y equipo para construcción. Se la hemos rentado a él y a un ingeniero, con el que es socio”.
En ese momento empezó la tortura. Lo sumergieron en agua, le pegaron en el estómago, el pecho y las costillas. Luego lo llevaron ante los otros dos detenidos. Julio César y Juan Carlos Castro habían sido levantados y torturados entre el 18 y el 21 de septiembre.
Los secuestradores ordenaron: “Digan lo que tienen que decir: ‘Nosotros tres fuimos responsables de los atentados de Morelia’”.
Al escuchar eso, dice Rosas Elicea, “sentí algo como un estremecimiento y, entre mi dolor y miedo, les pedí que dijeran la verdad. Yo no sé por qué dicen esto”.
–Tenemos que decir lo que nos dicen, o nos van a matar y a nuestra familia le harán daño –dijo uno de los secuestrados.
–Yo no me voy a echar la culpa de algo que no cometí ni cometería jamás –se resistió Alfredo.
Le metieron en la cabeza una bolsa con agua y jabón. “Tomaba agua en vez de aire. Sentía morirme”, afirma. Cuando le quitaron la bolsa, ya sus costillas “habían crujido dos o tres veces”. En realidad, acabó con cinco costillas rotas. Seguían las amenazas:
–Vas a cooperar, hijo de tu puta madre, o le seguimos y de paso van a traer a tu vieja y nos la vamos a coger.
–Sí, voy a cooperar. No le hagan daño a mi familia –tuvo que responder.
Machacados
Cuando se suspendía la tortura, los otros secuestrados se acercaban y le decían: “ya di que sí porque te van a matar”. Rosas Elicea se resistía a inculparse y la tortura recomenzaba. Fue colgado de manos y golpeado. Luego le pusieron una bolsa de plástico en la cabeza y se desmayó.
Al volver en sí, estaba con los otros dos secuestrados. Por Juan Carlos y Julio César supo que, como estuvo unas tres horas sin sentido, los torturadores dijeron: “Este ya se fue”, y lo dejaron tirado entre piedras. Pero se dieron cuenta de su error y lo arrastraron adonde estaban Castro Galeana y Mondragón Mendoza.
Ellos le insistían en que aceptara la culpa y dijera exactamente lo que sus captores ordenaban.
En una pausa, los encerraron en un cuarto con piso de tierra. Ahí Alfredo, que “apenas podía hablar”, le preguntó por qué pretendían que confesaran “algo tan feo”. Julio César le explicó que no les quedaba de otra; que a él lo habían torturado para que diera nombres y había dado el suyo y el de otras personas, pues temía por su vida y la de su familia.
Alfredo calcula que fue al día siguiente cuando los subieron a una camioneta. “Ahí me di cuenta que había tres o cuatro personas más, amarradas”, anota. Oyó decir que “venían los guachos” (soldados) y el vehículo arrancó. Después de un rato se detuvo y él oyó por radio que se habían ponchado o algo así y se regresaron a donde habían pasado la noche.
“Estuvimos poco tiempo y luego cargaron todo (por lo que se podía oír, nos cambiaríamos de lugar) y salimos”. Todo esto bajo amenazas y con golpes. A pesar de que iban tapados con cobijas, se percató de que avanzaban por un camino de terracería.
“Por fin llegamos a un lugar donde estaban trabajando con motosierras y martillos –continúa–, como construyendo algún campamento. Nos mantuvieron en el monte algunas horas hasta que, según yo, terminaron de trabajar o hasta que cayó la noche.
“Después me apartaron... y otra golpiza. Me golpearon los oídos con ambas manos. Mientras me sostenían en pie, me advirtieron que todo lo que me dijeron tenía que decirlo. En esos momentos deseaba morir ante tanto dolor y sufrimiento.”
Pero no fue todo: “Me pusieron algo en la boca con una botella de vidrio, la cual me causó heridas en la boca y garganta, así como varios dientes y muelas despostillados. En seguida, no recuerdo en qué posición estaba porque ya me sentía muy lastimado. De repente sentí un ardor en el interior de la nariz y los ojos. Me estaban echando vinagre. Fue algo muy intenso que me hizo volver en mí. Yo gritaba de dolor y, arrastrando, me llevaron adonde estaban las demás personas”.
Los tres secuestrados siempre estuvieron bajo vigilancia. Después de algún tiempo los reunieron a los tres. “Por el frío –recuerda Rosas Elicea– sentí que era de noche o de madrugada. Yo andaba en puro calzón tipo bóxer. Sentía como lluvia”.
Al cabo de unos minutos los llevaron a otra casa. “Nos metieron y nos dejaron con otras personas, cuatro o cinco. Se oían transmisiones de radios portátiles. Ahí siguieron las amenazas, los golpes, el cuestionario y las respuestas: ‘Cada que alguien pregunte, tienen que contestar lo que les estamos diciendo, si no ya saben lo que les pasará’”. También les daban nombres de personas a las cuales tenían que mencionar en todo momento.
Después de ese “entrenamiento”, los bañaron. Alfredo fue el primero. “Yo andaba en puro calzón, con todo el cuerpo enlodado y ensangrentado. “Ya bañados, nos pusieron ropa limpia de talla grande y zapatos, también grandes. Después me dieron algunas patadas. Yo sentía estallar mi cuerpo del dolor causado por los golpes y la tortura”.
Dos o tres horas más tarde, según las cuentas de Rosas Elicea, los sacaron de la casa.
La segunda fase
Según informó la subprocuradora Marisela Morales, a partir de “una llamada anónima”, los supuestos responsables de los atentados de Morelia fueron encontrados por agentes judiciales en una construcción abandonada del poblado de Antúnez, en el municipio de Apatzingán. Según confirmó Proceso (1670), de ahí fueron trasladados en un avión de la PGR a la Ciudad de México.
El testimonio de Alfredo Rosas Elicea da detalles sobre la manera en que fueron entregados a la SIEDO:
“Nos subieron a una camioneta y circulamos por un corto tiempo. Nos bajaron y nos entregaron con otras personas. Se oía ruido de motor. Nos subieron a una nave, avioneta o helicóptero; no pude precisar. Siempre estuvimos amarrados y vendados. Siguieron los golpes. Yo apenas me daba cuenta, por el estado en que me encontraba.
“Después de varias amenazas llegamos a algún lugar. Ahí nos subieron a una camioneta y condujeron por un rato. Luego nos bajaron y me pegaron a lo que me pareció una camioneta, y por la espalda se me acercó alguien y me dijo: ‘Ya sabes lo que tienes que decir, hijo de tu pinche madre. Aquí vamos a estar’. Enseguida me agarró por los cabellos, me jaló y caí.”
Aún vendados, “subimos uno o dos pisos. Me sentaron en una silla, siempre amarrado de manos y vendado. Sentía desmayarme del dolor del cuerpo, de cabeza, de oídos, del ardor de ojos.
“Me empezaron a preguntar acerca de los atentados. El que me preguntaba, me guiaba. Yo le respondía que sí. Oí como que escribían a máquina porque él dictaba, y pregunté si era doctor o licenciado”. Su interlocutor contestó: “Da lo mismo”.
Con todo su miedo y dolor, Alfredo le dijo: “Señor, esto que estoy diciendo es porque me torturaron. Tengo miedo, pero quiero declarar lo que pasó. Yo fui secuestrado y quieren que me eche la culpa”.
La respuesta del agente del Ministerio Público federal fue contundente: “Mira, eso no importa. Tú tienes que decir lo que te dijeron que dijeras y ya mañana puedes declarar lo demás”. Y siguió con el interrogatorio.
De acuerdo con Rosas Elicea, en un momento en que aparentemente se quedó solo, alguien se le acercó y le dijo: “Aquí estamos todavía, hijo de tu pinche madre. Nada más fallas y ya sabes”.
A pesar del miedo, Alfredo insistió en que había sido torturado física y psicológicamente. Solicitó ayuda médica. “Primero hay que terminar aquí y ya luego te atenderán”, le respondió su interlocutor inicial. Casi al terminar su declaración, dijo que ya no aguantaba la venda sobre sus ojos y las heridas de la cara. Le quitaron la venda y le soltaron las manos, pero enseguida lo esposaron.
Apareció entonces “un señor gordito, mediano de estatura, por lo que pude distinguir, porque veía muy poco; mi vista estaba empañada, muy opaca”. Su interlocutor le dijo: “Este va a ser tu licenciado de oficio”.
Escribe Alfredo Rosas Elicea: “Ya mi resistencia era muy poca. Me sentía morir. Lloré por la injusticia”. El interlocutor le pidió que aguantara un poco más: “Ya está listo. Firma, para que te atienda un doctor”.
“Licenciado, yo soy inocente. Yo quiero dar mi declaración”, insistió. Dice que “para esos momentos ya estaba entendiendo que estaba declarando ante el gobierno. Cuando estaba siendo torturado deseaba ser llevado ante el gobierno para, según yo, estar a salvo”. Pero el agente del MP insistía en que firmara su confesión.
“Me negué una o dos veces. Le dije otra vez: ‘Licenciado, esto no está bien’. Refiere que éste le comentó “a otro licenciado (Ministerio Público, ahora sé, pero en ese momento no): ‘Licenciado, hay que anexarle algo ahí para que ya firme’”. Enseguida su interlocutor dictó: “Juro que no pertenezco a ningún grupo de delincuencia organizada ni delictivo”. Eso o algo muy parecido. E insistió: “Ya firma. No hay problema, mañana declaras lo demás”.
El agente del MP le pidió a Alfredo que leyera su declaración. No pudo. Por los golpes, había perdido parte de la visión. El agente terminó de leer la declaración. Alfredo “no sabía qué hacer entre el miedo, el dolor y la decepción de lo que estaba pasando”.
El licenciado le insistió en que firmara para que lo atendiera un médico y le dieran de comer. No había probado alimento desde que salió de su casa, el martes 23 de septiembre, cuando almorzó como a las nueve de la mañana. “Al parecer (ya) era viernes. Tenía mucha hambre”, escribe Alfredo.
Fue una de las razones por las que, dice, “me dieron el lapicero y firmé. Luego, el licenciado de oficio me dio un cigarro, mentolado por cierto, y la muchacha, actuaria, licenciada o secretaria, me dio un café y un sándwich. Me lo comí pese al dolor al tragar”.
Fue la última vez que vio al licenciado de oficio. Hubo más preguntas, huellas, firmas, fotos. “Les pregunté si podía hacer una llamada y me dijeron que luego. No era la primera vez que pedía la llamada. No oí que el licenciado de oficio haya estado en mi supuesta declaración”.
Después de un largo tiempo, lo sacaron de esa oficina. Bajó unas escaleras y lo encerraron en una celda. Ahí se quedó dormido, exhausto. Al rato, alguien lo despertó con el pie. Lo subieron a una camioneta o ambulancia y lo llevaron al hospital. Allí, alguien le habló por su nombre. Era Julio César Mondragón. Ambos estaban esposados a sus camillas y asegurados con un cinturón. Poco después, Alfredo tuvo que recibir ayuda para ponerse unos zapatos. Los llevaban a la presentación ante la prensa.
Cumplida la tarea de la subprocuradora ante los medios, los regresaron a la camilla. Sólo entonces le permitieron a Alfredo hablar con su familia. Una semana después lo dieron de alta, lo regresaron a la SIEDO y después lo enviaron al Centro Nacional de Arraigo.
El 4 de noviembre fue enviado a Puente Grande, acusado de delincuencia organizada, terrorismo, homicidio agravado, posesión de armamento de uso exclusivo de las Fuerzas Armadas (las granadas) y lesiones calificadas
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