5 nov 2009

Santiago Vasconcelos

Columna Razones/Jorge Fernández Menéndez
Santiago Vasconcelos, el olvido y la memoria
Había quedado de comer con él ese mismo día, 4 de noviembre del año pasado. La noche anterior me llamó para decirme que no podría, que tendría un acuerdo de avión con el secretario de Gobernación, Juan Camilo Mouriño, que iban a San Luis Potosí. Quedamos de vernos en la noche, en la fiesta que organizaba la embajada de Estados Unidos con motivo de las elecciones presidenciales en ese país. Yo estaría allí transmitiendo mi programa de radio. La noticia era, sin duda, el triunfo de Barack Obama. Pero poco después de las seis y media llegó la noticia de que había caído un avión en Reforma y Periférico, uno de nuestros reporteros viales dio el número de matrícula y unos minutos más tarde, un buen amigo, Sergio Venegas, me llamó para decirme que esa matrícula correspondía al avión en el que poco antes habían despegado, de San Luis, Juan Camilo y mi viejo amigo José Luis Santiago Vasconcelos, entre otros funcionarios de la Secretaría de Gobernación. Lo demás es historia conocida, una noche en la que la fiesta acabó para dar paso a informar, haciendo a un lado la tristeza.
Hoy, buena parte de los recuerdos y homenajes oficiales serán por Juan Camilo. Es lógico: para efectos prácticos era el segundo hombre más importante del gobierno; el amigo del presidente Calderón, el que era un paradigma de esa lealtad y confianza que el Presidente, cualquier presidente, quiere tener cerca. Era, además, la carta del panismo para el futuro. Santiago Vasconcelos no era panista, no era del equipo más cercano al mandatario, era sí, leal y competente, un hombre de Estado que había brindado 15 años de su larga vida profesional a la lucha contra el crimen organizado y que había estado dispuesto a trabajar con Carlos Salinas, Ernesto Zedillo, Vicente Fox y Calderón porque su compromiso no era partidario. Era el hombre que había creado la SIEDO, el que contaba con el apoyo casi incondicional del Ejército Mexicano y de las corporaciones antidrogas de EU. El funcionario que más atentados frustrados había sufrido. El que más y más importantes narcotraficantes había detenido. El que operó la histórica extradición de decenas de miembros de esos cárteles a EU al inicio de esta administración. Y el que había sentido de cerca los estragos de la traición, por ende, de la desconfianza, así fuera injustificada.
José Luis no quería ser recordado como el zar antidrogas. Su objetivo era llegar a la Suprema Corte, pero no como mera meta personal. Creía, y con razón, que la lucha contra la delincuencia organizada tenía que darse en las calles, que debían involucrarse en ello las fuerzas de seguridad, pero estaba convencido, desde muchos años atrás, de que para ganarla eran imprescindibles dos cosas: una sólida labor de inteligencia y un entramado jurídico que no dejara tantos espacios de impunidad para combatir el crimen. Creía que en nuestro máximo órgano de justicia, y tenía una vez más la razón, no se terminaba de comprender la profundidad y la gravedad de la presencia del crimen organizado y que era allí, con su experiencia, desde donde podría modificar las cosas. Como se ha dicho, admiraba la labor de Giovanni Falcone y, paradójicamente, como ocurrió con el fiscal italiano asesinado por la mafia, también tuvo que vivir la marginación de la élite judicial que, a diferencia suya, nunca había hundido sus manos en la realidad para tratar de hacer justicia.
Santiago Vasconcelos tuvo un apoyo permanente del Ejército Mexicano (su velatorio fue en el Campo Militar Número Uno), pero había sido dejado solo muchas veces y así ocurrió en los últimos meses de su vida. Fue designado responsable de sacar adelante la reforma judicial, pero tardaron meses en darle oficinas y personal para trabajar. Su seguridad, siendo uno de los hombres más amenazados de México, fue reducida drásticamente. Se le había pedido que abandonara, para que la ocupara otro funcionario que no corría riesgo alguno, la casa de seguridad que utilizaba desde cuando los Beltrán Leyva habían querido asesinarlo. Fue investigado luego de la caída de Noé Ramírez Mandujano y otros altos funcionarios de la SIEDO y nadie encontró nada, porque no había nada que hallar. Pese a todo, estaba entusiasmado con lo que venía: cambios en su vida, la reforma del sistema judicial, el trabajo que podría hacer con su nuevo jefe, Mouriño. El avionazo del 4 de noviembre acabó con eso y se llevó a un funcionario notable y a un buen amigo. ¿Algún día el Estado se dará tiempo para reconocer la labor de uno de sus mejores hombres?

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