6 dic 2009

La seguridad colombiana

La seguridad colombiana, en duda
Un informe alerta del rearme y la expansión de una nueva generación de paramilitares y la reorganización de las FARC en algunos departamentos
PILAR LOZANO | Bogotá
Publicado en El País, 07/12/2009:
Una afirmación del analista colombiano León Valencia, basada en una investigación de la corporación Arco Iris que él mismo dirige, ha provocado un revuelo en Colombia y ha puesto a la defensiva al Gobierno de Álvaro Uribe: la seguridad democrática, la bandera del actual Gobierno, ha empezado su declive.
El informe alerta sobre el rearme de paramilitares y la reorganización y reactivación de la guerrilla en algunos departamentos del centro del país y en las zonas fronterizas. Según estos datos, la seguridad democrática habría llegado a un punto de quiebre.
El estudio asegura que a la cabeza del rearme están varios mandos medios paramilitares que quedaron fuera de la ley de Justicia y Paz, el marco jurídico de la desmovilización de estos grupos. De acuerdo al informe, estos ejércitos ilegales operan en 293 de los cerca de mil municipios del país, incluidas las grandes ciudades; trafican con drogas y siguen matando líderes sociales, maestros, víctimas que denuncian a los paramilitares o que reclaman sus tierras.
Para Valencia, el proceso de desmovilización de los paramilitares estuvo "muy mal manejado" y algunas de sus estructuras, entre ellas las del narcotráfico, quedaron intactas. Una versión totalmente opuesta a la oficial, que califica a los nuevos paramilitares de bandas criminales y defiende la idea de que las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) están al borde de la derrota.
Nada más conocer el informe, el Gobierno acusó a Arco Iris de dar aire a la subversión, de desprestigiar al Ejecutivo de Uribe y de entregarle armas a la oposición. Alfredo Rangel, de la Fundación Seguridad y Democracia, tachó el informe de "propaganda política opositora, revestida de un falso ropaje académico". La polémica generada es relevante en tanto y cuanto se produce en la antesala de las elecciones presidenciales de mayo de 2010.
"Sin duda esta política ha generado logros indiscutibles que han supuesto una mejora de la calidad de vida de la gente. Pero el conflicto cambia, no es igual que hace siete años", aseguró a EL PAÍS el candidato independiente Sergio Fajardo. Este matemático, que, junto al ex ministro de Defensa Juan Manuel Santos, parte como favorito en caso de que Uribe no esté en el ramillete de candidatos, asegura sin rodeos: "Las FARC no están derrotadas, se ajustan a las circunstancias y esto obliga a replantear las estrategias de la Fuerza Pública".
El ciudadano de a pie ve que las cosas no van por buen camino: en Medellín, la cifra de menores de 18 años asesinados este año en la puerta de sus casas o escuelas supera los 100; en Cali, tercera ciudad del país, el pasado domingo asesinaron en el cementerio a seis personas de una misma familia; en Bogotá, la sensación de inseguridad crece a diario...
"La criminalidad urbana no es parte de la concepción de seguridad democrática; ésta no desarrolló herramientas para enfrentarla y está creciendo en toda Colombia", asegura Fajardo, para quien la raíz de este fenómeno nace de la disputa del negocio de la venta de droga en las grandes capitales. "Es consecuencia del proceso contra los paramilitares -ligados desde siempre al narcotráfico- y su suspensión, en 2008, con la extradición de sus jefes. Los mandos medios se disputan este mercado estratégico", concluye.
León Valencia lo tiene claro: Si se sigue minimizando el fenómeno de los nuevos paramilitares, muy pronto el problema se les puede ir de las manos.
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Cara y sello
Revista Semana, 5 de diciembre de 2009:
Eduardo Pizarro y León Valencia son antagonistas en el libro sobre la Ley de Justicia y Paz coeditado por SEMANA y Norma. Pizarro despliega optimismo, mientras Valencia le clava un aguijón al gobierno.
A Eduardo Pizarro y a León Valencia los unen muchas cosas. Pasaron su juventud en las filas de la izquierda. Se convirtieron en respetados intelectuales y escritores cuyas plumas, en sendas columnas de opinión, levantan ampolla. Y sueñan lo mismo: que algún día se logre la reconciliación entre los colombianos. Pero tienen profundas divergencias. Valoran de manera diferente los problemas del país y, sobre todo, están en dos orillas distintas respecto a la Ley de Justicia y Paz.
Pizarro es el presidente de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, en donde representa al gobierno, y cuyo trabajo es que la Ley de Justicia y Paz les cumpla a las víctimas. León Valencia, director de la Corporación Nuevo Arco Iris, es uno de los críticos más duros del proceso de negociación con las AUC y en especial de la para-política. Por eso SEMANA y Editorial Norma los han unido en un libro a dos voces que hace un balance de la Ley de Justicia y Paz, cuatro años después de que esta entrara en vigencia, en el primero de varios títulos que se publicarán en la serie Cara y Sello, que busca poner en blanco y negro los grandes temas del país.
Del texto de Eduardo Pizarro, titulado ‘Reparar el bote en alta mar’, se infiere que la aplicación de la Ley ha sido en sí misma una transición política. Pizarro hace un análisis comparado de la experiencia colombiana con las de otros países, y concluye en 10 tesis que este proceso de justicia transicional es un ejemplo para el mundo. Primero, porque es excepcional. Según el autor, es la primera vez que paz y justicia no se excluyen y se dan de manera simultánea. Los pactos de paz suelen implicar impunidad, como en Sudáfrica, o justicia sólo muchos años después de que se han producido las transiciones políticas, como en la dictaduras de Suramérica. Para el autor es inédito que un grupo armado, como las AUC, se haya parado de la mesa de negociación directo para la cárcel, lo cual muestra que la moral de las guerras, especialmente de las civiles, ha cambiado, y que las sociedades ya no admiten el indulto a secas de la barbarie.
Un segundo aspecto que destaca Pizarro es que el proceso ha convertido a las víctimas, otrora invisibles, en un nuevo y poderoso actor social que tiene voz, que reivindica sus derechos y que a lo largo de los años por venir tendrán que ser reparadas. Este quizá es uno de los aspectos más controvertidos del texto de Pizarro, quien está convencido de que el país camina hacia una reparación integral, tanto económica como simbólica, que incluye tanto la entrega de indemnizaciones a cada sobreviviente, con el hallazgo de fosas y con el inicio de procesos de memoria, como la reconstrucción de masacres como las de El Salado y Trujillo.
Destaca el hecho de que hayan comparecido ante los tribunales miles de paramilitares y guerrilleros. Sin las versiones libres de los paramilitares y sin el concurso de las víctimas, no habría sido posible el proceso de la para-política que adelanta la Corte Suprema de Justicia. No obstante, Pizarro cree que el país optó por el camino más difícil, pues se pudo haber hecho juicios ejemplarizantes a las cabezas de las AUC y no a toda la tropa.
De otro lado, Pizarro encuentra una conexión directa entre la desmovilización de los paramilitares y la disminución de los índices de violencia en el país, y considera que las bandas emergentes que han vuelto a actuar en muchas regiones están ligadas al narcotráfico y que son un fenómeno normal dentro del posconflicto. “Plantear que el proceso de desmovilización con las AUC constituyó un fracaso debido al reciclamiento en la vida criminal de un porcentaje de desmovilizados de las AUC (alrededor del 8 por ciento) es una evidencia de provincialismo”, dice.
Pizarro finaliza con el tema de la reconciliación, que no es exclusivamente fruto de un acuerdo político, sino que se construye más desde la base. Pero es allí donde él ve un mayor problema. La polarización en torno a la Ley conspira contra la posibilidad de construir acuerdos y “pasar la página”.
Mientras Pizarro encuentra en la Ley un instrumento para la reconciliación, León Valencia, con su ensayo titulado ‘Ni justicia ni Paz’, sustenta lo contrario. En un tono casi autobiográfico, Valencia hace una corrosiva crítica al proceso de negociación con los paramilitares –desde una perspectiva política y no jurídica– y acusa al gobierno de varios pecados originales que, según su concepto, torcieron el camino del desarme hacia una nueva violencia.
Valencia cree que el gobierno se sentó a la mesa con ejércitos, y que este, aun sabiendo que las AUC eran apenas los pistoleros, la punta de un iceberg de una violencia más compleja, se conformó con recibir las armas e iniciar un proceso jurídico. Desde su perspectiva, se desperdició la oportunidad de atacar el fondo del problema: las mafias enquistadas en el poder local, especialmente en la política. La tesis de fondo del director de Nuevo Arco Iris es que una verdadera negociación debería haber dado como resultado un cambio de las elites locales, lo cual no ocurrió. Para él, no hubo transición política. No hubo verdadero desarme, y las mafias locales volvieron a armar grupos para mantener el statu quo. No habla de mafias emergentes, sino de un nuevo paramilitarismo.
La negación de la guerra y la despolitización del tratamiento a la violencia que, según el autor, se ha vivido en la era Uribe, han enredado el horizonte de paz del país. Valencia acoge la tesis de Norbert Elías y caracteriza el colombiano como un conflicto de “establecidos y marginados”, es decir, una disputa de poder, y no sólo una disputa entre lo legal y lo criminal. Al no haberse consumado una negociación política, que les quitara el poder local a quienes accedieron a él usando como cabeza de playa a las AUC, no hay reconciliación posible y el país está condenado a la espiral de la violencia. En contravía de lo que sostiene Pizarro, Valencia cree que el proceso de para-política no ha sido la consecuencia lógica de la Ley de Justicia y Paz, sino un proceso paralelo que unos quijotescos magistrados han sacado adelante a pesar y en contra de la voluntad del gobierno.
También recalca que las víctimas han emergido como parte importante del proceso a pesar del gobierno, y no apoyadas por éste. Reclama los obstáculos que Uribe le ha puesto a la Ley de Víctimas, la inoperancia en la restitución integral; los centenares de impedimentos que hay en la restitución de bienes y la evidente vulnerabilidad en la que se encuentran quienes reclaman sus derechos a ser reparados, pues ya han sido asesinados más de 20 líderes de las víctimas.
Al final, cree que el país se está quedando sin justicia, especialmente porque el proceso no ha pasado de la etapa de versiones libres y la extradición de los jefes paramilitares dejó trunca la verdad, y sin paz porque la guerra, según Valencia, está más viva que nunca. Por eso enarbola la bandera de una negociación con “final cerrado”, donde todos los actores estén dispuestos a un nuevo pacto social, que implicaría dos procesos de reconciliación: “uno del Estado con las guerrillas; otro, de esa amplia alianza de elites regionales, mafias y paramilitares con la democracia”.
Es así como quedan planteados dos caminos para una misma necesidad. A la reconciliación se puede llegar por el camino de aplicar la Ley de manera progresiva, y como una construcción desde lo pequeño; o por el camino de los grandes pactos políticos que le marquen un hito final al conflicto y pongan la primera piedra de un nuevo principio. En lo único que parecen estar de acuerdo los dos autores es en que la reconciliación es el horizonte deseable y urgente a construir. Y que todavía no está en la agenda política del país, como debería estarlo. Este libro refleja que el problema de este país no está en el qué, sino en el cómo.

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