30 mar 2010

Los pájaros y los niños

Miguel Delibes, los pájaros y los niños/Gustavo Martín Garzo, escritor
EL PAÍS, 29/03/10):
Nos gusta una historia, escribió Jean Renoir, porque nos gusta el que la cuenta. La misma historia contada por otro, no ofrece ningún interés. André Gide resume esto en dos palabras: “En el arte lo único que cuenta es la forma”. Y eso nos pasa con Miguel Delibes, que si amamos sus historias es porque nos gusta quién nos las cuenta y cómo lo hace. Son pocos los novelistas del siglo XX que hayan creado una galería de personajes tan inolvidables como él. Y, entre ellos, los más complejos e inolvidables son los niños. La infancia y la naturaleza son los grandes temas de su obra.
En uno de los relatos de Tres pájaros de cuenta, unos vecinos del escritor se encuentran un polluelo de cárabo, que alimentan y cuidan. El cárabo pasa a ser un miembro más de la familia, hasta que los problemas que causa les hacen tomar la resolución de soltarle. Lo meten en una jaula y, “como en el cuento de Pulgarcito”, lo abandonan en el bosque. Pero el cárabo regresa poco después. Lo llevan aún más lejos, y vuelve a encontrar el camino de vuelta. Llegan a desplazarse más de 30 kilómetros, pero también entonces el cárabo regresa a la casa y, conmovidos por esa fidelidad, ya no vuelven a abandonarlo. Cada uno de los relatos de este pequeño libro tiene por protagonista a un pájaro: un cárabo, un cuco y una grajilla. Delibes nos habla de sus costumbres, nos describe sus vuelos, el color de sus plumas y su canto; nos dice dónde ponen sus nidos, qué alimentos prefieren, y lo hace con la cálida atención del que se ocupa de unos vecinos un poco peculiares, e imprevisibles, a los que no cabe desatender.
Es decir, habla de la naturaleza, pero también, y sobre todo, del corazón del que se detiene a contemplarla y amarla. Ese es el tema secreto toda la obra de Delibes, la búsqueda de ese camino que nos lleva al encuentro de las otras criaturas del mundo. Una búsqueda que se basa en el principio de igualdad. Igualdad no sólo con los otros hombres, sino con los animales y hasta si se me apura, con los propios árboles, como pasa en su mejor cuento, Los nogales. “Son mis mejores amigos / aquellos que no hablan”, escribió Emily Dickinson.
El pájaro es el símbolo del alma en todos los folclores. En los cuentos de hadas transmiten secretos, mensajes, expresan las ansias de los enamorados, como los vientecillos y las flechas furtivas. Pero la comunicación con los pájaros es también, y sobre todo, un acto de comunión con el mundo. El profeta Isaías habló de un monte donde el lobo bajaba a beber al tiempo que la oveja, el león dormía junto al antílope, y el niño jugaba en su cuna con alacranes y víboras. Un reino en que no existía el daño.
Muchos personajes de Delibes están situados en ese reino. Dialogan con la naturaleza, la entienden y miman. Pacífico en La guerra de nuestros antepasados; el Tiñoso, en El camino; Nilo, el joven, en Los nogales; el Senderines, de La mortaja, y Paco, el Bajo, en Los santos inocentes, que con su prodigioso olfato es capaz de seguir el rastro de las perdices y de las liebres, tienen esa insólita aptitud.
Y, por encima de todos, el Nini, en Las ratas, que es sin duda el personaje más memorable de la obra de Delibes. Pero el Nini tiene muchos puntos de contacto con Azarías, el protagonista de Los santos inocentes: está inmerso en su medio, vive en continuidad con el mundo y los animales; es capaz de entender el lenguaje de los pájaros. Sin embargo, el Nini no es un inocente, no está marcado por el estigma de la matanza de Herodes. Sería equiparable más bien al niño que visitan los Magos, el niño que escapa de la muerte.
Pero hay muchos niños en la obra de Delibes que no logran hacerlo, como el niño de La sombra del ciprés es alargada, como el Tiñoso de El camino, o el recién nacido que en Diario de un cazador entierran en una caja de zapatos. La obra de Delibes está llena de niños muertos, pero también de esos otros niños extraños que parecen situarse en esa volátil frontera que hay entre la vida y la muerte. A esta categoría de muertos vivos pertenecen los personajes de Los santos inocentes, o el que tiene síndrome de Down de Los nogales. Azarías, de hecho, ve a su hermano muerto, Ireneo, lo que nos indica hasta qué punto sus naturalezas son afines.
La muerte de un niño es sin duda uno de esos límites sagrados que la razón humana no puede traspasar sin llenarse de horror. La matanza de los santos inocentes es uno de los relatos más estremecedores que se conocen, y las preguntas se suceden inevitablemente al escucharlo. ¿Por qué tuvieron que morir los pobres niños? ¿No podían los ángeles haber advertido a sus padres de lo que les esperaba, como hicieron con José, y así haber huido todos juntos en la noche? Pero ¿puede evitarse la pena, el dolor, la pérdida de lo que amamos? No, no se puede. Ser hombres, nos dice Delibes, también es contemplar ese cortejo de niños muertos sin poder hacer nada para salvarles.
Pero si no hay redención, si no es posible el milagro, ¿por qué sus personajes hablan con los pájaros? En un texto de los Upanishads se lee: “Dos pájaros, compañeros inseparablemente unidos, residen en el mismo árbol; el primero come de su fruto, el segundo mira sin comer. El segundo es puro conocimiento, libre e incondicionado. Los dos son inseparables”. En Los santos inocentes, el señorito Iván, deseoso de cobrarse piezas como sea, manda a Paco, el Bajo, cegar a los palomos, para que sus movimientos desesperados hagan de señuelo. El señorito Iván ciega a los pájaros, y Azarías les da de comer. Es Azarías quien se pone del lado del pájaro del conocimiento. El pájaro que mira sin comer en el hermoso texto de los Upanishads se confunde con la grajilla que, al descender al hombro de Azarías, señala el lugar de la vida. El Senderines, el niño protagonista de La mortaja, construye un lugar así con una luciérnaga. Su padre acaba de morir. Está desnudo en la cama y, avergonzado, decide buscar ayuda para vestirle. Nadie le hace caso, pero él recoge una luciérnaga y halla en su luz la fuerza que necesita para enfrentarse a la muerte de su padre y a la miseria moral de cuantos le rodean.
La luciérnaga, como el descendimiento de la grajilla, señala el lugar de la vida. Azarías nos entrega en él una de las plegarias más hermosas formuladas jamás en nuestro idioma, “milana bonita, milana bonita”; y el Senderines el sueño humilde de la dignidad. Ese es el misterio de los niños en los libros de Miguel Delibes: cada uno de sus gestos tiene el valor de una plegaria. Su tiempo es el tiempo de la revelación y de los salmos. Por eso les vemos andar sobre las aguas, aunque ellos no lleguen a darse cuenta.
La obra de Miguel Delibes es comparable a la de todos los grandes moralistas, en el sentido que Camus da a esta palabra: los que tienen la pasión del corazón humano. Delibes forma parte de esa larga tradición de grandes moralistas, que desde Cervantes o Stendhal, se dan en el mundo de la novela. Se confunde con ellos porque “busca al hombre en el entorno y la comunidad en que vive; y la verdad en sus rasgos particulares”. Delibes habría suscrito sin dudarlo las palabras de Camus acerca de que el desprecio por los hombres constituye con frecuencia el estigma de un corazón vulgar.

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