5 sept 2010

Opinión de Mariano Albor

"Exhíbelos en caliente"/Mariano Albor
Revista Proceso # 1766, 5 de septiembre de 2008;
A mayor criminalidad, mejor estado de derecho. Si se recupera el valor significativo del lenguaje constitucional, entonces debe entenderse que los hechos delictuosos deben ser investigados y perseguidos. Estas expresiones prudentes y sencillas bastan para fundamentar, motivar y razonar las acciones del Estado para prevenir, juzgar, castigar el delito y, sobre todo, mantener los márgenes amplios de la libertad ciudadana. En este sentido, se confirma que el derecho es libertad y los derechos humanos son la dignidad del hombre en cualquier situación que viva.
En efecto, el estado de derecho debe resolver las contradicciones que le propone el crimen, común u organizado. Por ello, el ordenamiento jurídico penal, en sus ámbitos de validez federal, estatal y distrital, debe responder afirmativamente a los imperativos categóricos del garantismo constitucional y de los derechos fundamentales, que no son otra cosa que los propios derechos humanos expresados como normas en la ley positiva vigente. En este sentido, no deben comprenderse como una expresión retórica de la decencia humana, sino como preceptos que afirman la dignidad del ejercicio de los poderes públicos de la misma manera que se refieren a la persona humana.
En oposición con estos principios reconocidos universalmente, los comportamientos de la autoridad penal, sobre todo la policiaca y ministerial, han dado lugar a prácticas francamente indebidas y a que se tenga una percepción equivocada de los hechos, las normas y los conceptos en la ciudadanía. Los atributos de la averiguación y del enjuiciamiento penal se han invertido con consecuencias que por ahora resultan previsibles pero que deben atenderse incluso con los criterios punitivos que hoy en día están en boga en la administración pública, en algunas organizaciones privadas preocupadas de la criminalidad y hasta en los campus universitarios. Por ejemplo, mientras que las investigaciones del Ministerio Público deben ser confidenciales y los juicios públicos, en la realidad sucede lo contrario: los actos de procuración de justicia se hacen públicos hasta el escándalo y los juicios son silenciados hasta el ocultamiento.
En el derecho penal está una de las claves de mayor valor de la democracia. Si bien es cierto que como manifestación jurídica debe ser el último recurso para la solución de los conflictos individuales y sociales, no lo es menos el hecho de que su contenido es la libertad del hombre en una relación aflictiva con la máxima expresión de fuerza de la autoridad gubernamental: la función punitiva.
No hace mucho tiempo el presidente de Francia, Nicolas Sarkozy, puso a prueba los conocimientos o la ignorancia jurídica de los parlamentarios mexicanos cuando les recordó que México era un país suscriptor, desde 1983, del Tratado de Estrasburgo, que se refiere a la transferencia de personas sentenciadas; y desafió sus dotes políticas cuando expresó una regla pragmática sobre el ejercicio del poder presidencial en relación con los hechos criminales:
“Si debiéramos ocuparnos únicamente de aquellos conciudadanos que no lo necesitan, que son ricos, poderosos, honestos, y que nunca, nunca cometieron un delito, entonces el oficio del presidente de la República sería muy fácil, pero es difícil justamente porque los principios están hechos para explicar y respetar los derechos de los culpables, esta es la marca y el símbolo de una democracia: la democracia son principios, y principios que se aplican a todos.”
En sentido contrario, en México, guiados por el titular del Ejecutivo federal, que ha establecido un criterio beligerante, las ideas jurídicas y las acciones cumplen con este sentido de confrontación y, en esta virtud, las instituciones y las personas están obligadas a tomar partido como si se tratara de una contienda civil.
Pero aun así, si se sigue la idea de las actividades beligerantes hasta significarse metafóricamente como una guerra, entonces debe entenderse que los conflictos armados traen aparejado al derecho humanitario que impone por sobre todas las cosas la dignidad de las víctimas y del enemigo. En este sentido, con todas sus deficiencias, los Convenios de Ginebra han sido ejemplares para evitar males mayores o perseguir sobre los principios del derecho internacional penal a los criminales más perversos de la historia, cuyo tratamiento como fugitivos o reos sujetos a juzgamiento cumple con la normatividad que impone el respeto a los principios del debido proceso legal, de inocencia y de defensa.
Aceptemos que los líderes criminales son personajes aviesos. Su codicia y ferocidad manifiestas causan daños a los bienes jurídicos más entrañables para la sociedad: la vida, la libertad, la salud y el patrimonio. Sin embargo, cuando estos “monstruos” quedan a disposición de las instituciones del Estado se humanizan. A partir de ese momento deben ser juzgados por los hechos que realizaron y no por lo que son. Si el Estado y la sociedad admiten que la defensa legitima la sentencia, entonces han cobrado vigencia el debido proceso legal y el principio de inocencia.
Es cierto que un amplio sector de la abogacía ha decidido tradicionalmente, como expresión de actos de conciencia, no hacerse cargo de la defensa de los miembros del crimen organizado. Otros lo hacen por temor. Además, hay quienes sí han decidido participar en este difícil oficio de la defensa criminal. Para ellos, el precio ha sido alto. Sin embargo, les son propios los derechos de la defensa. Pero en las nuevas generaciones de abogados algunos creen que los juicios orales están mejor vinculados con los derechos humanos y que su ejercicio profesional tendrá una salvaguarda.
Un ordenamiento jurídico penal democrático, que reconoce como valores fundamentales la libertad y la dignidad del procesado, es un instrumento eficaz para que una sociedad tenga destino. l

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