21 ago 2011

La hija de Don Neto

Ya no se trataba de mi papá; éramos nosotras”*
* Capítulo del libro Máxima seguridad. Almoloya y Puente Grande, publicado por la editorial Alfaguara en 2001. Ofelia obtuvo su libertad en 2009, al ganar un amparo en contra de la acusación por delitos contra la salud, luego de permanecer encarcelada desde enero de 1999.
Reproducido en el # 1816 de la revista Proceso, 21 de agosto de 2011 
Ernesto Fonseca, Don Neto, el interno más antiguo y el hombre más viejo en Almoloya, ofrece la imagen del hombre que se está yendo. Sus ojos opacos se parecen a la voz desganada. Le pido que conversemos. Me mira y no sé si me mira. Insisto y él me sigue mirando.
–No –articula.
El comandante Zamudio, que nos acompaña, lo toma del brazo y se retira con Don Neto, acusado de la tortura y muerte de Camarena, el agente de la DEA, y librado del cargo por narcotráfico.­
Más tarde me diría Rafael Caro Quintero, amigo de Don Neto desde siempre:
–Está mal. Busca en la mesa un vaso y encuentra una taza.
La hija de Don Neto, Ofelia, es una mujer plena de formas. Se dice tímida, se llama perseguida y se confiesa inocente.
–Cuando mi papá fue detenido estábamos de vacaciones de Semana Santa y nos hallábamos en Mazatlán. Nos acercamos a un abogado para ver qué podía hacer. Llegamos a México en su compañía. Mi hermana y yo estábamos embarazadas de siete y ocho meses.
“Los periodistas nos persiguieron en el Reclusorio Norte, donde estaba mi papá, como si fuéramos delincuentes. Nos hicieron preguntas que no dábamos cómo responder. ‘¿Sabías que estaba en el narcotráfico?’ ‘¿Y tú?’
“Con grabadoras y libretas nos acorralaron al grado de que estuvimos a punto de rodar por la escalera. En el tumulto nos golpeaban con sus cámaras.
“Nos alojamos en el hotel Krystal y allá nos seguían. Disponían de micrófonos y hacían guardia. Comíamos en la habitación para evadirlos, pero se hacían pasar por camareros. Había americanos de la CNN. Muchos.
“Teníamos que cuidarnos hasta para reservar los pasajes del avión. Ellos aparecían en el aeropuerto y compraban el boleto para sentarse cerca. Ya no se trataba de mi papá. Éramos nosotras.”
–¿Quiénes?
–Mis hermanas. No quiero decir los nombres.
–¿Y los policías?
–No hacían nada por defendernos. Eran como aliados de los periodistas en el juzgado, en el reclusorio, en todos lados.
–¿Qué me dices de tu papá?
–Cuando estaba libre casi no lo veía. Una o dos veces al año, en vacaciones.
–¿Por qué, Ofelia?
–Mi mamá se volvió a casar y él respetaba esa relación. Cuando fue detenido empecé a tener más contacto con él. Le decía, riendo: “Ahora no me puede decir que no está o que está ocupado o que no quiere atenderme”. Él me decía, riendo también: “Ahora puedes venir cuando quieras”.
–¿Cómo es tu papá?
–¿Para mí o para los demás?
–Da lo mismo. No todos los hijos quieren a sus padres.
–Es cierto. Yo quiero a mi padre. Habla poco y cuando lo hace me da consejos. No es cariñoso. Sus cariños son palmadas en la cabeza. Ahora que estoy aquí, la vez que lo vi fue un abrazo sin el menor cariño lo que me dio.
–¿Tú cómo eres?
–Muy cariñosa, sobre todo con mis hijas. Las abrazo, las beso, les digo que las quiero, que las extraño, que las necesito. Todo lo que no tuve, trato de dárselos.
–¿De qué manera soporta tu padre la cárcel?
–Dice que se mortificó mucho desde que me detuvieron aquí, que no lo podía creer. El consejo que me dio fue así: “Piensa que no existe más que esto. Tú no conoces nada más y si no conoces no puedes extrañar”. Yo le digo que lo único que necesito y extraño son mis hijas y mis hermanas. “Y las tienes”, me dice. “Hablas con ellas, las ves, vienen a verte”. Le digo que es insuficiente. Vuelve a decirme: “Piensa que no existe nada más. Si no, no vas a poder sobrevivir”.
–¿Qué es sobrevivir, Ofelia?
–Dímelo tú.
–Permanecer. ¿Te ha transformado la cárcel?
–Me ha transformado la cárcel.
–Cuéntame.
–Empecé a investigar lo que pude del narcotráfico. Supe que era venta y compra de droga. Pero lo peor fue saber que asesinaban gente. Eso me daba miedo. Me impactó. A raíz de eso me volví a acercar a mi mamá, de la que me había alejado por su segundo matrimonio.
“Cuando mi mamá se quedó viuda sé recargó en mí. Nos cambiamos de casa. Vendimos la casa, rentamos un departamento pequeño y luego compramos otra casa. No importaba dónde, sólo que cupiéramos todos.”
–¿Cuántos?
–Éramos siete hermanos. Quedamos seis. Uno de mis hermanos se mató en la carretera a los seis días que enterramos a mi mamá.
–¿Manejaba en sus cinco sentidos?
–Creo que tenía la depresión. Él venía con un muchacho como de su edad, 18 años. Se le perforaron los pulmones. A la doctora que lo atendió le dio miedo el caso. Lo mandó a Tepic. Murió en el camino. Yo estaba como perdida.
“La crisis estaba por todos lados. Una vez, regresando de Mazatlán con mis hijas y una amiga, nos paró la Federal de Caminos. Recuerdo que fue entre Jalisco y Nayarit. Eran como las diez de la noche. El comandante me revisó todo el carro y me hizo bajar las maletas. Mandó por una patrulla. Me hostigaron. Que de Fonseca qué era. Me preguntaron por mi hermano muerto. Me preguntaron por otras gentes. Todos eran mis familiares, pero yo no tenía por qué decir nada. Desde ese día no firmé más como Ofelia Fonseca N. Ahora firmo como Ofelia F. Núñez.”
–Oigo decir que eres una mujer independiente.
–Aislada, diría yo. No soporto mucho tiempo a la gente. Creo que soy claustrofóbica.
–¿Eras así?
–No tanto, pero influyó lo que yo llamo el recibimiento que me hicieron aquí.
–¿Cómo fue?
–Había dos mujeres oficiales. Una era del servicio médico. Desde que iba entrando vi a un interno en pants color gris, con un número aquí en el pecho, igual al que ahora traigo. Les decía a los señores de la FEADS que me traían, que llegaba para ver a mi padre. Que lo veía cada quince días.
–¿Qué es la FEADS?
–No sé exactamente. Lo que sé es que es una corporación antidrogas o algo así, similar a la DEA.
–¿Te llevaron al patio?
–No. El comandante que estaba allí se llamaba Alejandro Martínez Ramírez. El de la FEADS que me traía lo conocía. Conversaban y yo lo miré poquito. Cuando vio mi cabeza levantada, me dio un golpe. Dijo que de ahora en adelante no podía mirar, preguntar, levantar la cabeza. A un lado estaba un uniformado de beige. Me metieron a una como bodega.
“Ya me habían dado 4 o 5 empujones. Me esposaron, me aventaron contra la pared y vi que estaban grabando, filmando. Empezó a gritar lo que se oye en la tele que les dicen a los que llegan, que acababa de llegar al CEFERESO, que mi número era ése, que me desnudara. Yo tenía un perro de cada lado.”
–¿Te desnudaste públicamente?
–Eran casi puros hombres. Estaba una oficial gordota, muy fea, que ahora trabaja allá afuera. Había una doctora y como veinte o veinticinco hombres. Había un biombo chiquito, abierto por un lado. Me hicieron desnudar y hacer sentadillas. Después la doctora me revisó mis partes íntimas, me tocó el busto. Debía revisarme para saber si tenía cicatrices, el estado en que me recibía el reclusorio. Eso lo entendí. Todo lo demás, no. Me lo quitaron todo, hasta la ropa interior y me dieron un uniforme y unos zapatos que no me quedaron.
“Los perros ladraban, la gorda me gritaba, tenía que gritar ‘¡Sí señor!’. No oía. No entendía.”
–¿Oyes bien?
–Pudo ser de nervios. Me esposaron de nuevo y aventaron contra la pared y el comandante, jalándome de las esposas, me colocó en la raya que sirve para medir la estatura. Me lastimó y ahorita que usted me puso la mano ahí, siento que se me mueve la vena, que me duele.
“Me dejó como veinte minutos y luego me hicieron correr, esposada, con la cabeza agachada y ellos detrás de mí. Me sentaron en una silla a la que llegó un señor a cortarme el pelo con una maquinita. El comandante empujó la mano del de la maquinita y éste me dejó pelona de atrás.”
–¿Quedaste rapada?
–Sí, de atrás. Así aparezco en las fotos de aquí. Ayer cumplí un año. He bajado quince kilos.
–¿Por qué te detuvieron?
–El 26 de enero del 99 cumplí quince años de vivir con mi marido. Teníamos problemas y yo acudía con una sicóloga para ver si había manera de reconciliarnos. Lo invité a la terapia. La sicóloga me explicó que no iba a cambiar. Entonces le pedí que me ayudara a dejarlo, porque yo sola no podía.
–¿Lo querías?
–Sí.
–Por los quince años de vida juntos tenía semanas invitándome a Cancún. Primero me negué. Después creí que podríamos reconciliarnos sin necesidad de la doctora. Preparé el viaje con ilusión y con ayuda de mis hijas escogí la ropa de día, la de noche. Iba contenta.
“Llegamos un viernes. El sábado pasé íntegra la mañana en la alberca, sola. Por la tarde salí de compras y a él ya ni le pregunté a dónde había ido. Supe que no iba a cambiar, pero decidí disfrutar mis vacaciones.
“El plan para el domingo era ir a Xcaret, pero él me dijo que quería llevarme a Belice. De regreso a Cancún, yo iba medio dormida, sentí que detuvo bruscamente el carro para dar una vuelta y vi una caseta que decía ‘Migración’. No le di importancia.
“A los pocos minutos vi que aterrizaban dos aviones, uno arriba del otro. Tuve miedo. Sólo recuerdo que una avioneta aterrizó y unos individuos se metieron al carro, que era de cuatro puertas. Todo fue horrible. Llegaron helicópteros, soldados, gente uniformada. Mi marido decía que quería irse, pero no hacía nada. Me bajé y corrí por el monte. Me salió un animal que me asustó. Pensé que entre perder la vida ahí o seguir con mi marido, pues mejor con él. Volví al auto. Arrancamos, corrimos hasta que en una curva se derrapó y chocamos. Mi marido me jalaba de la mano. Corrimos al monte.
“Nos persiguieron. A mí me encontraron, la primera. Un oficial me jaló los pelos, me insultó, me golpeó y me encañonó. Le pedí que no me pegara. Me manoseó dos veces dizque para corroborar que no trajera armas.”
–¿Quién te hizo todo eso?
–El comandante de los que nos detuvieron. Me preguntó que si era pariente de Amado Carrillo. Yo en ese momento no recordé quién era. Luego me preguntó que qué era de mi padre y le dije que era su hija. Luego hallaron a mi marido y al piloto de la avioneta.
“Llegando a Seguridad Pública pedí hablar con el comandante. Le expliqué lo que había pasado. Me dijo que no podía hacer nada, que había que esperar a que llegaran las autoridades.
“Encerraron a mi esposo y al piloto en un celda, juntos. A mí me encerraron sola. Pedí el teléfono, pues sabía que tenía derecho a hacer una llamada. Me la negaron. Así pasamos toda la noche.
“Al día siguiente vi, parada en el excusado, cómo se llevaban a mi marido. Se me acercó un celador y me dijo que a mi marido le habían sacado las uñas, que lo habían torturado, que le habían dado toques y que estaba muy grave.
“Yo estaba sin comer, ni papel del baño ni agua me dieron. Al otro día me llevaron a mí. Me dijeron que mi marido estaba bien, que no le habían hecho nada. No les creí. Me exigieron que dijera lo que sabía y podría irme a mi casa. Me metieron en un cuartito en el que yo buscaba sangre, rastros de tortura que no hallé. Volvió el interrogatorio. Contesté todo y más. Empezaron a preguntarme por mi marido y yo a decir: ‘Pregúntenle a él.’
“Supe que era la Federal la que había hecho todo. Me pidieron una declaración y yo solicité la asistencia de mi abogado. Me señalaron a una persona diciendo que era abogado. Dijeron que tenía que ser con ése. Pedí ver a mi marido. Me llevaron con él. Estaba bien. No tenía nada. Le pregunté qué pasaba y me dijo que todo estaba bien.”
–¿Qué había hecho tu marido?
–Me enteré hasta que nos dieron el auto de formal prisión. No sé cuántos días habrían pasado, porque ampliaron el término. En la declaración, mi marido decía que en el 98 había ido a una discoteca en Guadalajara, que había visto a unas personas, que más tarde había estado en un café en Puebla. Dio el día, dio la hora. Que le habían dado 25,000 pesos para recoger a unas personas en Quintana Roo. Él dijo que yo no sabía nada.
–¿Lo acusaron de narco?
–Lo acusaron de lo mismo que a mí, con previo acuerdo para introducir cocaína en el país y dos delitos más; uno, aportación de recursos, alusión a los 25,000 pesos.
–¿Cuál fue tu delito?
Ofelia toca con las palabras el anhelo de tantos: Matar el pasado. “No sé”, dice. l

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