27 oct 2013

Sin perdón/Antonio Hernández-Gil,


 Sin perdón/Antonio Hernández-Gil, decano del Colegio de Abogados de Madrid.
 Publicado en ABC | 12 de febrero de 2013;

«Para mi, el perdón es un acto egoísta que hago para mí misma de modo que no tenga que vivir con el odio en mi corazón y pueda llenar ese lugar con alegría, amor y felicidad». Lo dice quien ha pasado diecisiete años de su vida en prisión, cinco de ellos en el corredor de la muerte, por un crimen no cometido.
En 1976, con una niña de diez meses y un niño de nueve años, Sonia (Sunny) Jacobs y su pareja, Jesse Tafero, acompañaban en una furgoneta a Walter Rhodes. Aparcados en un área de descanso de la Interestatal 95, en Broward, dos policías les ordenaron salir. Sunny dormía con sus hijos. La despertó el tiroteo. Murieron los dos policías. Rhodes, con restos de pólvora en sus manos, pactó con el fiscal una condena a cadena perpetua a cambio de culpabilizar a Tafero y Jacobs, condenados a muerte sin testigos. Sunny consiguió en 1981 que le conmutaran la pena de muerte por cadena perpetua. Para celebrarlo, los padres de Sunny, que tenían la custodia de sus nietos, viajaban a Las Vegas. Murieron al estrellarse el vuelo 759 de Pan Am. Separaron a los niños y los entregaron al sistema público de acogida familiar. Tafero fue a la silla eléctrica el 4 de mayo de 1990, en Florida. Tuvieron que interrumpir tres veces la ejecución porque, respirando todavía, salían humo y llamas de su cabeza. Para Sunny, «el mundo era un lugar que ya no conocía» del que habían desaparecido para siempre Jesse, sus padres, el cariño de sus hijos, el tiempo. Lentamente, sus abogados demostraron el perjurio de la reclusa que dijo haber oído a Sunny confesar el crimen y la ocultación de pruebas exculpatorias: el registro del detector de mentiras de Rhodes y cómo éste había reconocido a otro preso ser el único autor del asesinato. El propio fiscal acabó ofreciendo a Sonia Jacobs la libertad. Salió de la cárcel el 9 de octubre de 1992. Tenía 45 años. No hubo ninguna compensación económica. Llevaba puesto el anillo de boda de su madre, salvado del siniestro.
Sunny fue atropellada al poco de salir de la prisión y desde entonces está en silla de ruedas. El otoño pasado se ha casado en Nueva York con Peter Pringle, el último condenado a muerte en Irlanda, también injustamente. «Creo que es un regalo del universo por haber elegido ambos el camino de la paz y no el de la venganza o el castigo». Dos jóvenes autores, Jessica Blank y Erik Jensen, incluyeron su testimonio en Los exonerados. La obra se estrenó en Broadway en 2002 y aún puede verse en Londres. Han hecho de Sunny actrices como Susan Sarandon, Mia Farrow, Lynn Redgrave, Kathleen Turner o Brooke Shields. Sunny ha escrito la novela de su vida: Tiempo robado. Concede entrevistas y dice frases como la que encabeza este artículo. El mundo sigue rodando, capaz de digerir sus errores como si nada.
Pero no hace falta la insoportable frecuencia del error para advertir los dilemas éticos del lento y demasiado ciego mecanismo de la justicia. Sobre todo ante sanciones totales como la pena de muerte, la cadena perpetua, revisable o no, y el desahucio del pequeño hogar desordenado para siempre por las deudas: ¿Quién es el sujeto de la condena? ¿La joven que estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado, o la mujer que, desde su silla de ruedas, sonriendo, perdona la vida a quienes se la arruinaron? ¿Cuál sería la diferencia, hoy, de haber hecho Sunny lo que no hizo, estar despierta, sujetar el arma que alguien ponía en sus manos? Después de treinta años nadie es la misma persona. Para castigar lo que creemos que pasó le extirpamos al condenado sus posibles futuros, tal vez ya con alguna clase de existencia ligada a la potencialidad del embrión que somos en cada momento de nuestra vida. ¿Cómo infligir castigos de efectos ilimitados por una culpa finita? Cambiamos un hecho pretérito, desafortunado o atroz, por todo lo que a alguien le queda por delante, la muerte o la vida, incluida la posibilidad de la reinserción, el arrepentimiento y el olvido. Renunciamos al privilegio del perdón y a la honestidad de la duda.
La literatura amplía los límites de la experiencia y ayuda a formar criterio. Cervantes, en el capítulo de los galeotes encadenados, recuerda que «una de las partes de la prudencia es que lo que se puede hacer por bien no se haga por mal». Entre una ética de los medios y una dudosa ética de los fines, Don Quijote se inclina por la primera y, comprendiendo mejor la reacción inmediata para combatir el mal que la acción póstuma de la justicia, libera a los galeotes «porque me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres … allá se lo haya cada uno con su pecado; Dios hay en el cielo, que no se descuida de castigar al malo ni de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello». Con el paso del tiempo, cuando ya apenas queda nada que reparar, la pena bascula hacia el rito y la venganza. Igual sucede en A sangre fría de Truman Capote. No hubo error en el caso de aquellos dos psicópatas, Richard (Dick) Hickock y Perry Smith, que en 1959 viajaron seiscientos kilómetros para matar en Holcomb, Kansas, a los cuatro miembros de la familia Clutter, por 40 dólares o por nada. Ninguna simpatía. Sin embargo, condenados y ejecutados, su muerte pierde cualquier posible función restauradora o ejemplificante. Como le dice Dick a un periodista: «¿Qué se puede decir sobre la pena de muerte? Yo no estoy en contra. Se trata de una venganza, ¿y qué tiene de malo la venganza? Es muy importante. Si yo fuera familia de los Clutter no podría descansar en paz hasta ver a los responsables colgando de la horca». Capote escribe sin tomar partido, con la fría meticulosidad de sus criminales, pero nos deja como pórtico de su novela esta cita de La balada de los ahorcados, compuesta en el siglo XV por el poeta francés François Villon, él mismo torturado y condenado a muerte: «Hermanos que vivís después de nosotros, no nos miréis con el corazón endurecido,
porque si tenéis piedad de nosotros, pobres hombres, mayor será la misericordia de Dios con vosotros».
Walt Whitman combinaba las imágenes del poeta y del juez en el hombre equitativo, árbitro de lo diverso, que a la luz del sol que declina es capaz de ver la riqueza y complejidad interior de cada ciudadano, la eternidad en las mujeres y en los hombres, más que sueños o puntos. El juicio no puede abstraer las emociones, el infinito lado humano, de entre la suma de circunstancias que hacen real cada caso. Lo recuerda Martha C. Nussbaum en Justicia poética: para ser completamente racional, el juez, además de competencia técnica e imparcialidad, necesita educar su capacidad de humanidad. En su ausencia, se velará el amanecer del juicio democrático y las «interminables generaciones de prisioneros y esclavos» a que se refería Whitman, los siempre excluidos, «penarán a nuestro alrededor y será menor su esperanza de libertad». Conectar hoy el derecho a la piedad, o hablar de justicia poética, parecen ejercicios literarios. Sin embargo, precisamente en tiempos de un derecho abstracto y una política aritmética insuficientes para navegar entre tormentas, hay que reforzar la carga de humanidad en las leyes y en la justicia. Abrir solidariamente la puerta a la diversidad y a la compasión. También ahí llega la responsabilidad de los abogados con los brazos hundidos en el barro de la condición humana intentando moldear los conflictos y sortear la iniquidad. Sonia Jacobs lo sabe.

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