24 dic 2013

Cuento de Navidad


Cuento de Navidad/Manuel Castells
La Vanguardia |22 de diciembre d 2013
Patada en la puerta y adentro. Y allí estaba, en el piso vacío y gélido, junto con sus tres hijos. “Carmina, ocúpate de tu hermano”. Mientras la niña de sus ojos, catorce añitos recién cumplidos, calmaba al pequeñajo, su otro hermano ayudaba al padre en ordenar los pocos enseres rescatados del naufragio familiar. Todo era irreal, como un culebrón en la tele.
Pero era su vida. ¿Cómo podía ser él un okupa? Los okupas son jóvenes raros, no honestos trabajadores de toda la vida como él. Todo empezó cuando perdió el trabajo en la fabrica y se le agotó el paro. Y el drama llegó cuando su mujer le dejó para irse con el bigotes del principal segunda, después de que él empezara a beber, muerto de asco por la casa. No es que le rompiera el corazón, pero le hizo un agujero en el bolsillo porque para entonces, la paga de ella era el único dinero que entraba en el hogar. Como él se aferró a sus hijos, lo único que le quedaba en la vida, ella dejó de pagar la hipoteca a ver si entraba en razón. Nunca creyó ella que la cosa iría tan lejos.

Empezaron a llegar llamadas del banco y luego requerimientos judiciales que él no atendía porque no atendía a nada, excepto a sus niños. Ellos sí, salían limpitos y desayunados a la escuela y tenían cena caliente en la casa, porque la mujer le pasaba lo justo para que los niños no pasaran hambre, como tantos miles de niños en el país.
Un día llegó la orden de desahucio y detrás del papel la policía. Llamó a la mujer. No la encontró. Sacó cuatro cosas del piso en su desvencijado coche y fue a buscar a los niños a la escuela. No les explicó mucho. Tenían que cambiar de casa. Los niños se habían ido adaptando a cualquier cosa en los últimos meses. Y tenían cariño, el de un padre que los arrullaba, que les hablaba y que ya no bebía ni se enfurecía. Un padre dulce que tenía algo por lo que vivir.
Esa noche durmieron en el coche, apretándose entre ellos y sintiendo lo bien que se duerme juntos aun sin cama. Consiguió que Cipriano, el guardia de noche de su antigua fábrica, les dejara estar en el aparcamiento de la empresa. “Pero sólo una noche, ¿eh? Que yo también me juego el puesto…”. Cuando amaneció fueron a una gasolinera, tomaron café con leche caliente y compraron una barra de pan para acompañarlo. Luego fueron al servicio a hacer un lavado de gato. Y se sentaron contemplando la claridad de un día de invierno que se presentía frío.
Y así se acordó de que le habían contado sobre muchos pisos vacíos en el barrio, una gota en el océano de un millón de pisos vacíos en todo el país. Y que mucha gente, gente normal, familias enteras, no sólo inmigrantes o jóvenes, los estaban ocupando. Familias que habían perdido su casa, más de quinientas al día según le contaban, y que no tenían donde ir ni dinero para pagar un alquiler. ¿Por qué no hacer como ellos? No había derecho a que los bancos los sacaran de su casa dejando el piso vacío y además persiguiéndolos el resto de su vida hasta que pagaran la deuda. No todos los bancos hacían igual, pero el suyo sí. Y las medidas del Gobierno para paliar el clamor social sólo ayudaban a una pequeña minoría. Y no a él.
De modo que allí estaba iniciando su vida de okupa. Instaló una bombona de butano para cocinar y un quinqué para alumbrarse. Consiguió unos colchones y unos pocos muebles.
Encontró algún trabajito ocasional, ofreciendo sus servicios de electricista o desembozando lavabos o lo que se terciara. Se congeniaron con vecinos del inmueble que les ayudaron porque sabían que ellos eran buenas personas. Y los niños siempre ayudan. Los niños continuaron en la escuela. Poco a poco la vida renació. Pero eso sí, él se juró que nunca más lo echarían de su casa. Y esta ahora era su casa.
Un día llamaron a la puerta. Se acercaba la Nochebuena. Había buscado ramas de arboles y había compuesto un decorado navideño para alegrar a los niños cuando volvieran de la escuela. Se gastó lo poco que tenía en un regalito sencillo, algo que sabía que les gustaría. Y con sus manos y una madera sobrante incluso hizo un pesebre.
Estaba preparando hamburguesas con patatas fritas. La llamada lo heló. Era la misma llamada. Sabía que estaban limpiando el barrio de okupas para que la nueva ley se aplicara de manera ordenada. Pero él ya no esperaba nada. Hizo lo que había pensado muchas veces. No se suicidaría como tantos otros. Buscó rápidamente la escopeta de caza que se había traído para defender a sus hijos contra los peligros de la vida en la calle. Abrió la puerta y les dijo que se fueran. Huyeron despavoridos. Volvieron poco después amenazantes. No se lo pensó dos veces. Disparó. Y salió corriendo.
Lo cazaron en la calle. Muertos de miedo los agentes del orden le dispararon varias veces por si acaso. La gente que se había arremolinado en torno al edificio, muchos de ellos okupas también, quedaron petrificados de horror. Luego, todos a una, se abalanzaron sobre los policías. Los agentes del orden no lo esperaban, alguno disparó al aire, otro disparó al bulto. Demasiado tarde. Envueltos en sangre los vecinos los derribaron y los golpearon con saña. Llegó más policía. Más disparos. Alguien incendió un coche. Muchos otros incendiaron un banco.
Twitter se encendió. Trending topic. Imágenes de móviles se propagaron. Miles más, en toda la ciudad, desahogaron la rabia contenida. La comisión de facilitación del 15-M se interpuso recomendando calma y recibieron una paliza. Un humo espeso ennegreció el cielo, el olor dulzón de la sangre se mezcló al tufo de chamuscado, mientras el torbellino de violencia iba arrasando lo que quedaba de vida en común.


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