10 ago 2014

Cinco minutos para morir (en Gaza): TÉMORIS GRECKO

Cinco minutos para morir/TÉMORIS GRECKO
Revista Proceso # 1971, 9 de agosto de 2014
Suena el teléfono en la casa de un palestino. Cuando el habitante de la misma responde, un soldado israelí le comunica que tiene cinco minutos para desalojarla. No es una baladronada. En cinco minutos ese lugar será destruido, quirúrgicamente, por un proyectil teledirigido. Este hecho se repitió una y otra vez a partir del 8 de julio en numerosas viviendas de la Franja de Gaza, y por esas acciones el ejército de Israel se llama “el más humanitario del mundo”. No obstante, ese “humanitarismo militar” no frenó la destrucción, en 30 días, de Gaza, con saldo de casi 2 mil muertos, 10 mil heridos, 5 mil casas demolidas y 560 mil desplazados.
GAZA, PALESTINA.- El viernes 1, los habitantes de Khuzaa aprovecharon la tregua temporal que anunció el gobierno de Tel Aviv para regresar a sus hogares. Cuando se encontraban a orillas del pueblo, vislumbraron que la destrucción había sido masiva.
El pueblo –en el sur de la Franja de Gaza, a 500 metros de la frontera con Israel– fue de los primeros en sufrir los ataques de la artillería y la aviación israelíes el 13 de julio, en el inicio de la operación Escudo Protector; luego, el 17 de julio, las tropas ocuparon sus calles y casas. Estuvieron ahí dos semanas. Lo desocuparon la noche del 30 de julio. Ello abrió la puerta para el regreso de los habitantes.

 Debido a que los soldados destruyeron una parte de la carretera que conduce a Khuzaa, los vehículos no pudieron entrar. Se quedaron a casi un kilómetro. Fue necesario caminar bajo un sol inhumano para llegar al pueblo.
 Conforme los habitantes se acercaban percibieron poco a poco el tamaño de la destrucción: No había un inmueble ileso. Muchos estaban en tal ruina que no podía reconocerse qué tipo de construcción habían sido. Un árbol se mezclaba con columnas desnudas que parecían imitarlo, alzándose por encima de montones de escombros. Y debajo de éstos, cadáveres. No hacían falta perros entrenados para detectarlos: El hedor delataba su presencia.
 Unos 20 jóvenes se afanaban por escarbar en un montículo de arena, en cuyo borde superior se asomaba, llantas para arriba, la mitad de un pequeño carromato de madera. Buscaban el cuerpo del conductor, que yacía sepultado por la explosión de una bomba. Unos metros más allá otros buscaba más cadáveres entre las piedras de un edificio; algunos más usaban mantas como camillas para trasladar cuerpos horriblemente quemados.
 Por aquí y por allá se podían ver entre los escombros miembros humanos: una mano, un brazo, una pierna… muchos todavía pegados, aparentemente, a un cuerpo escondido; otros no. Casi todos mostraban las huellas del fuego de lo que debió ser un bombardeo alucinante.
 El hedor de la muerte
 A falta de mejor transporte, pequeños carromatos tirados por burros servían de plataforma para apilar los despojos: largas figuras envueltas en tapetes. Los hombres hacían su trabajo con hipnótica fortaleza, como si no pensaran en el sentido de sus movimientos, automatizándolos para proteger el corazón. En medio de la tragedia, la urgencia de limpiar para reconstruir cancelaba el tiempo de lamentarla.
 Del interior de una casa casi al final del pueblo emanaba un hedor que hacía estremecer a los vecinos. Era el hedor de la muerte concentrada. En el baño de la vivienda –estrecho, diminuto– había varios cadáveres apilados. “Estaban como derretidos, unos encima de otros”, describe Abu Shaar, palestino de 25 años. Los vecinos no los pudieron reconocer; ni siquiera pudieron contar con precisión cuántos eran. Entre seis y ocho, calcularon. La carne de sus cuerpos no la destruyó el fuego de las bombas, sino ráfagas de balas y la acción del calor, los insectos y las bacterias durante los 10 o 20 días que estuvieron abandonados.
 Cuando el reportero llegó a la casa los vecinos acababan de llevarse los cuerpos. Pudo, sin embargo, recorrer los cuartos: una cocina, una sala, una recámara y el diminuto baño. En el piso de cada uno de ellos había charcos de sangre vieja y las paredes estaban rociadas de impactos de bala y manchas de sangre; eran líneas continuas, como cuando se dispara un fusil automático con el movimiento de quien riega el jardín. Las armas eran tan potentes que los proyectiles atravesaron los cuerpos y puntearon la pared. Decenas de casquillos regados por la casa quedaron como pista. Esbeltos, alargados, en su parte inferior tenían grabadas las letras mayúsculas IMI, como los que produce la empresa Israeli Military Industries, proveedora del ejército israelí y fabricante de la famosa subametralladora Uzi.
 En el pequeño jardín de la casa esperaba su propietario: Mohammad Abu al Sharif. Había retornado a ella tras haber sacado a su mujer y cuatro hijas de ahí para salvarlas de los primeros bombardeos, el 13 de julio. Dijo que no podría decir si alguno de los cadáveres correspondía a alguno de los nueve miembros de su familia que dejó ahí, entre quienes no aclaró si había combatientes.
 En ese periodo las circunstancias cambiaron. Ocupados en la búsqueda de vecinos muertos, los pobladores no tenían manera de saber que el cese el fuego se había roto. Lo descubrieron cuando los empezaron a matar. Se escuchaban disparos de tanque cada vez más cerca y los jóvenes ya no llevaban cadáveres podridos y calcinados, sino los de hombres recién asesinados.
 Intentaron colocar a uno de ellos en un carrito de madera, pero en el último momento se arrepintieron y casi tiran el cuerpo al suelo. Una inspección cercana reveló el motivo: en la plataforma aún había sangre y pedazos de carne de una remesa anterior, y en ellos se alimentaba una enloquecida tropa de gusanos, gordos y activos como si celebraran una fiesta.
 De la vida a la tumba
 El doctor Nasr Abu Shufka se ha tranquilizado un poco. Es difícil entender cómo lo consigue. Tres periodistas se han escurrido hasta la pequeña sala de su departamento, de unos 50 metros cuadrados, en un edificio sin lujos ubicado en el barrio gazatí de Jalabiya.
 El inmueble está semidestruido: por la recámara entraron dos cohetes que disparó un dron. Como era mediodía, nadie estaba en ella. Los proyectiles continuaron su camino a través de la pared y una puerta. En su trayectoria impactaron a Jemal, hermano de Nasr, y a Abdel Jheel, su primo, e hicieron pedazos sus cuerpos. Los dos tenían 38 años. Es el 30 de julio y los hijos de ambos recogen pedazos de carne de sus padres que quedaron pegados a las paredes de color crema. Arrojan una manta al piso para cubrir la sección donde se ha encharcado la mayor parte de la sangre. Pero las manchas abundan.
 “Si peleas con alguien, pelea con los militares”, pide Nasr, sujetando su camisa de color azul.
 No se explica el asesinato de Jemal y Abdel porque ninguno en la familia es militante de Hamas ni de alguna de las facciones en guerra con los israelíes. Admite que todos ellos fueron activistas en su juventud, pero de la Organización para la Liberación de Palestina, a la cual el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, considera interlocutor válido; son los palestinos “buenos”.
 “No es de soldados pelear contra un niño o una mujer –reclama–. Si no respetan a los civiles, están pidiendo que regrese la época de los atentados suicidas.”
 Hace media hora, recuerda, su hermano estaba vivo, en este mismo sitio. Se equivoca ligeramente. Fue tal vez una hora. Si la tradición islámica prescribe enterrar los cadáveres antes de 24 horas, los gazatíes son desconcertantemente veloces.
 Este caso es un ejemplo: Tras el asesinato de Jemal y Abdel alguien llamó a la ambulancia, los paramédicos recogieron los cuerpos, los llevaron a la morgue del hospital Kemal Aduan, ahí pasaron sólo unos minutos antes de que los devolvieran a los parientes, quienes de inmediato se trasladaron al cementerio donde la inmensa familia y los vecinos, todavía consternados por la noticia, esperaban entre llanto y gritos. Las fosas ya estaban abiertas. Una ceremonia breve, con algunas palabras, y la tierra empezó a caer en la tumba. Ni 60 minutos.
 Avisos “humanitarios”
 Israel declaró objetivo militar a todo lo que sepa sospeche o adivine que en algún momento pasado, presente o futuro haya significado o pudiera significar una amenaza contra sus tropas.
 El blog del ejército israelí difundió infografías, que después fueron reproducidas miles de veces en redes sociales, en las que aparecen dibujos de casas civiles, escuelas y hospitales con depósitos subterráneos de armas, accesos a túneles o escondites para milicianos. No hace falta demostrar nada: la sentencia es automática y firme desde el momento en que alguien marcó el objetivo en un mapa con base en lo que contó algún informante a cambio de dinero. Con frecuencia basta con que alguien considerado enemigo viva o haya vivido ahí y a veces ni siquiera hace falta eso.
 En Maghazi, un antiguo campo de refugiados que con el paso del tiempo adquirió una sólida infraestructura urbana, Abed Rabow Abu Mandil, un sesentón de abaya blanca cuyo carácter dominante revela su larga carrera como maestro de secundaria, tiene a todos los hombres de su familia en movimiento para aprovechar las siete horas del cese al fuego de este lunes 4, y rescatar lo que se pueda en las ruinas de su casa de cuatro plantas, en la que habitaban 16 personas.
 Dos semanas atrás, a las 5:30 de la mañana, un telefonista del ejército israelí llamó y en perfecto árabe le dio cinco minutos para sacar a los suyos, porque iban a destruir el edificio. Abu Mandil preguntó por qué y el telefonista le dijo que su hijo era militante del grupo Yijad Islámica. Fue inútil que asegurara que era falso y explicara que, además, el joven ni siquiera vivía ahí con él. Tampoco sirvió pedir tiempo para sacar sus cosas: apenas había salido el último miembro de su familia cuando un cohete destruyó una habitación. Y luego no pasó nada.
 Asumieron que eso era todo y los daños parecían reparables. A mediodía todos salieron a la mezquita para darle gracias a Dios. Entonces un F-16 arrojó sobre su casa cinco cohetes y dos bombas de media tonelada. Aunque la intervención divina no sirvió para proteger sus bienes, Abu Mandil califica de milagro que nadie haya muerto. Pero se quedó sin hogar y todavía debe 250 mil dólares de la hipoteca.
 “Siempre he pensado que uno tiene que estar listo para empezar de nuevo –reflexiona–. Pero esto no es empezar de nuevo, empiezo con una enorme deuda… y tengo 63 años.”
 Víctimas innecesarias
 El ejército israelí insiste en presentarse como “el más humanitario del mundo”. En respuesta al señalamiento de que atacar a personas e infraestructura civiles es un crimen de guerra, asegura que hace lo posible por reducir el número de bajas avisando antes de un bombardeo. Militares llaman por teléfono a los habitantes de una casa o, si no los encuentran, se comunican con algún vecino y le ordenan correr a avisar porque sólo tendrán minutos para salir.
 Otra técnica de aviso se denomina “toque en la azotea”, eufemismo para un ataque limitado con un cohete que golpea en el techo y sin duda matará a todos los que se hallen arriba. Pero como esto suele ocurrir cuando la gente duerme, a veces no hay nadie y sólo se despierta a los adultos y los niños con un sordo rugido inmenso que sacude la casa, rompe las ventanas, tira las estanterías y el yeso. Es la forma de decir “váyanse”… El misil viene después.
 La BBC captó en un video el momento en que uno de estos misiles golpea el edificio Shorouk, de unas 15 plantas y sede de medios de comunicación de varios países, así como de la televisora de Hamas. El pesado proyectil provoca una explosión relativamente menor cuando golpea por arriba. Pero es sólo para abrirse paso: de esa forma penetra dentro de la estructura y estalla cuando ha llegado al corazón, desde donde emergen olas de fuego que barren todo.
 Este tipo de misil deja las construcciones en pie, pero desnudas: las paredes y todo lo que había entre ellas son quemados y expulsados con un poderoso soplo ígneo. Sólo quedan los pilares y los pisos sólidos.
 Otras bombas, en cambio, están diseñadas para provocar la demolición del objetivo. Como la que cayó el lunes 4 en el barrio de Al Shati, cerca de la playa, en Gaza.
 Ese día los pobladores estaban optimistas. A las 10 de la mañana dio inicio el alto el fuego que antecede a lo que ya se anticipaba como una tregua de tres días que podía derivar en el fin de la guerra. Los vecinos aseguran, sin embargo, que los aviones F-16 pasaron a las 10:05 horas y provocaron algunas de las últimas, innecesarias víctimas, sin aviso alguno; entre ellas una niña de ocho años.
 Rescatistas sacaron a cuatro personas de entre los escombros. Estiman que bajo sus pies hay otros 25 miembros de una misma familia extendida (desde los bisabuelos hasta los bisnietos). Casi todos estaban en el primer piso del edificio. A las 18:00 horas seguían esforzándose en romper lo que fue el techo del cuarto nivel. No utilizaron maquinaria pesada porque sólo se podía acceder al edificio a través de un callejón estrecho, así que todo lo rompieron a taladro y mazazos, y lo sacaron piedra a piedra.
 En un punto de la plancha de cemento perforaron un hoyo para llegar a una sobreviviente: una bebé de ocho meses. Dormía en una cuna metálica y creían que ello la ayudó a resistir el bombardeo. Tenían fe en encontrarla; era una fe a la que necesitaba aferrarse. Sin embargo, nunca consiguieron llegar hasta ella.
 Dos días después –miércoles 6–, cuando la tregua parecía consolidarse y conducir, efectivamente, a una más duradera, Netanyahu dijo “lamentar la muerte de cada civil” y aseguró que ante los ataques de los cohetes de Hamas, la intensidad del bombardeo fue “una respuesta necesaria” que “estuvo justificada” y “fue proporcional”.
 Con actualizaciones varias veces al día, su gobierno difundió dos estadísticas paralelas: la de los cohetes lanzados por las facciones palestinas y la de los ataques aéreos israelíes contra “objetivos terroristas”: 3 mil 360 y 4 mil 762, respectivamente.
 Visto así, el adjetivo proporcional apenas parece exagerado. Pero compara cosas incomparables: los cohetes son artefactos rudimentarios que en su mayoría caen en lugares deshabitados o son interceptados por el sofisticado sistema antimisiles israelí Domo de Hierro. Dos personas –un trabajador tailandés y un israelí– murieron por su causa, a los que se sumó a otro civil que pereció cerca de la franja por fuego de mortero. Además, 64 soldados israelíes cayeron en combate.
 En cambio, los golpes de los jets, la artillería, la marina, los tanques y los drones israelíes devastaron Gaza en 30 días, golpeando no sólo objetivos militares, sino también económicos y civiles. Todavía hay muchos cuerpos atrapados entre los escombros. Hasta el jueves 7 el saldo era de mil 868 muertos (de ellos 426 niños y 246 mujeres), 9 mil 653 heridos (incluidos 2 mil 877 niños y mil 853 mujeres; 5 mil 510 casas demolidas y 30 mil 920 dañadas, 188 escuelas y 24 instalaciones médicas afectadas, y nada menos que 560 mil personas desplazadas: casi uno de cada tres gazatíes.
 Navi Pillay, alta comisionada de la ONU para los derechos humanos, calificó de crímenes de guerra los ataques tanto del ejército israelí como los que realizó Hamas desde zonas civiles. La autoridad palestina busca la forma de acusar de ello a Israel ante la Corte Penal Internacional. Los analistas consideran casi imposible que prospere su demanda. Crímenes como los cometidos en la casa del pueblo de Khuzaa –donde los asesinos apilaron los cuerpos en el baño– quedarían impunes, a pesar de las evidencias.


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