16 nov 2014

La masacre de los jesuitas y las pistas falsas que llegaron al Vaticano

Vatican Insider, 11/16/2014
La masacre de los jesuitas y las pistas falsas que llegaron al Vaticano
   GIANNI VALENTE
CIUDAD DEL VATICANO
 Hace 25 años, la noche del 16 de noviembre, cuando en San Salvador los soldados del batallón anti-insurgencia Atlácatl masacraron a 6 jesuitas de la Universidad Centroamericana (UCA), a una cocinera y a su hija quinceañera, en Europa se estaba festejando la caída del Muro de Berlín,de diez días antes. El grupo, entrenado en los Estados Unidos y que ejecutó materialmente la masacre, fue enviado a eliminar a los jesuitas porque eran «terroristas delincuentes» y sembró diversas falsas pistas (desde las armas utilizadas hasta pintas de reivindicación en los muros) para culpar de la responsabilidad a los guerrilleros del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN). Durante los siguientes años (con base en las investigaciones, en las confesiones y en el Informe de la Comisión Especial de la ONU sobre las masacres en El Salvador, publicado en 1993) fueron surgiendo las responsabilidades de los autores intelectuales (vinculados con la cúpula del ejército salvadoreño) y algunos detalles sobre las coberturas y pistas falsas que existían para despistar las averiguaciones. Entre estas también figuraba la maniobra que pusieron en marcha algunos sectores de la Iglesia salvadoreña para desviar la atención del Vaticano. Un caso revelador para comprender el ambiente eclesial de la época, y no solo.

El principal protagonista de la operación fue Romero Tovar Astorga, entonces obispo de Zacatecoluca y Presidente de la Conferencia Episcopal de El Salvador. A un mes de la tragedia de la UCA, el eclesiástico viajó de su país a Roma con el objetivo de convencer a la Santa Sede de que los marxistas del FMLN habían asesinado al rector Ignacio Ellacuría, a otros cinco jesuitas y a las pobres Elba y Celina. Llevaba consigo un expediente, con todo y fotos y documentos, a la manera del formato de los servicios secretos. Las imágenes representaban sobre todo a jóvenes salvadoreños armados, que fueron presentados como víctimas del plagio de los guerrilleros.
La «misión» del obispo salvadoreño fue narrada sin reticencias por él mismo en una entrevista pública con la revista italiana 30Giorni (publicada en enero de 1990). «Desgraciadamente», explicaba el mismo Tovar Astorga, «la desinformación pesa mucho más que la información. Por esta razón vine al Vaticano, para que la Santa Sede sepa lo que estaba sucediendo verdaderamente en El Salvador».
El único argumento que el obispo expuso como elemento definitivo para convencer a sus interlocutores en el Vaticano de la responsabilidad de la guerrilla en la masacre fue el esquema lógico del «cui podrest»: «Puesto que no conozco a los autores intelectuales de este delito», explicó con determinación el presidente de los obispos salvadoreños, «creo que hay que recurrir al sentido común. ¿A quién ha dañado el asesinato de los jesuitas? ¿Al FMLN o al gobierno? Está claro que dañó al gobierno. Por el contrario, fue una victoria política para el FMLN, dado que en el extranjero se acusa de este delito al gobierno, a los militares. Pero en El Salvador nos preguntamos: si este hecho solo ha provocado daños al gobierno y provecho al FMLN, ¿quién pudo ser el autor?».
Las demás argumentaciones se presentaban como deducciones en forma de silogismos, aderezadas con consideraciones sobre los vicios y los delitos del comunismo internacional. Según Tovar Astorga, Ellacuría y sus hermanos, atacados por los sectores de la ultra-derecha oligárquica como simpatizantes de la guerrilla (pocos días antes de la masacre una radio relacionada con el gobierno había pedido explícitamente la muerte del rector), en realidad habían sido asesinados por los marxistas, porque Ellacuría había aceptado dialogar con el presidente Arturo Cristiani, con la intención de agilizar el frágil proceso para salir de la guerra civil. «En la URSS, Cuba y Nicaragua», añadía el obispo con comparaciones, en su opinión, clarividentes, «siempre ha habido purgas en los partidos comunistas. Cuando una persona deja de ser útil a la ideología marxista, es aniquilada. Forma absolutamente parte de los métodos de la práctica comunista: aniquilar a quienes ya no sirven».
El caso de la «misión» del obispo Tovar Astorga representa el «modus operandi» con el que los círculos eclesiásticos se ocuparon y condicionaron durante mucho tiempo las relaciones entre la Santa Sede y el catolicismo latinoamericano. Entre juegos de grupúsculos y complicidades creadas con base en afinidades ideológicas. Una mezcla que, a veces, opacó la mirada con la que en esos años el Vaticano veía las convulsiones y tragedias de América Latina. «Si en la Europa oriental el perseguidor es normalmente un ateo, el drama de América Latina es que el opresor es un hermano cristiano», dijo en una entrevista publicada también en la revista 30Giorni en la primavera de 1993 el Prepósito general de los jesuitas Peter-Hans Kolvenbach para explicar el vertiginoso significado del martirio que sufrieron sus hermanos asesinados en El Salvador.

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