El cuadro sobrecogedor de Peter Brueghel el Viejo La parábola de los ciegos es una metáfora de la sucesión de errores en las políticas occidentales desde el 11-M. El ciego que sirve de guía, para nuestro caso George Bush Jr., se hundió en un pantano, más que en un agujero, y tras él fueron cayendo sucesivamente las estrategias de uno u otro signo. Unos, por seguir la estela de la cruzada antiislámica; otros, inhibiéndose o apostando por una imagen idílica del islamismo, envuelta en ceremonias y retórica: la Alianza de Civilizaciones. Sin que faltasen aquellos intelectuales que en nombre de un bienintencionado rechazo de la islamofobia adoptaban la política del avestruz, negándose a ver la realidad, por aquello de que el terrorismo no podía tener que ver con ideas del siglo VII o que era una simple respuesta al imperialismo occidental.
Un paso más, y en nombre de que to er mundo e güeno, se proclamaba hace 10 años que todas las doctrinas llevaban a la concordia. En un solemne acto de este tipo (Barcelona 2004), la ilusión hubiera debido disiparse cuando como broche de las conferencias fue interpretado el espiritual negro sobre Josué: tras derribar las murallas, Josué no sembró paz, sino la muerte de todos los habitantes de Jericó. Ahora, tal como van las cosas, se pasa a diluir la realidad en sentido inverso, intentando probar que toda religión comporta la violencia: budismo y judaísmo, islam y cristianismo. Otra ceguera voluntaria. La argumentación es especiosa, pues en el islam las llamadas a la fraternidad se refieren siempre a los creyentes, mientras a los no-creyentes les está reservada la lucha a muerte. Las cosas quedan claras en contra de la propuesta interpretativa: no existe ambigüedad alguna entre violencia y no violencia; a cada cual, lo suyo. Nada de eso hay en el budismo o en los Evangelios.
Ahora bien, ¿por qué las viejas y las nuevas cortinas de humo? Tal vez porque entra en juego el ansia de consolación, que evocara Umberto Eco: no es grato afrontar una situación como la actual, con un agresor bien definido, omnipresente e ilocalizable, sustentado en una sólida base doctrinal, que nos amenaza por causa de nuestra identidad cultural y/o religiosa. La indeterminación tranquiliza. Pensemos en especialistas que hace dos años, ante el atentado de Manhattan, no querían ver que era una incipiente aplicación del patrón trazado para los lobos solitarios por el alqaedista Setmarian. Ahora lógicamente le recuperan para explicar lo sucedido.
Se ha perdido más de una década, desaprovechando la lección que diera Bush como gran organizador de desastres, cuando aunó el crimen contra la humanidad, causante de tantos miles de muertos desde su engaño a la ONU, con la supina estupidez de destruir un Estado sin tener recambio alguno. Amen de desconocer que estaba abocado al fracaso el establecimiento de instituciones representativas en un avispero religioso como el de Irak, con un islam habituado al autoritarismo. Tampoco anduvo muy fino Obama al irse sin más del país, ignorando qué podía suceder luego y siendo desbordado finalmente por la repentina expansión del ISIS. Los islamólogos ni se enteraron. La historia se repitió más tarde en Libia, con el resultado conocido. A fin de cuentas, Afganistán es el mal menor, y no por azar, sino por haber pactado previamente con los poderes tribales. Parece repetirse una y otra vez la historia del Gobierno de Jimmy Carter, cuyo embajador en Teherán le contaba que Jomeini era como Gandhi. Parábola de los ciegos una vez más.
Frente a ello, la instalación del Estado Islámico ha sido un paso decisivo para hacer de la yihad protagonista de esa singular guerra mundial declarada a Occidente. La sustentan los llamamientos del Corán para lograr mediante la lucha que en todo el mundo impere la verdadera fe (versículos 8.39 y 2.193). Por eso en la mente de todo musulmán radical, la imagen del Estado Islámico de Al-Bagdadí desempeña un papel similar al del Estado soviético después de la Revolución de Octubre: lo que era un sueño inalcanzable es ahora realidad. De ahí que el califato de Raqqa, su capital en Siria, no dudase en difundir una imagen precisa de su funcionamiento, aplicando con todo rigor las reglas de la sharía, según describen reportajes por ellos auspiciados sobre el Estado Islámico.
Es un orden social perfecto, tal y como fuera sistematizado hacia 1300 por Ibn Taymiyya, reconocido por los ortodoxos sunníes —entre ellos Bin Laden— como El Jeque del Islam, sobre el Corán y los hadiths. La sharía determina la acción de gobierno y establece una absoluta regulación de las costumbres, garantizada por una policía a quien compete asegurar que en Raqqa “se promueve lo mandado y se impide lo prohibido” por Alá. Nada escapa a su vigilancia, ni un niqab algo corto, ni quien infringe el Ramadán. Es un modelo acabado de totalitarismo, homólogo del que describe para los meses de gestión yihadista en Malí el cineasta Abderrahman Sissako en Tombuctú. Los derechos individuales no existen, y eso puede repugnar a nuestra sensibilidad; ejemplos, la crucifixión de un delincuente (más bien cristiano) en Raqqa, mostrada en los documentales, o la voladura de mezquitas shiíes. Solo que a los ojos de musulmanes radicales, tales escenas, en vez de antídotos, constituyen otros tantos alicientes para apuntarse
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