Audiencia
del Papa: texto completo de la catequesis del 24 de febrero
- En la audiencia de esta semana, el Santo Padre recuerda que la misericordia divina es más fuerte que el pecado de los hombres
Publicamos
a continuación la catequesis del Santo Padre durante la audiencia general de
este miércoles 23 de febrero de 2016..
Queridos
hermanos y hermanas, buenos días.
Proseguimos
las catequesis sobre la misericordia en la Sagrada Escritura. En distintos
pasos se habla de los poderosos, de los reyes, de los hombres que están “en lo
alto”, y también de su arrogancia y de sus abusos. La riqueza y el poder son
realidades que pueden ser buenas y útiles para el bien común, si se ponen al
servicio de los pobres y de todos, con justicia y caridad. Pero cuando, como
demasiado a menudo sucede, son vividas como privilegio, con egoísmo y
prepotencia, se transforman en instrumento de corrupción y muerte. Es lo que
sucede en el episodio de la viña de Nabot, descrito en el primer libro de los
Reyes, en el capítulo 21, sobre el que hoy nos detenemos.
En
este texto se cuenta que el rey de Israel, Acab, quiere comprar la viña de un
hombre de nombre Nabot, porque esta viña confina con el palacio real. La
propuesta parece legítima, incluso generosa, pero en Israel las propiedades
terrenales eran consideradas inalienables. De hecho, el libro del Levítico
escribe: “La tierra no podrá venderse definitivamente, porque la tierra es mía,
y ustedes son para mí como extranjeros y huéspedes” (Lv 25,23). La tierra es
sagrada, porque es un don del Señor, que como tal es cuidada y conservada, en
cuanto signo de la bendición divina que pasa de generación en generación y es
garantía de dignidad para todos. Se comprende entonces la respuesta negativa de
Nabot al rey: “¡El Señor me libre de cederte la herencia de mis padres!” (1 Re
21,3).
El
rey Acab reacciona a este rechazo con amargura e indignación. Se siente
ofendido, él es el rey, el poderoso, se siente disminuido en su autoridad de
soberano, y frustrado en la posibilidad de satisfacer su deseo de posesión.
Viéndolo tan abatido, su mujer Jezabel, una reina pagana que había incrementado
los cultos de idolatría y hacía matar a los profetas del Señor, no era fea, era
mala, decide intervenir.
Las
palabras con las que se dirige al rey son muy significativas, escuchad la
maldad que hay detrás de esta mujer. “¿Así ejerces tú la realeza sobre Israel?
¡Levántate, come y alégrate! ¡Yo te daré la viña de Nabot, el israelita!” (v.
7). Ella pone el acento sobre el prestigio y el poder del rey, que, según su
modo de ver, está siendo cuestionado por el rechazo de Nabot. Un poder que ella
sin embargo considera absoluto, y por el cual cualquier deseo del rey, el
poderoso, se convierte en una orden.
El
gran san Ambrosio ha escrito un pequeño libro sobre este episodio, se llama
Nabot. Será bueno leerlo en este tiempo de Cuaresma. Muy bonito y muy concreto.
Jesús,
recordando estas cosas, nos dice: “Ustedes saben que los jefes de las naciones
dominan sobre ellas y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre
ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se
haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero que se haga su
esclavo” (Mt 20,25-27). Si se pierde la dimensión del servicio, el poder se
transforma en arrogancia y se convierte en dominio y opresión. Es precisamente
esto lo que sucede en el episodio de la viña de Nabot. Jezabel, la reina sin
escrúpulos, decide eliminar a Nabot y lleva a cabo su plan. Usa las apariencias
engañosas de una legalidad perversa: envía, en nombre del rey, cartas a los
ancianos y a los notables de la ciudad ordenando que falsos testigos acusen
públicamente a Nabot de haber maldecido a Dios y al rey, un crimen castigado
con la muerte. Así termina la historia, muerto Nabot, el rey puede adueñarse de
su viña.
Esta
no es una historia de otros tiempos ¿eh? Es también una historia de hoy, de los
poderosos que para tener más dinero explotan a los pobres, explotan a la gente.
Es la historia de la trata de personas, del trabajo esclavo, de la pobre gente
que trabaja en negro y con el mínimo para enriquecer a los poderosos. Es la
historia de los políticos corruptos que quieren más y más y más. Por esto decía
que nos hará bien leer ese libro de san Ambrosio sobre Nabot, porque es un
libro de actualidad.
Es
aquí donde lleva el ejercicio de la autoridad sin respeto por la vida, sin
justicia, sin misericordia. Y esto es a lo que lleva la sed de poder: se
convierte en avaricia que quiere poseer todo. Un texto del profeta Isaías es
particularmente iluminante al respecto. En él, el Señor advierte sobre la
avaricia de los ricos latifundistas que quieren poseer cada vez más casas y terrenos.
Dice el profeta Isaías: “¡Ay de los que acumulan una casa tras otra y anexionan
un campo a otro, hasta no dejar más espacio y habitar ustedes solos en medio
del país!” (Is 5,8).
Y
el profeta Isaías no era comunista ¿eh? Pero Dios es más grande que las
maldades y los juegos sucios hechos por los seres humanos. En su misericordia
envía al profeta Elías para ayudar a Acab a convertirse. Ahora pasamos página,
y ¿cómo sigue la historia? Dios ve este crimen y también llama al corazón de
Acab. Y el rey, puesto delante de su pecado, entiende, se humilla y pide
perdón. Qué bonito sería que los poderosos, explotadores de hoy, hicieran lo
mismo. El Señor acepta su arrepentimiento; es más, un inocente ha sido
asesinado, y la culpa cometida tendrá consecuencias inevitables. De hecho, el
mal cumplido deja sus huellas dolorosas, y la historia de los hombres lleva las
heridas. La misericordia muestra también en este caso la vía maestra que debe
ser perseguida. La misericordia puede sanar las heridas y puede cambiar la
historia. Pero, abre tu corazón a la misericordia. La misericordia divina es
más fuerte que el pecado de los hombres. Es más fuerte. Este es el ejemplo de
Acab. Nosotros conocemos el poder, cuando recordamos la venida del Inocente
Hijo de Dios que se ha hecho hombre para destrozar el mal con su perdón.
Jesucristo es el verdadero rey, pero su poder es completamente diferente. Su
trono es la cruz. Él no es un rey que mata, sino al contrario, da la vida. Su
ir hacia todos, sobre todo los más débiles, derrota la soledad y el deseo de
muerte al que conduce el pecado. Jesucristo con su cercanía y ternura lleva a
los pecadores al espacio de la gracia y del perdón. Y esta es la misericordia
de Dios.
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