13 mar 2017

Cuatro años después; el don de un Papa “falible”

Cuatro años después; el don de un Papa “falible”Reflexiones (en cuatro capítulos) para huir a las trampas de los «balances provisionales» sobre el Pontificado actual
Vatican Insider, 13 de marzo de 2013
GIANNI VALENTE

CIUDAD DEL VATICANO
«Cuatro años de Bergoglio bastarían para cambiar las cosas…». Hace cuatro años, a principios de marzo, un anónimo cardenal revelaba a un periodista amigo suyo sus esperanzas ante el Cónclave inminente. Cuando Papa Francisco se asomó por primera vez para saludar a la multitud reunida en la Plaza San Pedro, fueron suficientes menos de diez minutos que quedara claro que ya habían cambiado muchas cosas. Las primeras palabras que pronunció como Obispo de Roma, el recuerdo del «obispo emérito» Benedicto, las oraciones rezadas todos juntos (el «Pater», el «Ave» y el «Gloria», las más sencillas y las que usan los pobres») y también la petición al pueblo de que invocara la bendición de Dios sobre el nuevo camino que habría que hacer juntos. Esos pocos indicios fueron suficientes para que muchos se tranquilizaran. Para que reconocieran que el Señor seguía queriendo a su Iglesia, «Ecclesiam suam». 
Las leyendas sobre el «Cónclave» manipulado 

 La elección de Papa Bergoglio, en más de un aspecto, pertenece a la categoría de los milagros. Ostentan un despiadado desprecio a la inteligencia y a la memoria ajena los «malos maestros» que tratan sin vergüenza de envenenar los pozos con el engaño del «Cónclave manipulado». 
 Antes de la renuncia de Benedicto XVI y de la llegada a Roma de los cardenales para las Congregaciones generales antes del Cónclave, Bergoglio era para casi todos sus colegas solamente un anciano arzobispo a punto de dejar el gobierno de la diócesis de Buenos Aires. Desde hacía tiempo se estaba preparando para retirarse a la residencia diocesana para sacerdotes ancianos, liberando armarios y distribuyendo entre sus amigos y conocidos sus cosas. Desde hacía años, los periódicos de la ultra-derecha católica argentina hacían macabras alusiones a su voz «cada vez más débil», que habría callado poco tiempo después y para siempre. Los intentos de tejer soluciones «preconfeccionadas» para el Cónclave, acelerado por la renuncia de Papa Ratzinger, cuando existían, miraban hacia otras direcciones. Había algunos que actuaban creyendo que podían dar la impresión de que el Conclave se deslizaría en un plano inclinado hacia una dirección «natural» y «obligada». Pocos días antes del «extra omnes», un estratega «ruiniano» informaba todas las tardes a los vaticanistas sobre cuántos votos «seguros» ya había reunido el candidato que consideraba vencedor. 
 Esa noche de marzo de 2013 
 El 13 de marzo por la noche, la desorientación de los aparatos fue disimulada con frases hechas y se ocultó rápidamente en las sombras, para tratar de tomarle la medida al «marciano» a partir de entonces. Las fábricas de los conformismos anti-bergoglianos y bergoglianos todavía no habían comenzado a funcionar. Y así, antes de que se cristalizaran las máscaras y las definiciones, el Papa electo dijo, al dar los primeros pasos de su Pontificado, lo más importante: confesó a la Iglesia y al mundo que los milagros no los hacía él, que él era un pobrecillo, un «pecador a quien Cristo ha visto». Era, al máximo, como el dedo que señala la luna. Uno con sus límites, que no fue a vivir al Palacio Apostólico «por motivos psiquiátricos». Uno que no quería ser Papa, porque «una persona que quiere hacer el Papa no se quiere bien a sí misma, y Dios no la bendice». Extendió en los pliegues de su magisterio, en las imágenes repetitivas de sus intervenciones, lo que ya había sugerido en el breve discurso ante los cardenales, durante las Congregaciones generales antes del Cónclave: que la Iglesia misma, empezando por el Papa, no brilla con luz propia. Que la Iglesia se vuelve un cuerpo opaco y oscuro, con todos sus aparatos y sus prestaciones, sus antigüedades gloriosas y sus astutas modernidades, si Cristo no la ilumina con su luz. Y que solo Cristo, perdonándola, puede liberarla y hacer que la Iglesia salga de su inercia auto-referencial, del repliegue sobre sí misma. Porque «si Dios no perdonara todo, el mundo no existiría» (Ángelus del 17 de marzo de 2013). 
 Las cosas de siempre 
 En los primeros meses de Pontificado, las palabras y los gestos más propios e íntimos de la dinámica de la fe y de la vida cristiana, reducidos a sus características más esenciales (gracia, misericordia, pecado, perdón, caridad, salvación, predilección por los pobres) llenaban generosos los días y las intervenciones públicas de Papa Bergoglio. Eran las cosas y las palabras de siempre, sin embargo, para muchos, sonaban insólitas. Disipaban los velos de las objeciones, encendían las preguntas de muchos. Y Francisco, para que llegara a muchos, se encomendó desde el principio al instrumento más ordinario y común, utilizado desde siempre en la vida de la Iglesia: las homilías matutinas, en Santa Marta. Cortar el pan del Evangelio cada día y nutrirse de él, en compañía de los hermanos. Eran esas que ya entonces ciertos «expertos» de política eclesiástica llamaban «los sermoncitos». Para no crear obstáculos, para facilitar, para hacer lo más fácil posible el encuentro de cada uno y de cada una con Cristo. 
 El «Sensus fidei» del pueblo de Dios 
 Después de mucho tiempo volvió a aparecer en el horizonte eclesial el pueblo de Dios. Frágil y distraído, pobre y mal cuidado, reconoció inmediatamente la voz y el olor del pastor. Reconoció los acentos sorprendentes y al mismo tiempo familiares, la concreción de una promesa de humanidad y de felicidad que acoge pero al mismo tiempo sorprende, que supera cualquier expectativa. No los militantes de las siglas, los activistas de la movilización eclesial permanente, los fervientes de tiempo completo de las «minorías creativas» y de ls círculos culturales, sino los «diletantes», los bautizados «genéricos», los que no tienen preparado el discurso. Esos en quienes se percibe una necesidad casi física de seguir siendo simples. Porque ser y decirse cristiano es ya un milagro, y no es necesario inventarse nada más. Ellos advertían una consonancia instintiva con la Iglesia «elemental» propuesta por Bergoglio directamente. La Iglesia de siempre, la de Papa Benedicto y de todos los Sucesores de Pedro. No una Iglesia «nueva», sino un nuevo inicio, siguiendo el camino de la fe de los apóstoles. En una historia siempre marcada por nuevos inicios, encomendada a las frágiles manos de hombres y mujeres que anuncian el perdón y la misericordia de Dios, solo porque lo han experimentado en carne propia. 
 La curiosidad de los «otros» 
 Pero las palabras y los gestos del nuevo Obispo de Roma también encendieron la simpatía entre las multitudes que no conocen o que ya no reconocen el nombre de Cristo, en todos ellos que consideran el cristianismo como un pasado que no tiene que ver con ellos y en todos los que le dieron la espalda a la Iglesia. Cayó la máscara del falso dogma de los círculos eclesiásticos que durante los últimos años se complacían mostrándose odiosos e insoportables al mundo entero, confundiendo ese desprecio con una medalla, un certificado de su identidad exhibida sin descuentos ni «buenismos», «opportune et importune». Papa Francisco le recordó a todos que el cristianismo no funciona así. Que vence al mundo por «delectatio», como decía San Agustín; «por atracción», como repite siempre él mismo citando a Papa Ratzinger. Que las multitudes no estaban maravilladas y no eran atraídas por las invenciones ni por las estrategias de los sacerdotes, sino por Cristo, que desde el principio pasaba por el mundo haciendo el bien para todos, para los pecadores, para las mujeres, para los malhechores y para los que no pertenecían al pueblo elegido. 
 El interés de los poderes del mundo 
 Los gestos y las palabras del Papa pescado casi «al fin del mundo», y el aliento que parecían inspirar en la Iglesia, fueron advertidos también por los que tienen el poder. El primer Papa americano se alejaba de las líneas del pensamiento eclesiástico que a partir de los años ochenta, en el derrumbe de las ideologías secularizantes, propusieron la pertenencia religiosa como factor de identificación político-cultural y apostaron por reafirmar (política o geopolíticamente) la centralidad hegemónica de los aparatos religiosos en la vida colectiva. Al mismo tiempo, la «conversión pastoral» que Bergoglio ha sugerido a toda la Iglesia no era una manera para retirarse a un mundo paralelo, el mundo «de la Iglesia» separado del mundo de los hombres. Tenía, en sus rasgos más netos, la preocupación por toda la familia humana, por el destino de los pueblos y de las naciones. Papa Francisco no llegó a la Cátedra de Pedro con la intención de aplicar un plan geopolítico. Su Secretario de Estado, el cardenal Pietro Parolin, ha afirmado que los objetivos de la diplomacia pontificia consisten en «construir puentes, promover el dialogo y la negociación como medio para solucionar conflictos, difundir la fraternidad, luchar contra la pobreza, edificar la paz. No existen otros “intereses” ni “estrategias” del Papa ni de sus representantes cuando actúan en el escenario internacional». Una actitud al servicio del bien común «global», sin intereses propios o «ejes preferenciales» que hay que cuidar. Y esto explica, por lo menos en parte, la atención y el crédito que se ha ganado el Pontificado de Bergoglio entre los sujetos geopolíticos más dispares. Hasta ahora, mientras se revelan claramente las incógnitas en las relaciones con Donald Trump, la atención de los líderes globales y nacionales por los gestos y las palabras del Obispo de Roma ha sido constante y transversal. Desde Vladimir Putin hasta Barack Obama, pasando por Angela Merkel, la reina Isabel, Benjamin Netanyahu, el rey de Bahrein, Hamad bin Isa Al Khalifa. Todos han querido pasar por el Palacio Apostólico o por Santa Marta para escuchar al Papa y para que él los escuche. 
 El partido de los devotos 
 Además del pueblo fiel, además de las multitudes globales, distraídas y afanadas, además de las élites de los que tomas las decisiones y de quienes tienen el poder, se dejó sentir también una parte de las élites eclesial-mediáticas que en los últimos lustros, mientras iba avanzando por todo el Occidente la deforestación de la memoria cristiana, lucraron posiciones de poder (incluso eclesiales) con base en la afiliación a la línea ideológica muscular-identitaria y «teo-con», la «vencedora», la que volvió a descubrir el «orgullo católico». Los sectores que habían creado una clave de lectura «orgánica» para aplicarla a los últimos dos Pontificados, de carácter sustancialmente político-ideológica, construida completamente en las dicotomías conservador-progresista, liberal-ortodoxo. Con el tiempo, lograron afinar instrumentos y redes globales capaces de imponer las propias consignas como unidad de medida de la ortodoxia católica, criterios de conformidad con respecto a la Tradición de la Iglesia. En estos sectores comenzó a aumentar inmediatamente el nerviosismo. Y también las operaciones mediático-clericales creadas y difundidas por los canales y los agentes «de confianza», según los típicos clichés de las luchas de poder que habían marcado los anteriores periodos eclesiales: «Quejarse y despotricar es su fuerte. Ellos refunfuñan, mascullan, regañan. Están de pésimo humor y, lo que es peor, nutren rencor» (Charles Péguy). 
 (I - Continúa) 

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