30 nov 2021

Ejército-AMLO: hundimiento autoritario/ Erubiel Tirado

Ejército-AMLO: hundimiento autoritario/ Erubiel Tirado

Revista Proceso número 2352,  publicado el 28 de noviembre de 2021.

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IUDAD DE MÉXICO (Proceso).– Cebados en la corrupción política y administrativa que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador ha propiciado, los militares en México se hunden en el fracaso de la única misión (asignada presidencialmente) que han tenido en las últimas décadas, y al ir abandonando su función natural de defensa quizá se aproximan, sin saberlo, a su desaparición. El presidente López Obrador llega a su cuarto año de gobierno con la imagen ambivalente de ejercer un supuesto control civil (donde se autoengaña al asumirse como única medida garante y contrapeso a los abusos y excesos militares), pero dando también muestras claras de temor y sumisión expresadas en el incremento de prerrogativas y privilegios sin precedente (permitiendo, de facto, un cogobierno), que dejan en entredicho la eficacia de sus decisiones y que trastocaron el pacto político-militar del Estado mexicano desde 1928. Juego perverso de espejos entre actores que nunca se tuvieron confianza y que, hoy por hoy, se entrelazan en un interés económico y político que se pretende transexenal, consolidando una pax narca y una “gobernabilidad” que poco tiene que ver con un proyecto de nación y menos con una visión de Estado.

Urdimbre de fracaso y salto mortal. Ejército y Marina son parte del problema antes que la solución en la ecuación de la seguridad, donde se ha soslayado una y otra vez lo evidente en aras de mostrar “resultados inmediatos”. El origen de la falla estructural fue haber militarizado de facto, en forma permanente, con diversas argucias legales, administrativas y políticas la seguridad pública sin dar tiempo a la maduración institucional y normativa del sistema que se estaba reformando, incluso en el ámbito de la impartición de justicia, que se diseñó entre finales del siglo pasado y en la primera década del presente para la renovación policial del país.

La tendencia de ampliar los canales de corrupción de las Fuerzas Armadas y exponerlos a la politización sin controles ni contrapesos eficaces que llegaron a su límite histórico en la primera alternancia política (2000), se hizo patrón cuando se dejó intacta la estructura autoritaria de su funcionalidad como sostén del régimen. El primer tramo de este escenario que permitió a los militares (primero el Ejército y luego la Marina) incrementar un régimen de privilegios (cuyo trazo definido, gradual y creciente venía desde los noventa) fue seguirse vendiendo como la alternativa funcional que permitiría al gobierno en turno recuperar la seguridad pública a costa de las instituciones civiles encargadas de tal función (además de la procuración de justicia). Los resultados están a la vista: tenemos los índices de violencia y criminalidad más altos del hemisferio y el gobierno actual se regodea por disminuciones ínfimas en algunos delitos. En este aspecto hay que decir que el gobierno ya no tiene empacho en empezar a mentir y distorsionar las cifras con manipulaciones metodológicas. En el camino se ha construido una impunidad ad hoc, ampliamente documentada, en el que se fueron debilitando los escasos controles civiles que se construyeron a lo largo de décadas de gobierno clientelar y corporativo. Parte de este resultado se encuentra en el largo historial de responsabilidades de gobierno civil que se han delegado gradualmente a los militares (ver el recuento que hace el Programa de Política de Drogas del CIDE en el Inventario Nacional de lo Militarizado).

Otros elementos de esta trama que se ha articulado la componen el crecimiento presupuestal de recursos disponibles del sector militar. Si con los regímenes de alternancia mantuvieron un crecimiento sostenido anual entre 2 y 3% (promedio en términos reales), con López Obrador encontraron una chequera abierta con incrementos brutales de 20% (en detrimento de otros gastos de inversión y gasto públicos que, hay que decirlo, eran parte del orgullo antimilitarista del Estado mexicano). Esto sin contar con el catálogo de prerrogativas que se institucionalizó (p.ej., en seguridad social, becas y sobrehaberes) en las dos décadas anteriores. De igual modo, se consolida una casta militar de oficiales que, producto de reformas legales (promovidas por la Sedena) este año y por las decisiones presidenciales de apropiarse y etiquetar para los militares los beneficios económicos de la obra pública de su gobierno, se incrementa el ascenso de generales: de las 235 promociones del presente año, 96 son a generales (es decir 41%), que se suman a los 542 que ya había (648 actualmente). De la válvula administrativa de escape que significó la creación de la Guardia Nacional para que la Sedena dejara de tener generales sin tropa y de escritorio (a costa del valor agregado de la extinta Policía Federal) se ha pasado a un deliberado gigantismo disfuncional y presupuestal (exceptuados de ganar menos que el presidente) con graves consecuencias para el futuro del país y su democracia. Y de la corrupción militar en esta “nueva fase del sistema político” (según la vocería oficiosa de la Sedena desde la academia), baste decir que es simplemente escandalosa e inaceptable: el aeropuerto de Santa Lucía se erige bajo los nuevos verbos militares de “transar” y “simular” (El Universal, 19 de noviembre).

Ejército ilegítimo y popular. La legitimidad militar en México no es una derivación inmediata de la figura presidencial y su investidura, como se enfatiza en el actual gobierno, sino el resultado de un proceso histórico-político que se ha acompañado de un marco legal e institucional (junto con reglas no escritas propias del sistema político) y que ha sido desmantelado en los últimos años. La crisis de seguridad y haber recurrido a los militares para enfrentar la pandemia del covid-19 ha hecho más complejo este escenario.

Antes de la pandemia ya estábamos mal. La tolerancia o admisibilidad de golpes militares en el hemisferio bajo circunstancias de alta criminalidad o alta corrupción era de 39.3% y 37.2%, respectivamente, en tanto que México mostraba en ambos rubros cifras superiores a la media regional: 44% y 42.5%. (Ver reporte 2018/19 AmericasBarometer, LAPOP’s Pulse of Democracy, UASID/Vanderbilt University y LAPOP, 2019). Con los efectos de las primeras olas pandémicas y con el uso (a veces abusivo) de los militares para enfrentar la crisis sanitaria en la región, según Latinobarómetro, México se encuentra entre los 10 países donde la mayoría de la población no es democrática: más de la mitad de la población oscila entre la clasificación de “no demócrata” (57%) y la abierta insatisfacción con la democracia (10%). Peor aún, el rechazo a un gobierno militar en México es de 55%, pero está por debajo del promedio hemisférico que es de 62%. (Latinobarómetro 2021, pp. 33-40).

Este sustrato autoritario de la sociedad mexicana es lo que apoya las convicciones militares y los clichés presidenciales que están minando nuestra democracia y deslegitimando tanto a la institución castrense como la investidura presidencial. Tanto en el seno del poder como en las filas de los altos mandos militares ha permeado la idea de que el aprecio social o aceptación institucional medida por las encuestas en forma simple (concentrándose en la Sedena, Marina o Presidencia) es sinónimo de legitimidad.

Aunque sigue siendo alta la cifra de aceptación institucional, a los militares preocupan las últimas mediciones del Inegi, en las que se advierte una disminución gradual en su imagen (particularmente en entidades donde la violencia y la criminalidad persisten con altos índices). Lo significativo es el síntoma tanto de desgaste por su sobreexposición pública como la muestra de una percepción de ineficacia en una de las preocupaciones principales del país. El fenómeno es distinto a la popularidad presidencial en el que se reconoce su falta de resultados e incapacidad para gobernar pero se sostiene el aprecio social en un nivel alto por diversas y complejas razones (que no son objeto de este artículo). El error de apreciación en este esquema de confundir “apoyo social” con legitimidad política radica en ignorar que existen gobiernos e instituciones populares cuyo origen y comportamientos son ilegítimos. Los regímenes nazifascistas son un claro ejemplo al igual que diversos gobiernos dictatoriales o autoritarios populares en el hemisferio (que por cierto, son referentes como modelos de López Obrador y el alto mando militar).

El discurso intolerante del titular de la Sedena (20 de noviembre) donde el anatema subyacente se dirige contra aquellos que no comulgan con el proyecto del presidente (y el militar), el decreto presidencial que declara indebida e ilegalmente de “seguridad nacional” toda obra pública y la consagración judicial en ciernes de la militarización por parte la Suprema Corte, son parte del certificado de defunción de nuestra frágil e inconclusa transición democrática. Falta lo peor.


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