7 oct 2007

Memorias de un fiscal (III)


Una historia y algunos cuentos (III)/Ignacio Carrillo Prieto
Testimonio Memorias de un fiscal. (Tercera y última entrega). En la última entrega de esta serie, el autor hace un recuento de aquellos personajes que accedieron a colaborar con la Fiscalía Especial. Las más arduas dificultades provinieron de la desconfianza hacia todo lo estatal y de la ligereza para asumir, hasta sus últimas consecuencias, la modestia de nuestros medios
Publicado en el suplemento Enfoque de Reforma, 7/10/2007;
La fiscalía, atípica por definición, debió ser constituida según un plan inédito articulado alrededor del eje de la participación ciudadana activa, compuesto de dos segmentos: el Comité Ciudadano de Apoyo -"un grupo sin grupo", parafraseando el ingenio de alguno de los "contemporáneos"- y el conjunto de ciudadanos y de familias agredidas directamente por los agentes del Estado autoritario. El primer tramo, el Comité Ciudadano, ya ha sido entrevisto en estas líneas. Fueron parte de él, en distintos momentos, Vicente Estrada y Mario Ramírez, Rami, quien después asumiría la enorme responsabilidad de encabezar el área de la participación activa y permanente de víctimas y ofendidos, coadyuvantes en las indagatorias ministeriales. También he mencionado la presencia ennoblecedora, a cual más, de la doctora Juliana González Valenzuela. Juliana, entrañable amiga, dio muestra preciada de solidaridad; directora dos veces de la Facultad de Filosofía de la UNAM, integrante lúcida y crítica de su Junta de Gobierno, figura mundial de la bioética, alumna primerísima del Nicol transterrado, cuyo fértil magisterio reconoce en ella frutos óptimos y "desiderátum" -expresado públicamente por mí- de primera rectora de la Universidad Nacional (unción que aún no recibe). La doctora González Valenzuela mejora todo lo que toca su sabia y cálida mano. Fue el caso, aun cuando sus compromisos académicos frecuentemente no le permitían acudir a las sesiones del comité. No obstante ello, nunca faltó a ninguno de mis requerimientos ni dejó de atender ninguna consulta, muchas de ellas hasta Tepoztlán y alguna trasatlántica. Juliana González Valenzuela, honra y prez de la academia mexicana, supo contener con argumentos irrebatibles, cierta impetuosidad inconveniente aunque explicable: logos frena a pathos. Era justo lo que necesitábamos. Cuando faltó su consejo sabio se produjeron excesos verbales que hoy lamentamos sin dejar de reconocerlos como reacción natural (y por ello reprochable) de ataques y pullas sin cuento, que nos fueron propinados sistemáticamente durante un lustro, pues cinco años duró la empresa.
El comité contó con la activísima solidaridad de uno de los "destacados" del 68: Salvador Martínez della Rocca, El Pino, quien salvó del naufragio inaugural este colectivo, como lo dejé relatado arriba. El Pino es, nadie me podrá desmentir, un personaje inolvidable: áspero en la superficie, pero de un fondo bondadoso inocultable; papel de lija sobre papel china. Es feliz acuñador de frases, giros y etiquetas y su olfato es de gran sabueso político. Gracias a él y a Rosaura, doctora eminente y madre de su hija, trabé conocimiento con el juez Baltasar Garzón, a quien acompañé a Chiapas, en donde departí muchas horas con uno de los magistrados más célebres del mundo y con quien he procurado mantener la frescura de nuestras primeras conversaciones. De pasada dejo dicho que el gobernador que lo fue de esa amadísima tierra, Pablo Salazar Mendiguchía, se constituyó, en aquella oportunidad, en el anfitrión perfecto, animando un diálogo sobre la trágica materia de las desapariciones forzadas y del genocidio. Hay que recordar que nuestra base argumentativa para fundar, acreditar y, en consecuencia, traducir en sede judicial las conclusiones ministeriales del genocidio habido aquí en el tan aciago como festivo 68, fundamentalmente en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, procede de la sabia y enjundiosa disertación judicial con que Baltasar Garzón, héroe civil global de jornadas imborrables, logró la extradición y procesamiento del siniestro Ricardo Cavallo, genocida argentino al servicio de la Junta dictatorial.
El comité se enriqueció con Joel Ortega Juárez, quien detrás del orador político espléndido que es, esconde a un aristocrático escéptico y a un estoico desencantado pero nunca vencido. Sin Ortega Juárez el mundo político democrático de hoy hubiera tardado mucho más en advenir y nosotros no tendríamos al festivo hermano regañón que él es. El archivo personal de Joel, por descontado archivo político, es tesoro que sólo la estupidez prevalente pudo desperdiciar: es preciso darle el marco y el cuidado que merece su devoción por la memoria histórica y por haber abierto una cantera para los historiadores.
Las universidades tienen la palabra.
Merece lugar aparte y destacado Ricardo Rocha y debe asignársele pues fue el único periodista (¡y qué periodista!) y comunicador social de medios electrónicos que, sin reticencias, acudió a darle "densidad social" al cuerpo plural. De don Miguel Ángel Granados Chapa habré de hablar sin ocultar mi respeto singular y mi afecto destacado a quien procede del linaje de Francisco Zarco. La garra periodística de Ricardo, en diversas y esforzadas entrevistas al fiscal, permitió con las preguntas agudísimas de él respuestas que, al articularse, lograron aclararme y aclarar cuestiones de profundidad. Rocha es amigo cordialísimo y la forma como fue presentando los problemas y sus posibles soluciones trajo apoyos y solidaridades valiosas. Una amistad de poca frecuentación pero solidísima quedó así trabada: la pluma con la que escribo estas líneas es regalo de su generosa espontaneidad. Ricardo rescató además de Aguas Blancas las desapariciones forzadas de nuestra competencia.
Un exitoso político, rector que lo fue de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, el doctor Doger Guerrero, abrió las puertas de esa ilustre casa de par en par y permitió que el fiscal, desde lo alto de la cátedra barroca del edificio colonial, diera noticia del programa y sus primeros resultados. En el banquete posterior a cierta destacada solemnidad académica el rector propició un encuentro con Carlos Fuentes: hicimos memoria, obligada y gratísima del maestro Mario de la Cueva, insigne rector de la Universidad Nacional y descubridor temprano, como director de la Facultad de Derecho, de su enorme talento literario. En mi caso el maestro sólo logró que aflorara alguna torpe disposición entusiasta a la investigación jurídica. Él fue, con don Héctor Fix Zamudio, docto entre los doctos, mi padrino en el instituto universitario al que me debo. El rector de la Autónoma de Guerrero, tierra de mártires laicos, don Nelson Valle, pulcrísimo académico, acompañó y cobijó nuestras tareas convencido de su nobleza. Por cierto que la patria chica de mi amigo de toda la vida, vidas paralelas pero en claves distintas, don José Francisco Ruiz Massieu, también nos regaló al rector magnifico don Israel Soberanis Nogueda, de la Americana de Acapulco, que perpetúa la memoria de Pepe. Ahí se destinó un edificio a la sede alterna de la fiscalía que, por otros medios, recogía la herencia política de Ruiz Massieu por una "transición sin ruptura", pero sin complicidades autoritarias. El dilema de una Comisión de la Verdad Daniel Cazés y Sergio Zermeño imprimieron el sello universitario de la academia actuante al colegiado. Con ellos adelantamos en despejar la falsa dicotomía entre verdad y justicia: no se trata de opciones, sino de un mixtum compositum.
Los promotores y simpatizantes de las ambiciosamente calificadas "comisiones de la verdad" no pueden escapar de las consecuencias últimas de su propuesta: la declinada justicia. Y ello, moral y jurídicamente, es inaceptable a menos que la justicia legal no tenga operatividad factual, por las diversas razones a que ello pudiera obedecer (incapacidades legales y técnicas objeciones y recusaciones de sus agentes ministeriales o judiciales; o bien, acuerdos condicionantes de los regímenes de transición por virtud de los cuales el régimen antiguo acepta pacíficamente el relevo si y sólo si se renuncia de antemano a todo procesamiento de sus agentes, declaración que conlleva impunidad de crímenes gravísimos). Por una o varias de estas razones surgieron las célebres comisiones surafricana, guatemalteca y peruana, entre las principales. Bien se ve que dichas comisiones son "pactos con el diablo" irresponsable siempre. La única virtud que esos sínodos abiertos han tenido es, acaso, la de la calidad o autoridad moral de sus integrantes, que operan una suerte de catarsis colectiva, necesaria pero no suficiente, suficiencia que se alcanza solamente en el peldaño judicial que supone el previo de la verdad. A toro pasado alguno, no sin buena dosis de razón, podría responder diciendo que las resoluciones judiciales numerosas que recayeron sobre nuestras consignaciones obligarían a pensarlo dos veces, pues ellas son expresión acabada de incapacidad manifiesta, de ignorancia pueblerina (sin agravio bucólico alguno) cuando no de venalidad y minusvalía frente a consigna aberrante e ilegal. Desde luego la respuesta no se encuentra en admitir la claudicación de la justicia, sino en el relevo inmediato de un grupo de juzgadores integrado por ignorantes indignos de la toga que mancillan. Mi dilecto amigo Jorge Castañeda, que es valor incuestionable para la República, la democracia y el Estado de Derecho, con mente de estratega y estadista, habría de coincidir con el núcleo del argumento, durante la comida que, una tarde luminosa, compartimos en casa, en selectísima compañía y al rumor de minúscula fuente.
A Jorge Castañeda le debo, le debemos, una lección importante de republicanismo democrático rectificado. Se sabe, urbi et orbi, que él fue promotor y abanderado de la opción gubernamental por una Comisión de la Verdad, acompañado del inolvidable y muy llorado Adolfo Aguilar Zinser, cuyo recuerdo es indeleble y quien requiere revaloración obligatoria. Jorge no sólo acudió solícito y deslumbrante, rebosante de las energías de los dos órdenes de lo humano, dueño de amabilidades principescas y capaz también de fulminaciones jupiterinas, a todo requerimiento de la causa, que eslabona, indisolubles, verdad y justicia, ajustando su agenda universal y robándole tiempo a su tiempo. Más aún: el canciller Castañeda, cuando lo visitó la Alta Comisionada de la Organización de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, la señora presidenta de Irlanda, sentó al fiscal frente a ella en uno de los salones de la torre de Tlatelolco, recinto en el que brilló él como sólo él sabe hacerlo y en donde, después de esos fulgores propició que ante esa ilustre dama y otros altos funcionarios nacionales e internacionales -el presidente Soberanes Fernández, entre otros, y la admirable Marieclaire Acosta- el fiscal incómodo tuviera oportunidad privilegiada de informar e intercambiar opiniones que nos fueron de gran provecho. Jorge estuvo siempre pendiente de nuestros trabajos y esa asiduidad fue invaluable.
No formaron parte de dicho comité pero ayudaron como si tal hubiera sido, Félix Goded y Marcos Rascón, cuyas biografías cuentan con muchos quilates. De presencia luminosa, Félix tiene hija, artista plástica con lente pionera (nomás basta recordar su espléndido trabajo fotográfico sobre las mujeres que en la Merced ofrecen prestaciones carnales) del magisterio de la inolvidable dama que es la aristocrática (linaje del espíritu, ante todo) Graciela Iturbide, ella sí, comisionada en ese colectivo del que vengo hablando. Marcos se pinta solo y, hombre de una pieza, tiene anécdota zoológica imborrable y tiene historia y congruencia de las de a de veras. Su periodístico juicio crítico ayudó a que despejáramos varios "balones en el área chica de la Fiscalía".
Un escrúpulo insalvable de caballerosidad me impide referirme a alguna otra persona que formó parte de la Comisión que nunca pudo, porque no debía reconocerle preeminencia alguna, como era su oculto aunque muy descifrable deseo. Su defección, imprevista y artera hizo daño, ése que provocan los frívolos, los vanidosos, los egoístas. Fea conducta de quien dice ser abanderada de valores morales públicos que en sus manos se tornan desechables y volátiles. Esa infeliz postura ante la tragedia descomunal que son los crímenes de Estado habría de repetirse una y otra vez (no muchas, por fortuna) a lo largo de ese camino sembrado de dificultades y de ellas las más arduas provinieron de la desconfianza a todo lo estatal y de la ligereza para asumir, hasta sus últimas consecuencias, la modestia de nuestros medios, la grandeza de nuestros fines y la falibilidad (reñida con la mala fe, eso sí) de los agentes que hubimos de recorrer toda esa vía. Manejar esta explosiva mezcla requería de tacto y de paciencia, de mucha paciencia, con pizca de decencia, que diría mi tatarabuela, puesto que un adarme de ésta lo impregna todo.
Para la verdad, el arte. Si se refrenda el apotegma es porque la espléndida novela del grande Carlos Montemayor (como su gentilicio lo indica) Guerra en el Paraíso fue, es, el inicio de todo esclarecimiento histórico: la vida, pasión y muerte de los que nacieron en tierras paradisiacas de Guerrero y que ahí encontraron muerte infernal, precedida de tormentos de toda índole. Es la historia de una insurgencia, en clave de letras mayores que arroja luz vivísima, vibrante de afortunadas letras, a ese momento del relámpago guerrillero, que atronó después con su cauda de sangre inocente de los dos lados, fertilizando las tierras de siembra para cosecha democrática. Otra contribución valiosa desde la literatura, en lo que a estos temas se refiere, es la novela de Gustavo Hirales, cuyo título lo dice todo: La Guerra de los Justos, de transparencias más que reuclinianas. No menos valiosa y de hondura y efectos más profundos la lucha cívica impecable en la legalidad que maltrató a quienes, respetándola, la impugnaron desde el trabajo político, la cara opuesta de la moneda con cruz guerrillera. De ellos, con Raúl Álvarez Garín y Luis H. Álvarez a la cabeza, he de tener el honor de ocuparme detenidamente pues sus haberes de experiencia y sus depósitos de recuerdos trascendentes fueron puestos a disposición de nuestros afanes. Por ello estos tres artículos están dedicados a Raúl, cuya sola presencia inspira a ser mejores.
Carlos Montemayor me escuchó al teléfono y con la rapidez y eficacia que lo distinguen me propuso vernos allá por Taxqueña, cerca de su casa-biblioteca y en el amable "André" -de todas sus preferencias-. El feliz (por lo menos para mí) encuentro no pudo ser más grato, pues redescubrí al viejo conocido (su estampa rechaza de entrada el calificativo) otrora líder académico de una UAM innovadora, profesor de Georgina mi esposa y testigo, cuando no actor privilegiado, del envión de los setenta que quiso levantar al país postrado por el autoritarismo. Entrando de lleno al tema, y no olvidando que el Ministerio Público de la Federación goza de autonomía para ser, en consecuencia, imparcial, me dio un valioso consejo, con múltiples matices, que sintéticamente se traduce en: "sin las organizaciones locales y regionales de los ofendidos y sus familias no llegarás lejos; a no sea que quieras sentarte en el quiosco de Atoyac de Álvarez aguardando el milagro de un acercamiento que no ocurrirá". Mi mente voló, en ese preciso instante, de nuestra mesa del "André" semivacío y en penumbra a la accidentada calle principal de Atoyac y miró la modesta edificación, típica de aquellos calores, que albergaría una oficina alterna, hostal de peregrinos en busca de desaparecidos, y luego llegó a la casa de Tita Radilla, presentándole mis respetos y pidiendo su auxilio, fraguándose una amistad nunca mentida nunca desmentida, que permitiría abrir las puertas, aun aquellas (que no son pocas) de quienes no militan en Afadem pero que respetan a Tita, pues ella es prestigiosa. Ya estábamos en pos de los desaparecidos, queriéndolos vivos, amándolos muertos, ellos reclaman para su sangre, "el lugar de su quietud".

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