19 nov 2007

Su Alteza Juan Carlos



  • El poder del Rey/Santos Juliá
Publicado en EL PAÍS, 17/11/2007;
El 22 de noviembre de 1975 -pronto hará 32 años-, Juan Carlos de Borbón se presentaba, en el primer mensaje de la Corona, “como Rey de España, título que me confieren la tradición histórica, las Leyes Fundamentales del Reino y el mandato legítimo de los españoles”. Débiles títulos, a pesar de su aparente fortaleza y rotundidad: la tradición histórica había quedado, más que interrumpida, quebrada por la abdicación de Alfonso XIII; las Leyes Fundamentales franquistas tenían los días contados, aunque no faltaban reformistas dispuestos a modificarlas para que todo siguiera igual o parecido; y los españoles se habían visto privados desde febrero de 1936 de la libertad de conferir ningún mandato legítimo. En realidad, Juan Carlos de Borbón se podía presentar como Rey de España porque su antecesor en la Jefatura del Estado, en virtud de su “suprema potestad”, así lo había dispuesto.
De modo que el Rey comenzó a reinar no sólo gobernando sino acumulando toda la cantidad de poder posible; nada que ver con un monarca que debe a la tradición su acceso al trono. Su mandato procedía en exclusiva de las Leyes Fundamentales y por eso su primer empeño consistió en abrir el juego político a nuevos participantes con el propósito de ampliar las bases heredadas de la dictadura, sin romper con ella, reformando aquellas leyes hasta el límite de lo posible. En este punto, en el primer semestre de 1976, más que de transición se hablaba de reforma, y nadie había visto todavía en el Rey ningún motor, ningún piloto de ningún cambio. Por su parte, el Rey había recordado, ante el Consejo del Reino, que sólo a él correspondía “la decisión última en los asuntos más trascendentales y en los casos de decisión excepcional, grave, o de emergencia”.
Así estaban las cosas cuando el proyecto Arias-Fraga de reformar las Leyes Fundamentales entró en barrena, en medio de una movilización popular y obrera de una magnitud sin precedente y de los obstáculos surgidos en las mismas instituciones del régimen. Fue entonces cuando el Rey, haciendo uso de sus poderes, afirmó ante el Congreso de Estados Unidos: “La Monarquía hará que, bajo los principios de la democracia, se mantengan en España la paz social y la estabilidad política, a la vez que se asegure el acceso ordenado al poder de las distintas alternativas de Gobierno, según los deseos del pueblo libremente expresados”. Era una nueva concepción del papel de la Corona, ansiosa por alejarse de las fuentes de su supuesta legitimidad para presentarse como “árbitro, defensor del sistema constitucional y promotor de la justicia”.
Poder arbitral en el ejercicio de una función integradora: así percibía el Rey su posición como “monarca constitucional” en el primer mensaje a las Cortes elegidas en junio de 1977, una autodefinición algo precipitada pues aún no había Constitución y ya se había disuelto la pretensión de reformar la inexistente. Monarca constitucional lo sería al término de un proceso constituyente que se consumara con un recorte sustancial de su poder. Fue la representación del Partido Comunista, muy hábil y eficaz en el debate sobre la Monarquía, la que consiguió “que la Monarquía inevitable fuera una República coronada”, como recordaría luego Jordi Solé Tura, desbaratando la pretensión de atribuir a la Corona “efectivas competencias moderadoras y arbitrales”, de modo que se convirtiera en una “poderosa magistratura arbitral”, como soñaba el representante de UCD, Miguel Herrero de Miñón.
Insólita por su origen, la Monarquía española lo fue también por el rápido tránsito desde la acumulación de todo el poder a su limitación a un poder simbólico. ¿Sólo simbólico? Naturalmente, los constitucionalistas disputan, pero lo que no tiene discusión es que todos “los actos del Rey” necesitan para ser eficaces el refrendo del presidente del Gobierno o del ministro competente en la materia. Ocurrió, sin embargo, que cuando esta exigencia quedó clara, se produjo una nueva y extraordinaria circunstancia: la legitimidad constitucional alcanzada por esta vía se vio reforzada en el baño de adhesión popular tras un “acto del Rey” situado por necesidad al margen de la Constitución, sin posible refrendo del Gobierno: su actuación en la tarde del 23 y en la madrugada del 24 de febrero de 1981.
Lo extraordinario del caso consistió en que, a los cinco años del inicio de su reinado, Juan Carlos I, rey constitucional, que sólo podía presidir una sesión del Consejo de Ministros si se lo pedía el presidente del Gobierno, actuó como si dispusiera de una “reserva última de poder” -por decirlo con García de Enterría- suficiente para frustrar una intentona militar. Dicho más a la llana: despojado de poder había ejercido el máximo poder posible. Esta singular y contradictoria circunstancia lo catapultó a una tierra donde sólo habitan los reyes taumaturgos, en la que, hiciera en adelante lo que hiciera, se sabía al abrigo de cualquier mirada indiscreta y protegido de cualquier crítica por una nebulosa cortina, mezcla de sentimientos de gratitud y de temor, de admiración y de respeto, en los que vino a condensarse la pregunta que había quedado en el aire: ¿qué habría pasado en aquellos días de febrero si el Rey no hubiera estado allí? Y aún estando allí, ¿qué habría pasado si no hubiera dispuesto -como habría sido el caso si de un presidente de la República se hubiera tratado- de esa “reserva última de poder”?
Las preguntas sin respuesta dan lugar a relatos míticos, que llevan aparejados una suspensión de juicio que se resuelve finalmente en la práctica ritual de mirar sin tocar. La Corona, desde entonces, se mira pero no se toca. A condición, naturalmente, de que, retirada al ámbito de lo simbólico, conserve el aura de su primigenia legitimidad constitucional bañada dos años después en el calor popular. Tal vez ninguna monarquía europea ni, desde luego, ningún rey constitucional español hayan vivido más a resguardo de la crítica que el rey Juan Carlos I, un privilegio que para sí hubiera querido el último monarca de la dinastía Borbón, Alfonso XIII, expuesto desde niño a los bandazos de la opinión, que un día le mostraba su amor -aquel amor del pueblo que tanto echó en falta en abril de 1931- y al día siguiente su desprecio. Si el rey Alfonso pudiera levantar la cabeza, seguro que preguntaría a su nieto: ¿pero qué has hecho, muchacho, para merecer el sublime privilegio de mírame y no me toques en un país como éste?
Y de pronto, tras una acumulación de actos del Rey y de conductas de la familia real excesivamente expuestos a la mirada del público, ese aura mítica que rodea a la Corona se desvanece en el aire, quizá porque ya ha dado de sí todo lo que podía dar, que ya era bastante. El último acto del Rey, un acto político, en presencia, pero de nuevo sin refrendo posible del presidente del Gobierno, ha desencadenado un alud de comentarios que, no por casualidad, son más laudatorios cuanto más partidario sea quien los emite de una Corona fuerte, que actúe, que arbitre, que intervenga. Alabanzas que se mudarán en denuestos si el síndrome de la escalera que afecta al presidente de Venezuela -incapaz de reaccionar sobre la marcha- resulta tan potente como su vulgar e insolente desfachatez y acaba provocando consecuencias políticas y económicas indeseadas.
En todo caso, el último “acto del Rey” tendrá al menos una virtud. Ante la provocación de un jefe de Estado que, muy probablemente, pretendía socavar los fundamentos de esta especie de Commonwealth de países iberoamericanos reunidos una vez al año, Juan Carlos I se conduce, en todos los posibles sentidos de la expresión, como un Borbón, digno heredero de su abuelo. En esta recuperación de la tradición se esfuma o se desvela el aura mítica que escondía la más preciada reserva de su poder: la de actuar, y vivir, más allá de la crítica. A partir de ahora, tendrá que estar, como su abuelo, a las duras y a las maduras, lo cual, visto lo visto con la Corona británica, tampoco es para desesperar, aunque aquí hablamos otra lengua, el español, en la que se empieza con el tuteo pero nunca se sabe dónde se acaba.

Chávez and the King/By Jackson Diehl
Published THE WASHINGTON POST, 19/11/2007;
For the past week, the press of the Spanish-speaking world has been abuzz about a verbal slapdown of Venezuelan President Hugo Chávez by King Juan Carlos of Spain. Incensed by Chávez’s ceaseless insults and interruptions during an Ibero-American summit meeting in Chile, the normally temperate Juan Carlos turned to Latin America’s self-styled “Bolivarian” revolutionary and blurted: “Why don’t you shut up?”
The story might have lasted a day, while everyone chuckled over something that, as one Spanish newspaper put it, “should have been said a long time ago.” That it has lasted a week is the work of Chávez. He called a news conference last Monday in which he recounted the history of Spanish colonialism and compared himself to a persecuted Jesus Christ. He held another news conference Wednesday to announce that he was reviewing all ties between Venezuela and Spain. He demanded a royal apology. He even coined his own phrase: “Mr. King, I will not shut up.”
Crude and clownish, si, but also disturbingly effective. Borrowing the tried-and-true tactics of his mentor Fidel Castro, Chávez has found another way to energize his political base: by portraying himself as at war with foreign colonialists and imperialists. Even better, he has distracted the attention of the international press — or at least the fraction of it that bothers to cover Venezuela — from the real story in his country at a critical moment.
In 13 days, abetted by intimidation and overt violence that has included the gunning down of student protesters, Chávez will become the presumptive president-for-life of a new autocracy, created by a massive revision of his own constitution. Venezuela will join Cuba as one of two formally “socialist” nations in the Western hemisphere. This “revolution” will be ratified by a Dec. 2 referendum that Chávez fully expects to win despite multiple polls showing that only about a third of Venezuelans support it. Many people will abstain from voting rather than risk the retaliation of a regime that has systematically persecuted those who turned out against Chávez in the past.
Venezuelans are not giving up their freedom without a fight. Tens of thousands of students have been marching in the streets of Caracas, and the few independent media outlets that still exist have been trying to combat the unrelenting propaganda campaign being waged on state-controlled television. Some of Chávez’s longtime supporters have defected, including the recently retired defense minister, Gen. Raúl Isaías Baduel, who calls the constitutional rewrite “a coup d’etat.” The president’s response was to publicly lead a chant about Baduel that promised he “will end up before a firing squad.”
During eight years in office, Chávez has already taken control of Venezuela’s courts, congress, television stations and petroleum industry; his congress granted him the right to rule by decree. The constitutional rewrite will allow him to control the central bank and its reserves, override elected local governments with his own appointees, declare an indefinite “state of emergency” in which due process and freedom of information would be suspended, and use the army to maintain domestic political order under the slogan “fatherland, socialism or death!” It will also abolish any limit on presidential terms for a 53-year-old ruler who would otherwise be compelled to step down by 2012.
If you’re thinking you haven’t heard much about this transformation in a major oil-producing country two hours by air from Miami, you’re right. U.S. media and human rights groups have basically ignored Chávez’s latest power grab. Human Rights Watch, which has been conducting a campaign about what it says is the “human rights crisis” in neighboring, democratic Colombia in close cooperation with congressional Democrats, has issued no statement on the Venezuelan violence — including the shooting of the students by government-backed paramilitaries on Nov. 7 — and objected to only one of the 69 new constitutional articles.
The Bush administration seems to have abandoned any effort to influence events in Caracas, hamstrung by Chávez’s use of “the empire” as a foil. Worst of all, Latin America’s own democratic leaders, who rallied in the 1990s against a less-ambitious attempt by right-wing Peruvian President Alberto Fujimori to install an autocracy, have largely been silent. Unlike Chávez, Fujimori didn’t have petrodollars with which to subsidize his neighbors’ fuel or buy their debt bonds; Chavez has spent billions on both. The summit of Spanish-speaking countries would have been entirely harmonious had not Chávez himself deliberately provoked Juan Carlos. The king missed his cue; rather than addressing Chávez, he should have asked the assembled heads of state: “Why don’t you speak up?”

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