Publicado en La Jornada, 23/12/2007;
El gobierno de Estados Unidos ha convertido la lucha en contra del terrorismo en una guerra global en contra del terrorismo y, con ello, ha causado a la humanidad sufrimientos indecibles e indescriptibles; el gobierno panista de México ha hecho de la lucha en contra del crimen organizado y, en especial, del narcotráfico, una guerra total en contra del crimen organizado. Nadie puede saber hasta qué punto con exactitud estamos o nos han involucrado en la primera, pero estamos en la segunda y podemos ver que los frutos que cosecha el bushismo los está produciendo entre nosotros el panismo en el gobierno: sufrimiento atroz de las poblaciones pobres del campo, asesinatos inexplicados, injusticias sin cuento por la malísima administración de justicia y acusaciones sin fundamento, para no mencionar sino sólo lo que nos resulta evidente.
La reforma judicial, a partir de una iniciativa presidencial, discutida y aprobada con modificaciones por la Cámara de Diputados, vuelta a discutir y a modificar por la de Senadores y que, finalmente, deberá volverse a discutir en la primera, una vez que termine el receso constitucional, es un mazacote de parches que a veces son contradictorios entre sí, algunos positivos y esperados desde hace tiempo, otros, de verdad alarmantes, porque son abiertamente violatorios de los derechos humanos, como se ha denunciado con amplitud. Está lejos de ser lo que esperábamos, tanto en lo positivo como en lo negativo. Es, por decir lo menos, una reforma rala e inconsistente.
La reforma judicial es un antiguo reclamo, casi tan antiguo como la misma reforma política y hasta con planteamientos muy parecidos, porque nuestro sistema de administración de justicia siempre ha sido un asco y no puede seguir como está. Y, desde antiguo también, se ha procurado hacer énfasis en que se trata de una operación integral, que tiene que reformarlo todo porque, si es parcial e incompleta, es equivalente a poner manzanas podridas en un barril con manzanas sanas. No puede hacerse una reforma a base de retazos mal agregados a un cuerpo enfermo y totalmente deteriorado. Sólo recordaré algunas de las muchísimas propuestas que se han hecho.
Para empezar, ya desde los años 80 se planteó la necesidad de conformar una magistratura nacional lo mejor integrada en los niveles federal y local, basada en un servicio civil de carrera que prepare y reclute a los mejores. Integrada de verdad, de manera que haya una circulación creadora de lo local a lo federal, formando un registro nacional de méritos y cualidades de los juzgadores, con datos que deberán proporcionar los tribunales superiores de los estados y los tribunales del sistema federal. Mucho se ha avanzado en ello. Tenemos ya algo que se parece a un servicio civil de carrera, pero apenas estamos en los comienzos.
Se ha planteado, asimismo y desde hace muchísimo tiempo, que el Ministerio Público se refunde como una institución totalmente autónoma de los poderes ejecutivos y se integre también mediante la formación de un auténtico servicio civil de carrera. La Procuraduría General de la República y las de los estados deben convertirse en otra cosa: en oficinas jurídicas de los gobiernos, pero no jefaturar de ninguna manera a los agentes del Ministerio Público, que deben ser totalmente independientes y con la policía judicial a sus órdenes. Está bien que se fortalezcan las facultades del Ministerio Público, pero es muy poco y, más bien, lo que se está proponiendo es ampliar sin medida las facultades indagatorias y persecutorias de las policías, lo que resulta pésimo.
En alguna ocasión, cuando apenas había yo ingresado a la Facultad de Derecho, leí un resumen de una conferencia que había dictado el ilustre penalista mexicano don Raúl Carrancá y Trujillo. Nunca he olvidado lo que decía: el agente del Ministerio Público (al que los abogados y tinterillos llaman siempre “señor ministerio público”) no es un policía; es, guardando sus facultades de investigación y persecución del delito, el representante de la sociedad y, en cuanto tal, también un juez que, como todos, debe ser imparcial, probo, justiciero y, no estaría mal, también piadoso. Lo que más necesitamos, un verdadero Ministerio Público, es lo que menos se nos da con esta sábana llena de agujeros.
Sergio García Ramírez ha puesto el dedo en la llaga. Ahora estamos convirtiendo ese horroroso hallazgo de los últimos tiempos, el “arraigo”, forma de detención absolutamente arbitraria que, hasta hace poco, al menos necesitaba de la autorización de un juez, en una institución constitucional, que puede ir de los 40 días a los 80. Con justa razón, García Ramírez pide que no nos den gato por liebre: eso es una detención anticipada y sin defensa alguna. Nadie puede ni siquiera imaginarse lo que será de su persona si un día unos policías ignorantes y atrabiliarios se presentan en su casa y empiezan a registrarla. Antes sabía a quién recurrir. Ahora ya no sabrá a quién. Con la reforma, bastará que el policía informe, post factum, a un juez de su allanamiento, si le viene en gana y, si no, pues que Dios ampare a su víctima.
Y hay muchas otras monstruosidades que nuestros senadores y diputados panistas y priístas están convirtiendo en instituciones constitucionales que me gustaría tratar, pero el límite de espacio es tiránico. Debo referirme, empero y por último, a los juicios orales. Muchos no saben lo que es eso, porque no se les ha explicado adecuadamente y la mejor información que tienen es de las películas gringas que, a decir verdad, no son un buen material. Son sencillos y, además, no hace falta mucho para instruirlos, ni en medios ni en tiempo. En eso, sus críticos lo están exagerando todo. Por si fuera poco, permiten, ni más ni menos, resolver un asunto, por complicado que sea, en muy poco tiempo. Eso sí, hay que saber hacerlos y la reforma, francamente, da pena. Se excusan porque no sabemos cómo hacerlos, pero nos los imponen. A saber qué resultará de todo esto.
¡Ah!, a propósito, ¿y el Ejército? Pues nada, de eso no se nos dice ni media palabra. ¿Qué hay de sus incursiones en las zonas rurales en plan de guerra y de sus operativos en contra del narcotráfico y del crimen organizado, de sus pavorosos retenes en los caminos? ¡Nada! Y, ¿los derechos humanos? Primero combatir al narcotráfico y al crimen organizado. De eso se trata. Los revolucionarios franceses inscribieron en su Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano que una sociedad que no protege los derechos fundamentales de la persona humana y no tiene un sistema de división de poderes en el Estado no tiene Constitución. A eso estamos llegando.
El gobierno de Estados Unidos ha convertido la lucha en contra del terrorismo en una guerra global en contra del terrorismo y, con ello, ha causado a la humanidad sufrimientos indecibles e indescriptibles; el gobierno panista de México ha hecho de la lucha en contra del crimen organizado y, en especial, del narcotráfico, una guerra total en contra del crimen organizado. Nadie puede saber hasta qué punto con exactitud estamos o nos han involucrado en la primera, pero estamos en la segunda y podemos ver que los frutos que cosecha el bushismo los está produciendo entre nosotros el panismo en el gobierno: sufrimiento atroz de las poblaciones pobres del campo, asesinatos inexplicados, injusticias sin cuento por la malísima administración de justicia y acusaciones sin fundamento, para no mencionar sino sólo lo que nos resulta evidente.
La reforma judicial, a partir de una iniciativa presidencial, discutida y aprobada con modificaciones por la Cámara de Diputados, vuelta a discutir y a modificar por la de Senadores y que, finalmente, deberá volverse a discutir en la primera, una vez que termine el receso constitucional, es un mazacote de parches que a veces son contradictorios entre sí, algunos positivos y esperados desde hace tiempo, otros, de verdad alarmantes, porque son abiertamente violatorios de los derechos humanos, como se ha denunciado con amplitud. Está lejos de ser lo que esperábamos, tanto en lo positivo como en lo negativo. Es, por decir lo menos, una reforma rala e inconsistente.
La reforma judicial es un antiguo reclamo, casi tan antiguo como la misma reforma política y hasta con planteamientos muy parecidos, porque nuestro sistema de administración de justicia siempre ha sido un asco y no puede seguir como está. Y, desde antiguo también, se ha procurado hacer énfasis en que se trata de una operación integral, que tiene que reformarlo todo porque, si es parcial e incompleta, es equivalente a poner manzanas podridas en un barril con manzanas sanas. No puede hacerse una reforma a base de retazos mal agregados a un cuerpo enfermo y totalmente deteriorado. Sólo recordaré algunas de las muchísimas propuestas que se han hecho.
Para empezar, ya desde los años 80 se planteó la necesidad de conformar una magistratura nacional lo mejor integrada en los niveles federal y local, basada en un servicio civil de carrera que prepare y reclute a los mejores. Integrada de verdad, de manera que haya una circulación creadora de lo local a lo federal, formando un registro nacional de méritos y cualidades de los juzgadores, con datos que deberán proporcionar los tribunales superiores de los estados y los tribunales del sistema federal. Mucho se ha avanzado en ello. Tenemos ya algo que se parece a un servicio civil de carrera, pero apenas estamos en los comienzos.
Se ha planteado, asimismo y desde hace muchísimo tiempo, que el Ministerio Público se refunde como una institución totalmente autónoma de los poderes ejecutivos y se integre también mediante la formación de un auténtico servicio civil de carrera. La Procuraduría General de la República y las de los estados deben convertirse en otra cosa: en oficinas jurídicas de los gobiernos, pero no jefaturar de ninguna manera a los agentes del Ministerio Público, que deben ser totalmente independientes y con la policía judicial a sus órdenes. Está bien que se fortalezcan las facultades del Ministerio Público, pero es muy poco y, más bien, lo que se está proponiendo es ampliar sin medida las facultades indagatorias y persecutorias de las policías, lo que resulta pésimo.
En alguna ocasión, cuando apenas había yo ingresado a la Facultad de Derecho, leí un resumen de una conferencia que había dictado el ilustre penalista mexicano don Raúl Carrancá y Trujillo. Nunca he olvidado lo que decía: el agente del Ministerio Público (al que los abogados y tinterillos llaman siempre “señor ministerio público”) no es un policía; es, guardando sus facultades de investigación y persecución del delito, el representante de la sociedad y, en cuanto tal, también un juez que, como todos, debe ser imparcial, probo, justiciero y, no estaría mal, también piadoso. Lo que más necesitamos, un verdadero Ministerio Público, es lo que menos se nos da con esta sábana llena de agujeros.
Sergio García Ramírez ha puesto el dedo en la llaga. Ahora estamos convirtiendo ese horroroso hallazgo de los últimos tiempos, el “arraigo”, forma de detención absolutamente arbitraria que, hasta hace poco, al menos necesitaba de la autorización de un juez, en una institución constitucional, que puede ir de los 40 días a los 80. Con justa razón, García Ramírez pide que no nos den gato por liebre: eso es una detención anticipada y sin defensa alguna. Nadie puede ni siquiera imaginarse lo que será de su persona si un día unos policías ignorantes y atrabiliarios se presentan en su casa y empiezan a registrarla. Antes sabía a quién recurrir. Ahora ya no sabrá a quién. Con la reforma, bastará que el policía informe, post factum, a un juez de su allanamiento, si le viene en gana y, si no, pues que Dios ampare a su víctima.
Y hay muchas otras monstruosidades que nuestros senadores y diputados panistas y priístas están convirtiendo en instituciones constitucionales que me gustaría tratar, pero el límite de espacio es tiránico. Debo referirme, empero y por último, a los juicios orales. Muchos no saben lo que es eso, porque no se les ha explicado adecuadamente y la mejor información que tienen es de las películas gringas que, a decir verdad, no son un buen material. Son sencillos y, además, no hace falta mucho para instruirlos, ni en medios ni en tiempo. En eso, sus críticos lo están exagerando todo. Por si fuera poco, permiten, ni más ni menos, resolver un asunto, por complicado que sea, en muy poco tiempo. Eso sí, hay que saber hacerlos y la reforma, francamente, da pena. Se excusan porque no sabemos cómo hacerlos, pero nos los imponen. A saber qué resultará de todo esto.
¡Ah!, a propósito, ¿y el Ejército? Pues nada, de eso no se nos dice ni media palabra. ¿Qué hay de sus incursiones en las zonas rurales en plan de guerra y de sus operativos en contra del narcotráfico y del crimen organizado, de sus pavorosos retenes en los caminos? ¡Nada! Y, ¿los derechos humanos? Primero combatir al narcotráfico y al crimen organizado. De eso se trata. Los revolucionarios franceses inscribieron en su Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano que una sociedad que no protege los derechos fundamentales de la persona humana y no tiene un sistema de división de poderes en el Estado no tiene Constitución. A eso estamos llegando.
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