REPORTAJE: Cinco imágenes que cambiaron nuestra vida. -EL TERRORISTA SUICIDA
La flor de la paranoia
MANUEL VICENT
La flor de la paranoia
MANUEL VICENT
El espectáculo de las Torres Gemelas derrumbándose ante el mundo entero envueltas en llamas se ha incorporado a la sustancia visual de nuestra era. Forma parte ya del catálogo de las hogueras más famosas de la historia junto con la quema del templo de Artemisa, del incendio de la biblioteca de Alejandría, de las cenizas de Constantinopla, del fuego del Reichstag, de las calabazas de Hiroshima y de Nagasaki y del napalm de Vietnam.
Como el virus crea el antivirus, un arma genera también la contraria. En el inicio de la historia el garrote del primate engendró la pedrada; la pedrada engendró el parapeto; el parapeto engendró la flecha incendiaria; la flecha engendró el escudo; el escudo engendró la lanza; la lanza engendró la muralla; la muralla engendró la catapulta, y así, sucesivamente, llegó el arcabuz, el fusil, la ametralladora, la trinchera, el mortero, el carro de combate, el bazuca, el cañón, el bombardero, el misil antiaéreo, el búnker y la bomba atómica. Más allá de la bomba atómica ha surgido ahora una nueva arma espontánea, imaginativa, adaptable a cada circunstancia, absolutamente diabólica y sin defensa posible. El ataque a las Torres Gemelas de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001, fue la presentación ante el mundo de esta última creación de la dialéctica bélica: el suicida humano, cebado con dinamita, dispuesto a inmolarse por un ideal.
El Pentágono derruido y las Torres Gemelas ardiendo fueron visiones escatológicas que durante mucho tiempo habían alimentado la imaginación de novelistas y cineastas, pero también el corazón de miles de terroristas. Norteamérica, que no concibe la vida sin espectáculo, aquel 11 de septiembre pudo comprobar hasta qué punto eran ridículas las películas de hecatombes. Hollywood había sido humillado. La ficción atrajo a la realidad y a partir de ese momento se produjo en el mundo una síntesis nueva de la maldad humana. Al parecer la alta tecnología había acudido por fin en ayuda de los desesperados.
El Pentágono es el lugar emblemático donde el Gran Gallo de Occidente asoma la cresta de acero y las Torres Gemelas eran los dos ventrículos del capitalismo que desde una esquina de Manhattan bombeaban dinero a todo el planeta. Los símbolos de Norteamérica habían saltado por los aires y, con ellos, el orgullo de una nación y la alta seguridad que lo amparaba. Además de la catástrofe física, la herida había sido profundamente espiritual. Una parte del alma de nuestra civilización quedó también bajo los cascotes y en la zona cero comenzó a crecer una enredadera que ha terminado por cubrir todo el planeta. La flor que echa esa planta es muy venenosa. Se llama paranoia.
Según la biología, un organismo es más vulnerable a medida que se hace más complejo. Esta regla es aplicable a la sociedad contemporánea cuya fragilidad va a la misma velocidad que su desarrollo, de modo que está a punto de llegar el día en que el mundo occidental dependa de un solo fusible a merced de la mano de un fundamentalista que apague la luz y nos mande a la Edad Media a comer higos chumbos. Cada vez va a ser más difícil llevar una vida dulce cerca de la gente humillada y mucho más ahora en que han hecho síntesis el odio y la química, la miseria y la electrónica, la pobreza y la crueldad, el fanatismo y la informática, la injusticia y la dinamita. En el subconsciente colectivo comienza a germinar como una pesadilla la cabeza nuclear de fabricación casera o el barril repleto de virus terroríficos que pueden ser arrojados sobre cualquier ciudad por un iluminado al que han prometido el reino de los cielos.
Ahora en los aeropuertos ordenan que te quites el calzado como si fueras a entrar en una mezquita. Te pasan el escáner por los genitales. Cualquier agente armado tiene poder para ponerte desnudo boca abajo sin que se atreva nadie a rechistar. En cualquier aduana o puesto fronterizo uno es juzgado de forma perentoria y sumarísima sólo por el rostro. Bastará con que seas moreno, con bigotón y de pelo rizado, o desafíes con la mirada al guardia o sonrías irónicamente al ser palpado para que te veas sentenciado. Pero no sólo se erigen en jueces los guardias jurados. También los propios vecinos de escalera o de barrio analizan a simple vista tu calaña envenenados por la paranoia que siguió a la hecatombe de las Torres Gemelas y desde el 11 de septiembre de 2001 existe además la obligación de mirarse en el espejo cada mañana en el cuarto de baño y juzgarse uno también a sí mismo antes de salir a la calle.
Mientras tanto, la dialéctica bélica continúa su marcha. Frente al suicida concreto, adornado con un cinturón de dinamita, se ha creado la figura del terrorismo abstracto, universal, que está en todas partes y en ninguna. Sobre ese fantasma caen ahora a ciegas las bombas de racimo.
Como el virus crea el antivirus, un arma genera también la contraria. En el inicio de la historia el garrote del primate engendró la pedrada; la pedrada engendró el parapeto; el parapeto engendró la flecha incendiaria; la flecha engendró el escudo; el escudo engendró la lanza; la lanza engendró la muralla; la muralla engendró la catapulta, y así, sucesivamente, llegó el arcabuz, el fusil, la ametralladora, la trinchera, el mortero, el carro de combate, el bazuca, el cañón, el bombardero, el misil antiaéreo, el búnker y la bomba atómica. Más allá de la bomba atómica ha surgido ahora una nueva arma espontánea, imaginativa, adaptable a cada circunstancia, absolutamente diabólica y sin defensa posible. El ataque a las Torres Gemelas de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001, fue la presentación ante el mundo de esta última creación de la dialéctica bélica: el suicida humano, cebado con dinamita, dispuesto a inmolarse por un ideal.
El Pentágono derruido y las Torres Gemelas ardiendo fueron visiones escatológicas que durante mucho tiempo habían alimentado la imaginación de novelistas y cineastas, pero también el corazón de miles de terroristas. Norteamérica, que no concibe la vida sin espectáculo, aquel 11 de septiembre pudo comprobar hasta qué punto eran ridículas las películas de hecatombes. Hollywood había sido humillado. La ficción atrajo a la realidad y a partir de ese momento se produjo en el mundo una síntesis nueva de la maldad humana. Al parecer la alta tecnología había acudido por fin en ayuda de los desesperados.
El Pentágono es el lugar emblemático donde el Gran Gallo de Occidente asoma la cresta de acero y las Torres Gemelas eran los dos ventrículos del capitalismo que desde una esquina de Manhattan bombeaban dinero a todo el planeta. Los símbolos de Norteamérica habían saltado por los aires y, con ellos, el orgullo de una nación y la alta seguridad que lo amparaba. Además de la catástrofe física, la herida había sido profundamente espiritual. Una parte del alma de nuestra civilización quedó también bajo los cascotes y en la zona cero comenzó a crecer una enredadera que ha terminado por cubrir todo el planeta. La flor que echa esa planta es muy venenosa. Se llama paranoia.
Según la biología, un organismo es más vulnerable a medida que se hace más complejo. Esta regla es aplicable a la sociedad contemporánea cuya fragilidad va a la misma velocidad que su desarrollo, de modo que está a punto de llegar el día en que el mundo occidental dependa de un solo fusible a merced de la mano de un fundamentalista que apague la luz y nos mande a la Edad Media a comer higos chumbos. Cada vez va a ser más difícil llevar una vida dulce cerca de la gente humillada y mucho más ahora en que han hecho síntesis el odio y la química, la miseria y la electrónica, la pobreza y la crueldad, el fanatismo y la informática, la injusticia y la dinamita. En el subconsciente colectivo comienza a germinar como una pesadilla la cabeza nuclear de fabricación casera o el barril repleto de virus terroríficos que pueden ser arrojados sobre cualquier ciudad por un iluminado al que han prometido el reino de los cielos.
Ahora en los aeropuertos ordenan que te quites el calzado como si fueras a entrar en una mezquita. Te pasan el escáner por los genitales. Cualquier agente armado tiene poder para ponerte desnudo boca abajo sin que se atreva nadie a rechistar. En cualquier aduana o puesto fronterizo uno es juzgado de forma perentoria y sumarísima sólo por el rostro. Bastará con que seas moreno, con bigotón y de pelo rizado, o desafíes con la mirada al guardia o sonrías irónicamente al ser palpado para que te veas sentenciado. Pero no sólo se erigen en jueces los guardias jurados. También los propios vecinos de escalera o de barrio analizan a simple vista tu calaña envenenados por la paranoia que siguió a la hecatombe de las Torres Gemelas y desde el 11 de septiembre de 2001 existe además la obligación de mirarse en el espejo cada mañana en el cuarto de baño y juzgarse uno también a sí mismo antes de salir a la calle.
Mientras tanto, la dialéctica bélica continúa su marcha. Frente al suicida concreto, adornado con un cinturón de dinamita, se ha creado la figura del terrorismo abstracto, universal, que está en todas partes y en ninguna. Sobre ese fantasma caen ahora a ciegas las bombas de racimo.
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