26 mar 2009

Irán

Hasta qué punto es teocrático Irán?/Ramin Jahanbegloo, filósofo iraní y catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad de Toronto.
Traducción de Jesús Cuéllar Menezo
Publicado en EL PAÍS (www.elpais.com), 25/03/09;
La revolución de 1979 fue un momento histórico trascendental dentro de la crisis política contemporánea iraní. Cuando el ayatolá Jomeini y sus seguidores se hicieron con el poder, el 12 de febrero de 1979, predicaban que la revuelta contra la injusticia y la tiranía, y sobre todo el martirio, formaban parte del islam chií, y que los musulmanes debían rechazar la influencia tanto de la superpotencia soviética como de la estadounidense en Irán.
El ayatolá Jomeini elaboró e instauró la ideología del Velayat-e faqih, según la cual, los musulmanes precisaban de una “custodia” manifestada en el dominio o la supervisión de destacados jurisconsultos islámicos, como el propio Jomeini. Al quedar el poder en manos de los juristas musulmanes, el islam se vería protegido de cualquier innovación y desviación, mediante la adherencia exclusiva a la ley musulmana tradicional, la sharia, con lo que se evitaría la pobreza, la injusticia y el saqueo de las tierras islámicas por parte de extranjeros impíos.
El texto redactado por la Asamblea de Expertos para la nueva Constitución iraní creó para Jomeini el poderoso cargo de Líder Supremo, que, al mando del Ejército y de los servicios de seguridad, nombra también a importantes cargos del Gobierno y de la judicatura. Pero cada cuatro años, según esa misma Constitución, se elegiría un presidente mucho menos poderoso. Y a otro organismo teocrático, el Consejo de Guardianes, se le otorgó capacidad de veto sobre los candidatos a presidente, a diputado y a miembro del organismo que elige al Líder Supremo (la Asamblea de Expertos), así como sobre las leyes que aprobara el Parlamento.
Entre los países musulmanes, Irán constituye el caso más interesante. Es el único ejemplo de Estado islámico contemporáneo instaurado gracias a una revolución popular. Y ésta es la razón que explica la dualidad estructural de la República Islámica de Irán. Jomeini partía del modelo del príncipe filósofo, dotado de una sabiduría y un conocimiento que están por encima de la ley. Pero su interpretación de la autoridad tuvo que adaptarse a las concepciones contemporáneas occidentales. El resultado fue una Constitución que otorga preponderancia a la sharia y a una autoridad basada en la voluntad divina, pero que también incorpora la voluntad y la soberanía populares.
Esta conjunción ha generado muchas contradicciones, sobre todo en lo tocante a aquellas leyes parlamentarias que chocan con la sharia y a la autoridad del jurisconsulto, que pasa por encima de las estructuras políticas convencionales. De este modo, la revolución dotó al Estado de apoyo popular, pero partiendo de dos fuentes de soberanía opuestas. En consecuencia, la Constitución iraní se compone en realidad de dos constituciones: una, la que hace hincapié en la autoridad y los derechos del pueblo, y la otra, la basada en el derecho eclesiástico, de origen divino.
Cualquier debate sobre la estructura de poder del régimen islámico iraní y sobre la lucha entre las diferentes instituciones gira en torno a cómo se percibe y aplica esa dicotomía. Lo que esto quiere decir es que el sistema político de la República Islámica de Irán se caracteriza por una feroz competencia entre los grupos de poder. En la cúspide de su estructura se encuentra el Líder Supremo, el ayatolá Alí Jamenei, que en 1989 sustituyó al ayatolá Jomeini, padre de la Revolución Iraní. El Líder Supremo es quien debe perfilar y supervisar las “políticas generales de la República Islámica de Irán”, lo cual significa que es quien marca la pauta y la dirección de las políticas interna y exterior del país. Es el jefe máximo de las Fuerzas Armadas y controla los servicios de información y de seguridad.
El Consejo de Guardianes -el Líder Supremo elige a seis de sus 12 miembros- tiene autoridad para interpretar la Constitución y determina si las leyes aprobadas por el Parlamento respetan la sharia. En consecuencia, también puede ejercer su veto sobre el Parlamento. El Consejo examina también a los candidatos a la presidencia y al poder legislativo, decidiendo si es legítimo que concurran a las elecciones.
La Asamblea de Expertos, que se reúne durante una semana al año, elige al Líder Supremo y se compone de 86 clérigos “virtuosos y eruditos”, elegidos popularmente por periodos de ocho años. Muchos analistas comparan esta Asamblea de Expertos con el Colegio Cardenalicio del Vaticano. En 1988, el ayatolá Jomeini creó asimismo el Consejo de Idoneidad, encargado de mediar entre el Consejo de Guardianes y el Parlamento en caso de disputa. El Líder Supremo nombra a todos los miembros del Consejo de Idoneidad, que a su vez sirve como organismo asesor del primero.
El Parlamento iraní es un órgano legislativo unicameral con 290 miembros elegidos mediante sufragio cada cuatro años. Cada diputado representa a una circunscripción de carácter geográfico. El Parlamento presenta y aprueba leyes que finalmente son revisadas y refrendadas por el Consejo de Guardianes, y tiene también capacidad para destituir a los ministros y aprobar el Presupuesto del Estado.
Por último, pero no por ello menos importante, está el presidente del país, segunda instancia en relevancia de Irán. Elegido por sufragio universal para un periodo de cuatro años, nombra y supervisa el Gobierno y coordina sus decisiones. También establece las políticas económicas del país, pero no controla a las Fuerzas Armadas.
Con la elección de Mohamed Jatamí se inició una nueva fase en el pulso por el poder en la República Islámica. Su arrolladora victoria en los comicios de 1997 fue un paso positivo en el camino hacia la soberanía popular. Ese año, la participación entusiasta de una nueva generación de votantes incrementó la presión para alcanzar un mayor pluralismo político.
Poca duda cabe de que la elección de Jatamí y sus ocho años en la presidencia popularizaron el discurso de la democracia en Irán, abriendo de nuevo el debate sobre su democratización. Pero con la victoria del candidato ultraconservador Mahmud Ahmadineyad en los comicios presidenciales de 2005, prácticamente todos los organismos e instituciones del poder, electivos o no, quedaron en manos de ultraconservadores.
Ahmadineyad ha conservado importantes activos políticos, de los que sin duda el más relevante ha sido el fervor nacionalista nacido del programa nuclear iraní, aunque se le acusa de excesiva audacia en su agresivo tono respecto a Israel y en su discurso de negación del Holocausto. En sus primeros cuatro años practicó cierto populismo político, pero en los últimos meses ha sido muy censurado por su gestión ante el aumento de la inflación y el desempleo, causantes de un creciente descontento popular. Las críticas recibidas por Ahmadineyad no sólo han salido de las filas reformistas, sino que las han expresado políticos conservadores que parecen haber perdido la paciencia con él.
El Irán actual es muy parecido a la Unión Soviética de sus últimos días. La ideología revolucionaria se ha agotado, los jóvenes iraníes están desencantados, el movimiento reformista no ha logrado responder a las demandas populares y prácticamente todos los años se registran en las grandes ciudades del país disturbios espontáneos y muestras de descontento. Sin embargo, 30 años después de las revueltas que derrocaron al sha y su régimen, los iraníes carecen de una organización que aglutine sus distintas aspiraciones.
Nadie sabe si la República Islámica de Irán evolucionará hacia la democracia o si se vendrá abajo en medio de una revolución. Para la gran mayoría de los iraníes que viven dentro del país, ya de por sí desencantados con una revolución y víctimas durante ocho años de la brutal guerra con Irak, la evolución pacífica sería la opción más ventajosa. Y sea como sea, para la generación más joven, ese 70% de la población menor de 30 años, el cambio tendrá que llegar tarde o temprano, porque está buscando trabajo, libertad y oportunidades.
En esta tesitura, ¿podrá la República Islámica de Irán superar su identidad ideológica, dejando espacio para la soberanía popular, o, por el contrario, el mandato divino del Velayat-e-Faqih acabará con cualquier esperanza de una transición democrática en Irán? Ésta es la pregunta clave a la que tendrán que responder los analistas de la Revolución Iraní.

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