24 abr 2009

La Iglesia, La Familia y El Chapo, opinión de Jorge Fernández

Columna Razones/Jorge Fernández Menéndez
Publicado en Excélsior, 24 de abril de 2009;
Seguridad y responsabilidad de la Iglesia
La Iglesia católica ha estado en los titulares de los periódicos en los últimos días. Lo más notable fue la declaración del arzobispo de Durango, Héctor González,quien aseguró, en una declaración de prensa, que sabía, “como todo mundo”, dijo, dónde vivía JoaquínEl ChapoGuzmán en ese estado: en el poblado Guanaceví, para luego, ante la exigencia de que realizara la consiguiente denuncia ante las autoridades, desdecirse y terminar afirmando que eran simples especulaciones o versiones de prensa.
Lo cierto es que dos días después de esas “especulaciones”, en ese mismo poblado aparecieron asesinados dos oficiales de inteligencia militar, cuyos cuerpos fueron abandonados. El hecho es que las versiones de que Guzmán se oculta en esa zona serrana, de muy difícil acceso, del llamado triángulo dorado están presentes desde siempre. Y hay datos duros, proporcionados por las autoridades, de que por allí ha estado, incluso que allí realizó su última boda (que fue sacramentada, dicen las crónicas de la misma, por un sacerdote católico, me imagino que de la diócesis de ese arzobispo). El problema, grave, con la declaración del prelado González es que, primero, afirmó conocer el lugar donde vivía El Chapo y, segundo, que lo hizo en forma pública, como exigencia a las autoridades de que no lo detuvieran sabiendo dónde estaba. Por eso la reacción violenta del crimen organizado, que termina costando la vida de dos militares que, ellos sí, realmente estaban trabajando en la localización de Guzmán Loera. No ha habido ni del arzobispo ni de las instituciones de la Iglesia una sola declaración lamentando el hecho, como si no hubiera tenido relación alguna con el comentario. Lo que sí hubo fue un pedido de protección, para los mismos prelados, a la Secretaría de Gobernación, y una declaración, como casi siempre desafortunada, del obispo de Saltillo, Raúl Vera, diciendo que esas muertes demostraban el fracaso de la lucha contra el narcotráfico y el apoyo que éste tenía de las estructuras políticas. Olvidó el obispo, y debería recordarlo por su actual responsabilidad y sobre todo las anteriores en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, que la penetración del crimen organizado se da en la política, pero también en la economía, la sociedad y, por supuesto, la Iglesia.
La estrategia de lavarse las manos, de muchos hombres de la Iglesia, no es, no puede ser, legítima. Por supuesto que hay quienes cumplen con sus responsabilidades en muchos poblados del país y son perseguidos por los delincuentes. Se denunció esta semana que por lo menos 300 sacerdotes están fuera de su respectiva parroquia por esa razón y, ellos, según se comprometió a hacerlo la Secretaría de Gobernación, deben ser protegidos. Pero la cifra de civiles, policías y militares honestos (no estamos hablando de los que han muerto por ser parte de uno de los grupos en pugna y como consecuencia de los ajustes de cuentas) que han sido asesinados es mucho mayor y eso no suele ser considerado públicamente por la Iglesia.
Tampoco se consideran las complicidades. Acabo de regresar de Morelia y el miércoles mostramos, con Bibiana Belsasso, en el programa Todo Personal en Canal Proyecto 40 (y le mostraré un amplísimo reportaje sobre el tema el domingo en Séptimo Día), cómo La Familia Michoacana, este peculiar cártel que ya opera en muchos puntos del país, incluido el Distrito Federal, combina para el reclutamiento y el adoctrinamiento de sus jóvenes sicarios, instrumentos religiosos e incluso albergues destinados a la atención de adicciones, que parecen tener patrocinio de la Iglesia católica. Los Albergues Gratitud, por ejemplo, muestran estampas y leyendas de Jesús en su publicidad y presentación, aparecen como una organización católica y, en realidad, es un centro de adoctrinamiento de La Familia por el que han pasado entre siete mil y nueve mil jóvenes.
¿Ha escuchado usted alguna denuncia de la jerarquía católica, local o nacional, con respecto a ese tema, para exigir, por ejemplo, que esos u otros centros que se sabe que están relacionados con el crimen organizado dejen de utilizar las imágenes y los símbolos de la Iglesia para adoctrinar futuros sicarios?
Yo no lo he leído, visto ni oído. Y me imagino que si un periodista tiene acceso a esa información, que está desde hace tiempo en manos de las autoridades, con mayor razón debe ser del conocimiento de
la Iglesia.
Vamos más allá: todavía está abierto el debate sobre si son legítimas o no las llamadas narcolimosnas en todas sus variantes, desde el dinero en efectivo hasta la construcción de parroquias con recursos del crimen organizado. Se lavan las manos y parecen dar a entender que esa lucha no es suya, que no tienen por qué involucrarse en ella.
Es un error de fondo: de la misma forma que grupos como La Familia hacen suyos los símbolos y el discurso de la Iglesia católica con el fin de utilizarlos en forma torcida para su causa, otros grupos, sobre todo en el norte y el centro del país, han adoptado el culto a la Santa Muerte o a Jesús Malverde. Incluso esos grupos criminales necesitan en muchos casos el soporte (o la coartada, como se quiera) que da una justificación espiritual o de fe para mantenerse en esa faena.
Han existido sacerdotes y obispos que han llegado a pedir la excomunión de quienes pertenezcan a grupos del crimen organizado, o que colaboran con las autoridades, pero pareciera que a la institución le termina preocupando más el aborto que el mayor desafío que afronta la seguridad nacional del país. Y eso es lamentable.
Para colmo, aunque sea en otras latitudes, al presidente de Paraguay, el obispo con licencia Fernando Lugo, le siguen apareciendo hijos, tres confirmados y dicen que en realidad son nueve. Y sus superiores aceptan que no es novedad, que todos lo sabían. ¿Como el lugar donde supuestamente vivía El Chapo?
No ha habido ni del arzobispo ni de las instituciones ecleciásticas una sola declaración lamentando el hecho.

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