Por Gregorio Morán (LA VANGUARDIA, 15/05/10):
Ahora que ya somos un poco griegos deberíamos tomarnos una cierta distancia. ¿Será un buen momento para la retórica? La cofradía de los retóricos, de honda raigambre en nuestra cultura judeocristiana, es la variante cool de los vendedores de ungüentos de mi infancia. Entonces, todos los jueves, en el mercado provinciano, se preguntaban “¿Qué ven en mi mano? ¿Para qué creen que sirve este frasco minúsculo?”. Luego pasaban a explicar que la modestia de lo que contemplábamos desentonaba con la eficacia del emplaste. Hasta anteayer los retóricos acababan preguntándose adónde iba España, o qué hacíamos con la Constitución, o si el Estatut es la última oportunidad que ofrece la historia. Eso fue anteayer, y a partir de ahora habrá un antes y un después de anteayer.
Este es el momento de los intelectuales. Lo digo sin ironía, porque la intelectualidad como profesión tiene su gran momento. Me remito a los ejemplos del inmediato pasado.
¿Cuál fue la década estelar de la ética en España? Los años ochenta del pasado siglo, cuando algunos empezaron a preguntarse cómo era posible que existiera tal diferencia entre lo que se decía y lo que se hacía.
¿Y los libros de autoayuda? En los noventa irrumpieron los manuales que explicaban que en tu interior no sólo estaba la verdad sino que tu timidez escondía a un artista, a un filósofo, a un creador en el pleno sentido de la palabra. Ahora toca demostrar qué cojones ha pasado, cosa que puede hacer cualquiera con cuatro dedos de frente, pero lo que sólo puede hacer un intelectual es explicarlo de tal modo que las responsabilidades siempre correspondan al adversario, o en su defecto al mercado, y para eso se necesita cierto bagaje cultural y una experiencia en el debate de fondo que consienta no caer en maniqueísmos, ni en simplificar la realidad, ni en posiciones oportunistas. Retengan las palabras maniqueísmos, simplificar la realidad y posiciones oportunistas. Las van a escuchar hasta saciarse.
La invención del intelectual no tiene más de cien años. En los manuales le dirán que fue Zola y su defensa del caso Dreyfus, pero no se lo crean. La audacia y determinación de Zola fue muy otra cosa, y tiene que ver con la decencia y la dignidad del escritor frente a la injusticia. Ya lo había hecho Voltaire con el asunto Calas, y es sabido que fue uno de esos tipos que supo sobrevivir con brillantez a su propia indignidad. De poner una fecha al nacimiento de la figura del intelectual yo apostaría a que fue durante la guerra del 1914-18, porque inaugura los apoyos de escritores y pensadores, en bloque, a una causa de Estado. La lectura de los documentos firmados por aliadófilos y germanófilos – los españoles, por ejemplo-abruman. Luego vinieron otras causas y el fenómeno fue imparable. Cualquier estado de cosas, por aberrante que fuera, tuvo siempre un puñado de intelectuales que lo defendieran.
Por eso impresiona la actitud de Bertrand Russell a contracorriente de los dos bandos durante la Primera Guerra Mundial, o la del pensador norteamericano John Dewey, promoviendo un tribunal independiente sobre los crímenes de Stalin en vida de éste, porque en ambos casos no hay pared ni sombrilla de Estado que los ampare. No sólo están espantosamente solos sino al pairo de todas las calumnias que puedan generar los adversarios con tal de destruirlos moralmente, cuando no osan hacerlo físicamente. Cualquier crítica siempre será susceptible de ser instrumentalizada por el enemigo. De ahí que lo mejor para un intelectual consista siempre en apoyarse en una institución. Se puede vivir de ello. Hoy quien justifique las aberraciones de los gobiernos de Cuba o Israel, tiene en ellos un paraguas vital que le protege. Casi una pensión, una especie de Inserso de anteayer con viaje incluido. Hubo un tiempo que ocurría lo mismo con Estados Unidos, pero terminada la guerra fría le han salido tantos defensores, que de pagarlos amenazarían con quebrar las arcas de sus fundaciones.
¿Cuál fue, en España, nuestro último debate intelectual? Tengo dudas, porque si nos esforzamos por buscarlo podríamos llegar a la conclusión de que el último debate español tuvo lugar en los años veinte del siglo pasado, o durante la República entre Azaña y Ortega, o en el exilio de los años cuarenta. No lo sé pero da la impresión de que la instrumentalización de los intelectuales en la vida política española ha sido tan evidente que el deterioro parece irreversible. Nosotros no padecemos ninguna traición de los intelectuales,por utilizar una expresión francesa que tuvo su éxito. Lo nuestro tiene más que ver con el alquiler de los intelectuales, una forma peculiar de participación social que se impuso en la transición y de la que no hemos salido.
Félix de Azúa ha publicado un artículo en El Periódico donde dice adiós a su colaboración semanal y al columnismo periodístico. Lo tituló “Permitan ustedes que me despida”. Después de hacer un retrato descarnado de nuestra realidad política, donde figura por cierto un apunte que sería profético días más tarde – “el estropicio es ya casi insalvable”-, concluye: “En estas circunstancias es inútil tratar de influir en la vida pública”. En un país con una intelectualidad menos instrumental que la dominante por aquí y por allá, es decir, por Madrid y Barcelona – donde se publicó el texto-,una declaración así provocaría como mínimo un debate. Que yo conozca sólo han salido sendos artículos sobre el asunto, de Joan Barril y Arcadi Espada. Estoy seguro que habrá quien le parezca de perlas. Primero, porque queda un hueco periodístico que ellos pueden llenar, y luego porque Félix de Azúa les cae mal, y el primer principio de un intelectual en Catalunya o en España entera consiste en tratar de caer bien; al menos a una cofradía.
Conozco poco a Félix de Azúa, y tengo la impresión de que sus opiniones y las mías no coinciden ni en nuestra inclinaciones literarias, ni políticas. Ni falta alguna que hace. Pero yo necesito leer a gente como Félix de Azúa. Si no fuera así aceptaríamos estar metidos en el pozo donde hemos entrado hace ya muchos años y donde se niegan a facilitarnos una salida. No creo que ni él ni yo ni casi nadie tengamos ni la más mínima posibilidad de influir en la vida pública, porque los que están en condiciones de influir en la vida pública no escriben, se dedican a otras cosas, y cuando publican algo ya tienen la gente que les haga ese menester. Y digo más, escriben porque influyen en la vida pública, y no al revés. Pero entiendo que alguien se canse, y hasta se desmoralice ante este erial de gracias y respetos que es la vida intelectual pública. Ya no sufrimos la amenaza de la censura sino la erosión de lo políticamente correcto; esa presión política y social que se enciende como una lucecita y te avisa: “Yo, en tu caso, no escribiría eso, colega”.
Entonces, para qué escribimos. Quizá porque no sabemos hacer otra cosa mejor para ganarnos la vida, pero si fuera solamente por eso podríamos vivir mucho mejor escribiéndole los discursos a un banquero, a un ministro o a un conseller, y haciéndoles los libros que siempre soñaron escribir y no sabían cómo. Si escribimos en los periódicos es porque creemos que hay un lector, a lo mejor un puñado, que son capaces de leer el artículo, incluso entero, y de participar en algo tan curioso como una visión diferente de algunas cosas que parecen obvias y no lo son. En un país donde la opinión pública parece una parodia de la vida política, deberíamos lamentarnos de que un hombre como Félix de Azúa deje de escribir regularmente en los diarios. Ahora bien, como ya somos griegos, cabe hacernos preguntas de las que no se escriben. ¿Cuántos habrán pasado página con un guiño cómplice? “Que se joda, por chulo. Y si se va, como Gabriel Jackson, mejor”. La penúltima vez que escuché esa frase debió de ser allá por los sesenta: “Nadie te obliga a vivir aquí; el que quiera se puede ir”. ¡Como en los años mozos, y nosotros con la próstata!
Ahora que ya somos un poco griegos deberíamos tomarnos una cierta distancia. ¿Será un buen momento para la retórica? La cofradía de los retóricos, de honda raigambre en nuestra cultura judeocristiana, es la variante cool de los vendedores de ungüentos de mi infancia. Entonces, todos los jueves, en el mercado provinciano, se preguntaban “¿Qué ven en mi mano? ¿Para qué creen que sirve este frasco minúsculo?”. Luego pasaban a explicar que la modestia de lo que contemplábamos desentonaba con la eficacia del emplaste. Hasta anteayer los retóricos acababan preguntándose adónde iba España, o qué hacíamos con la Constitución, o si el Estatut es la última oportunidad que ofrece la historia. Eso fue anteayer, y a partir de ahora habrá un antes y un después de anteayer.
Este es el momento de los intelectuales. Lo digo sin ironía, porque la intelectualidad como profesión tiene su gran momento. Me remito a los ejemplos del inmediato pasado.
¿Cuál fue la década estelar de la ética en España? Los años ochenta del pasado siglo, cuando algunos empezaron a preguntarse cómo era posible que existiera tal diferencia entre lo que se decía y lo que se hacía.
¿Y los libros de autoayuda? En los noventa irrumpieron los manuales que explicaban que en tu interior no sólo estaba la verdad sino que tu timidez escondía a un artista, a un filósofo, a un creador en el pleno sentido de la palabra. Ahora toca demostrar qué cojones ha pasado, cosa que puede hacer cualquiera con cuatro dedos de frente, pero lo que sólo puede hacer un intelectual es explicarlo de tal modo que las responsabilidades siempre correspondan al adversario, o en su defecto al mercado, y para eso se necesita cierto bagaje cultural y una experiencia en el debate de fondo que consienta no caer en maniqueísmos, ni en simplificar la realidad, ni en posiciones oportunistas. Retengan las palabras maniqueísmos, simplificar la realidad y posiciones oportunistas. Las van a escuchar hasta saciarse.
La invención del intelectual no tiene más de cien años. En los manuales le dirán que fue Zola y su defensa del caso Dreyfus, pero no se lo crean. La audacia y determinación de Zola fue muy otra cosa, y tiene que ver con la decencia y la dignidad del escritor frente a la injusticia. Ya lo había hecho Voltaire con el asunto Calas, y es sabido que fue uno de esos tipos que supo sobrevivir con brillantez a su propia indignidad. De poner una fecha al nacimiento de la figura del intelectual yo apostaría a que fue durante la guerra del 1914-18, porque inaugura los apoyos de escritores y pensadores, en bloque, a una causa de Estado. La lectura de los documentos firmados por aliadófilos y germanófilos – los españoles, por ejemplo-abruman. Luego vinieron otras causas y el fenómeno fue imparable. Cualquier estado de cosas, por aberrante que fuera, tuvo siempre un puñado de intelectuales que lo defendieran.
Por eso impresiona la actitud de Bertrand Russell a contracorriente de los dos bandos durante la Primera Guerra Mundial, o la del pensador norteamericano John Dewey, promoviendo un tribunal independiente sobre los crímenes de Stalin en vida de éste, porque en ambos casos no hay pared ni sombrilla de Estado que los ampare. No sólo están espantosamente solos sino al pairo de todas las calumnias que puedan generar los adversarios con tal de destruirlos moralmente, cuando no osan hacerlo físicamente. Cualquier crítica siempre será susceptible de ser instrumentalizada por el enemigo. De ahí que lo mejor para un intelectual consista siempre en apoyarse en una institución. Se puede vivir de ello. Hoy quien justifique las aberraciones de los gobiernos de Cuba o Israel, tiene en ellos un paraguas vital que le protege. Casi una pensión, una especie de Inserso de anteayer con viaje incluido. Hubo un tiempo que ocurría lo mismo con Estados Unidos, pero terminada la guerra fría le han salido tantos defensores, que de pagarlos amenazarían con quebrar las arcas de sus fundaciones.
¿Cuál fue, en España, nuestro último debate intelectual? Tengo dudas, porque si nos esforzamos por buscarlo podríamos llegar a la conclusión de que el último debate español tuvo lugar en los años veinte del siglo pasado, o durante la República entre Azaña y Ortega, o en el exilio de los años cuarenta. No lo sé pero da la impresión de que la instrumentalización de los intelectuales en la vida política española ha sido tan evidente que el deterioro parece irreversible. Nosotros no padecemos ninguna traición de los intelectuales,por utilizar una expresión francesa que tuvo su éxito. Lo nuestro tiene más que ver con el alquiler de los intelectuales, una forma peculiar de participación social que se impuso en la transición y de la que no hemos salido.
Félix de Azúa ha publicado un artículo en El Periódico donde dice adiós a su colaboración semanal y al columnismo periodístico. Lo tituló “Permitan ustedes que me despida”. Después de hacer un retrato descarnado de nuestra realidad política, donde figura por cierto un apunte que sería profético días más tarde – “el estropicio es ya casi insalvable”-, concluye: “En estas circunstancias es inútil tratar de influir en la vida pública”. En un país con una intelectualidad menos instrumental que la dominante por aquí y por allá, es decir, por Madrid y Barcelona – donde se publicó el texto-,una declaración así provocaría como mínimo un debate. Que yo conozca sólo han salido sendos artículos sobre el asunto, de Joan Barril y Arcadi Espada. Estoy seguro que habrá quien le parezca de perlas. Primero, porque queda un hueco periodístico que ellos pueden llenar, y luego porque Félix de Azúa les cae mal, y el primer principio de un intelectual en Catalunya o en España entera consiste en tratar de caer bien; al menos a una cofradía.
Conozco poco a Félix de Azúa, y tengo la impresión de que sus opiniones y las mías no coinciden ni en nuestra inclinaciones literarias, ni políticas. Ni falta alguna que hace. Pero yo necesito leer a gente como Félix de Azúa. Si no fuera así aceptaríamos estar metidos en el pozo donde hemos entrado hace ya muchos años y donde se niegan a facilitarnos una salida. No creo que ni él ni yo ni casi nadie tengamos ni la más mínima posibilidad de influir en la vida pública, porque los que están en condiciones de influir en la vida pública no escriben, se dedican a otras cosas, y cuando publican algo ya tienen la gente que les haga ese menester. Y digo más, escriben porque influyen en la vida pública, y no al revés. Pero entiendo que alguien se canse, y hasta se desmoralice ante este erial de gracias y respetos que es la vida intelectual pública. Ya no sufrimos la amenaza de la censura sino la erosión de lo políticamente correcto; esa presión política y social que se enciende como una lucecita y te avisa: “Yo, en tu caso, no escribiría eso, colega”.
Entonces, para qué escribimos. Quizá porque no sabemos hacer otra cosa mejor para ganarnos la vida, pero si fuera solamente por eso podríamos vivir mucho mejor escribiéndole los discursos a un banquero, a un ministro o a un conseller, y haciéndoles los libros que siempre soñaron escribir y no sabían cómo. Si escribimos en los periódicos es porque creemos que hay un lector, a lo mejor un puñado, que son capaces de leer el artículo, incluso entero, y de participar en algo tan curioso como una visión diferente de algunas cosas que parecen obvias y no lo son. En un país donde la opinión pública parece una parodia de la vida política, deberíamos lamentarnos de que un hombre como Félix de Azúa deje de escribir regularmente en los diarios. Ahora bien, como ya somos griegos, cabe hacernos preguntas de las que no se escriben. ¿Cuántos habrán pasado página con un guiño cómplice? “Que se joda, por chulo. Y si se va, como Gabriel Jackson, mejor”. La penúltima vez que escuché esa frase debió de ser allá por los sesenta: “Nadie te obliga a vivir aquí; el que quiera se puede ir”. ¡Como en los años mozos, y nosotros con la próstata!
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