23 oct 2011

Periodista y hombre de letras

Periodista y hombre de letras
Rafael Vargas
Revista Proceso # 1825, 23 de octubre de 2011;
En noviembre de 1988, en el Polyforum Siqueiros, durante la presentación de la novela Escalerilla 23, del periodista zacatecano Sergio Candelas Villalba, Miguel Ángel Granados Chapa abordó la antigua polémica, nunca suficientemente resuelta, sobre la supuesta disparidad e incompatibilidad entre el periodismo y la literatura.
“En efecto –dijo el columnista–, la práctica periodística puede conspirar contra la creación literaria en la medida en que el manejo rutinario del lenguaje puede mellar las capacidades de expresión de un periodista, particularmente de quienes están sujetos a los rigores de la información cotidiana, los reporteros asignados a determinados sectores informativos que tienen que escribir bajo una enorme presión. No siempre disponen del tiempo ni de la capacidad reflexiva para quitar los desaliños con que la prosa va fluyendo, porque la prioridad es que fluya y no tanto que fluya conforme a determinados cánones.”
Y aun cuando la presión del tiempo es un factor que siempre va en contra de la mejor redacción posible, si algo brinda el oficio periodístico a quien lo practica es la oportunidad de aprender a escribir cada vez mejor. Mucho depende de saber ser autocríticos; mucho, también, de leer siempre a los grandes maestros de la prosa. Un buen escritor es siempre un gran lector.
Al final del día, así como hay malas y buenas novelas, poemas bien o mal escritos, no hay sino artículos bien o mal redactados. A veces el peso de los datos y la importancia de la información hacen que el lector soslaye errores sintácticos y hasta ortográficos, pero un artículo bien escrito siempre se agradece más –y, por supuesto, hay artículos periodísticos que resultan memorables.
De manera que la vieja polémica que en 1948 Salvador Novo planteaba en términos casi irreconciliables –“no se puede alternar el santo ministerio de la maternidad, que es la literatura, con el ejercicio de la prostitución, que es el periodismo”– es, en realidad, absurda. Lo único extraño es que haya sido Novo, uno de los más grandes prosistas con que ha contado México y, a pesar suyo, un periodista excelente (capaz de redactar todo un artículo al tiempo que lo dictaba por teléfono), quien la formulara así.
Lo que hacía (hace) tan agradecible el periodismo de Granados Chapa no era sólo el gran valor civil con que cumplía su tarea, perfectamente fundamentada en una inmensa cantidad de información (datos de todo calibre que requerían horas de investigación y que su estupenda memoria sabía relacionar e interpretar), o la manera en que iluminaba a sus lectores gracias a su conocimiento de las leyes en un país en el que los propios gobernantes las ignoran –no tanto porque hagan caso omiso de ellas, sino porque las desconocen–, sino también, en gran medida, la calidad de su prosa llana, sin ripios, concisa, directa, con la intención de ser útil antes que elegante (aunque la elegancia proviene de la sencillez) y no exenta de un discreto humor.
Era fácil adivinar que detrás del inteligente autor de artículos periodísticos había un gran lector de poemas, de novelas, de ensayistas, historiadores y, por supuesto, otros periodistas admirables, pues el dominio de un género no se consigue sino a través de la imitación de los mejores.
Ese hombre de letras, ese hombre de cultura, se volvió cada vez más visible, gracias a su cotidiano espacio noticioso en Radio UNAM –en el que se daba tiempo para leer y glosar poemas de Efrén Rebolledo, fragmentos de crónicas de Gabriel García Márquez o entrevistar a escritores jóvenes– y de sus columnas, La Calle y Diario de un espectador en el diario Metro, a través de las cuales se podía saber qué estaba leyendo y escuchando.
Uno se preguntaba de dónde diablos sacaba Granados Chapa tiempo y energía para escribir tanto cuando uno mismo, como lector, tenía que esforzarse si quería seguirle el paso.
Era imposible no admirarlo. Y sería un error no aquilatar debidamente el valor de su trabajo como escritor, que no sólo queda plasmado en miles de cuartillas dispersas producidas en más de 40 años de labor constante, ininterrumpida, sino en una quincena de libros. Es lástima que a pesar de tantas horas de trabajo no haya encontrado las suficientes para abocarse a la redacción de la novela que contemplaba desde hacía años, Bucareli, en la que se proponía contar la historia de esa calle, de muchas maneras central en la vida de nuestra capital y nuestro país.
El 15 de junio de 1995, cuando Octavio Paz recibió en España el premio Mariano de Cavia –una de las distinciones que se otorgan a los autores más destacados de la literatura y el periodismo de lengua española– por su artículo Las elecciones de 1994 en México, el poeta pronunció un discurso que zanja de manera contundente las alegadas incompatibilidades entre literatura y periodismo.
Ese día dijo Octavio Paz:
“Soy (o quiero ser) un poeta; igualmente soy (o quiero ser) un periodista. Muy joven, adolescente, escribí poemas y aún los sigo escribiendo; muy joven, también, comencé a publicar artículos y notas en diarios y revistas. Las dos actividades no se oponen sino que, a veces, se complementan. Con frecuencia oigo decir que el tiempo del periodismo es el del instante, mientras que el de la poesía son los años y aun los siglos. Vale la pena someter a prueba esta opinión…
“Los artículos no están hechos para durar; sin embargo, unos cuantos, los mejores, sobreviven. Lo mismo sucede con la poesía. La buena poesía moderna está impregnada de periodismo…
“A mí me gustaría dejar unos pocos poemas con la ligereza, el magnetismo y el poder de convicción de un buen artículo de periódico… y un puñado de artículos con la espontaneidad, la concisión y la transparencia de un poema.”
Así como no hay un gran escritor que no haya practicado el periodismo, debe decirse que no hay un gran periodista que no haya sabido transmutar su oficio en literatura.
Salvo por el hecho de que la materia de uno puede ser la ficción, o reducirse a su biografía, y la del otro es necesariamente la realidad, la vida común, las hipotéticas diferencias se difuminan.
La ausencia de Miguel Ángel Granados Chapa ha de dolernos tanto como la de nuestros grandes hombres de letras, insustituibles. Para quienes lo leímos a lo largo de más de 35 años su palabra se había convertido en una voz familiar, en más de un sentido

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