¿FUE ALBERT CAMUS ASESINADO POR EL KGB?/Antonio José Ponte, escritor y vicedirector del Diario de Cuba
Publicado en EL PAÍS, 05/11/11;
El pasado agosto el Corriere della Sera habló del asesinato de Albert Camus a manos de la KGB. El diario italiano citaba al eslavista Giovanni Catelli, este citaba una entrada de los diarios del checo Jan Zabrana, y Zabrana, su encuentro con alguien próximo a la inteligencia soviética. Según esa versión, lo que fuera considerado en 1960 un accidente mortal de tráfico había sido, en el fondo, un asesinato político. Camus pagaba de ese modo su condena de la invasión soviética a Hungría y el apoyo ofrecido a Boris Pasternak para el Nobel.
“Escuché algo sumamente extraño de boca de un hombre que sabía muchas cosas y contaba con fuentes bien informadas”, anotó Zabrana en su diario. Aquel hombre confesó que el accidente automovilístico había sido orquestado desde Moscú. Ofreció detalles de la operación (un artefacto segó el neumático que giraba a alta velocidad) y del procedimiento: la orden venía del propio ministro de Exteriores, Shepílov, a quien Camus había acusado de las muertes ocurridas en Hungría. (Acerca de la URSS, Camus escribió en otra ocasión: “Que ese régimen concentracionario sea adorado como el instrumento de la liberación y como escuela de la felicidad futura…, eso es lo que combatiré hasta el fin”).
Zabrana no dejó pistas acerca de la identidad del confidente. Su viuda (él murió en 1984) se inclina por dos candidatos: un checoestadounidense profesor de literatura rusa en la Universidad de Cornell y un profesor checo en la Universidad canadiense de Waterloo. De ellos, solamente vive el segundo, que evitó comentar la noticia.
Ganador del Nobel de Literatura en 1957, Albert Camus compró con dinero del premio un antiguo criadero de gusanos de seda en Lourmarin, en la Provenza. Hizo obras en el edificio, recorrió los anticuarios locales hasta conseguir amueblarlo del todo, mandó traer un piano de París. Convirtió el granero en despacho, y prometió al anterior propietario que cuidaría de los olivos del jardín. A los 45 años de edad comentó a unos amigos: “Por fin he encontrado el cementerio donde seré enterrado”.
En esa casa, acompañado de su esposa y de sus hijos gemelos, celebró la Nochevieja de 1959. Camino de París llegaron los Gallimard (de la familia de su editor) que le eran más cercanos: Michel, su mujer Janine, Anne, un perro. Y a la hora de marcharse él hizo subir al tren a su esposa e hijos, y decidió hacer el viaje con los Gallimard.
Michel condujo su Facel-Vega, Janine cedió el puesto de copiloto a Camus. Viajaron sin prisas: visitaron a unos amigos, comieron en Orange. Cenaron en una hospedería cerca de Mâcon, donde brindaron por el nuevo año y por los 18 años recién cumplidos de Anne. Al día siguiente, después de una comida ligera en Sens, retomaron el viaje. En las proximidades de Villeblevin, un pueblito del departamento de Yonne, el Facel-Vega se salió de la carretera de un bandazo, chocó contra un plátano, rebotó contra otro árbol y se hizo pedazos.
Michel Gallimard falleció a los cinco días. Su mujer y su hija salieron indemnes. Del perro no se tuvo más noticia. Camus murió en el acto, el cráneo fracturado y el cuello roto. En uno de sus bolsillos fue encontrado el billete de vuelta a París que no utilizaría. En el maletero del coche, el manuscrito inconcluso de la novela El primer hombre, publicada décadas más tarde por su hija.
La carretera era recta en aquel tramo. Los peritos hablaron de bloqueo de una rueda y de rotura de un eje. El médico personal de Camus llegó a reconocer que el estado de sus pulmones no le habría permitido hacerse viejo. A la luz del viaje tan casual que hiciera con los Gallimard y del zigzagueante retorno a París podría desestimarse la hipótesis del asesinato político. Aunque más casual y zigzagueante podían mostrarse los servicios secretos soviéticos.
Consultado acerca del asesinato, el biógrafo Olivier Todd se resistió a aceptar tal hipótesis. Sus investigaciones en los archivos secretos soviéticos no arrojaron indicio alguno que pudiese alentarla. Y, si bien un informe enviado por el Partido Comunista Argelino al Partido Comunista Francés y de allí a Moscú consignaba: “Hay que proceder a algunas depuraciones de agentes provocadores troskistas como Camus”, ese informe estaba fechado en 1937.
Todd reconoció, sin embargo, que los fondos examinados por él mostraban cómo Moscú utilizaba a los checos para los trabajos sucios. (Quizás el interlocutor de Jan Zabrana sabía de qué hablaba). Aunque Praga era, además de campamento de reclutaciones, gran mentidero de la guerra fría. Y por la ciudad pululaban sospechas (bastante descabelladas algunas) que apuntaban a Moscú igual que, tres siglos antes, en torno a la derrota de la Montaña Blanca, cundieron fantásticos rumores en contra del catolicismo.
Jan Zabrana era lector de libros prohibidos, radioyente clandestino de emisoras occidentales. Reconstruía detectivescamente cuanto ocurría en el mundo. El 31 de diciembre de 1973 anotó: “Anteayer se publicó en París el nuevo libro de Solzhenitzin, el Archipiélago Gulag. ¿Una novela? ¿Un reportaje? Hasta ahora no sé nada más. El acrónimo Gulag lo conozco del epílogo de El doctor Zhivago”.
Narrador y poeta, la prohibición de publicar sus textos le dejó como única salida la traducción literaria. Tradujo de los dos principales idiomas contendientes de la guerra fría: a Pasternak y Mandelstam, a Ginsberg y Plath. Su único delito consistía en descender de políticos socialdemócratas. Sus padres fueron encarcelados al llegar los comunistas al poder, y la casa familiar terminó expropiada. Él tuvo cerrado el acceso a los estudios superiores (ni siquiera en seminarios teológicos consiguió estudiar) y, recluido en el país bajo restricciones de libros y de ideas, cada dato lejano que obtenía tuvo que resultarle precioso.
En sus diarios calibra las equivocaciones políticas de Pound y Sartre y Ginsberg y Eluard y Evtushenko: practica una entomología no reducida a los ejemplos locales. Así, anota nombres de escritores cubanos encarcelados por el régimen castrista o lamenta que no llegue de una vez la desaparición de Franco. Esas notas versan también sobre el oficio de traductor, la perversión política de la lengua, el envejecimiento y la muerte. Son páginas excelentes, que lo colocan entre los grandes escritores de diarios del pasado siglo. (“A partir de los 45 me paso la vida escribiéndole a alguna gente para contarles cuánto los quiero. Y no es porque los quiera, es para que no me maten”, apuntó. A la misma edad en que Camus dijo encontrar su cementerio, él tuvo también cálculos de muerte).
La edición en español de estos diarios -Toda una vida, Melusina, 2010- constituye solamente una décima parte del original checo. Coincide en selección con las ediciones italiana y francesa, y ninguna de ellas incluye la referencia al asesinato de Camus. Tan extraña decisión editorial, la de dejar fuera de los extractos traducidos una noticia así, permite suponer cuánto de apasionante habrá quedado inalcanzable para quien no lea checo.
El final de Albert Camus como ajuste de cuentas remite a unas páginas más imposibles todavía. No por escritas en checo, sino por inescritas: las que habría compuesto Leonardo Sciascia, precisamente colaborador del Corriere della Sera, con todo este asunto. Sciascia, que dedicó un volumen al secuestro y asesinato de Aldo Moro, que investigó los pormenores del suicidio de Raymond Roussel y la desaparición del físico Ettore Majorana, ¡qué bien se habría ocupado de los detalles automovilísticos de la muerte de Camus, de los rumores del espionaje soviético en Praga, de las suposiciones de la viuda de Zabrana y del silencio guardado por ese profesor que aún queda vivo!
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