22 feb 2012

Cien años de ‘Campos de Castilla’/

Cien años de ‘Campos de Castilla’/Ian Gibson, escritor
Publicado en EL PERIÓDICO, 08/02/12;
En abril (esperemos que sea de aguas mil) se va a cumplir el centenario de la publicación, en Madrid, de Campos de Castilla. El aspecto físico del pequeño tomo era sobrio. En su cubierta se representaba un paisaje con algunos pinos que habían logrado arraigar entre rocas. Todo ello de un modesto color pardo que hablaba, como los demás elementos, de la adustez mesetaria. Su autor no era conocido del gran público (quizá un poco más su hermano Manuel).
En la Fundación Juan Ramón Jiménez de Moguer se conserva un ejemplar del librito. Su dedicatoria manuscrita reza: «Al gran poeta Juan Ramón con el entrañable afecto de Antonio. Soria, 1 mayo 1912». Lo sorprendente es constatar que, en la parte inferior del lomo del mismo, consta la indicación: «Segunda edición». ¿Se vendió tanto el poemario nada más estrenarse que su editor, Gregorio Martínez Sierra, decidió encargar enseguida otra tirada? ¿O se trataba, quizá, de un truco para afianzar su éxito inicial? Lo llamativo, de todas maneras, era la extraordinaria acogida otorgada a Campos de Castilla desde el momento mismo de su aparición. Antonio Machado ya no era solo el poco renombrado poeta intimista de Soledades y de Soledades. Galerías. Otros poemas, sino, para la crítica -con Miguel de Unamuno a la cabeza-, la voz lírica más señera, más pura, de la generación bautizada por Azorín como «del 1898». La generación del «Desastre».
Aquella primavera Leonor Izquierdo pudo hojear en su cama, orgullosa, el primer ejemplar de Campos de Castilla cuando, aunque ella no lo supiera, ya no había esperanza. Esperanza que todavía no se había perdido del todo -o que no se quería perder- en los versos de A un olmo seco, escrito poco antes y que Machado no hubiera podido incluir en el libro por no hacer sufrir a su moribunda esposa. Se trata de uno de los más conmovedores poemas del idioma, perfecto en su contención, en la minuciosa especificidad del viejo árbol herido por el rayo, medio podrido, pero que no obstante, con la ayuda del sol y de la lluvia, ha logrado, quizá por última vez, poner unas hojas nuevas. Los versos elegíacos escritos poco después en Baeza, cerca de las riberas del joven Guadalquivir, pero con el pensamiento puesto obsesivamente en las del alto Duero, guardadas por sus álamos cantores «entre cerros de plomo y de ceniza», son de una hermosura que los eleva a la categoría de las obras de arte sin las que no se puede seguir viviendo.
No hubo segunda edición ampliada de Campos de Castilla, que se incorporó, con añadidos sucesivos, a las Poesías completas de 1917 y posteriores. Sería de desear que, en este año del centenario, algún avispado editor tuviera el detalle de ofrecérnoslo, para nuestro disfrute y provecho, en facsímil.
La efeméride debería propiciar no solo una reconsideración, muy necesaria, de Campos de Castilla, sino de la obra total de Machado y, especialmente, así me parece, dada la situación actual del país, de Juan de Mairena. No hay que olvidar nunca que el poeta-filósofo fue alumno de la Institución Libre de Enseñanza, alumno cuya gratitud hacia Francisco Giner de los Ríos quedó plasmada en otro gran poema elegíaco, el consagrado al maestro fallecido en 1915, con su énfasis sobre la ética del trabajo bien hecho y la responsabilidad personal, pilares de la ILE («Yunques, sonad; enmudeced campanas»). Machado practicó con sus propios alumnos de instituto, allí hasta donde cabía dentro del sistema estatal, los métodos docentes utilizados por Giner, Cossío y sus compañeros. Hay numerosos y a menudo emocionantes testimonios al respecto (Soria, Baeza, Segovia, Madrid). Sobre todo -y ello se refleja en Juan de Mairena- trataba de ayudar a sus discípulos a razonar por sí mismos, a dudar metódicamente de las certezas y dogmas de los demás y hasta de sus propias dudas. Una instrucción pública así entendida, libre del «lazo de hierro» clerical que desde hacía siglos la asfixiaba, era la única solución para el avance del que consideraba el pueblo «más desdichado de Europa». Para Machado, lo específico del cristianismo es el amor fraternal. Todo lo demás sobra y estorba, empezando con el hipotético dios castigador de las religiones monoteístas.
Para uno de sus compañeros más íntimos de Segovia, el poeta tenía dos vertientes esenciales: «Un escepticismo agudo y una bondad extraordinaria». Creo que fue así.
LOS ÚLTIMOS días, como se sabe, fueron atroces: la larga y penosa caminata desde Barcelona a la frontera, los desvaríos de la anciana madre («¿Ya llegamos a Sevilla?»), el convencimiento de que la República se hundía sin remedio… y el escalofrío del poema premonitorio, escrito 30 años atrás, con su nave que nunca ha de retornar. ¿Qué pensaría Antonio Machado del Estado español actual, casi cuatro décadas después de la muerte del tirano y todavía sin buscar a sus cientos de miles de asesinados de la guerra y la posguerra? Me atrevo a pensar que no sería, para nada, de su agrado.

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