17 sept 2013

Operación “ruedas de molino”/ Gustavo Hirales Morán.


Operación “ruedas de molino”/ Gustavo Hirales Morán.

Revista electrónica “Replicante”,

“A los guerrilleros los perseguiremos como perros” Durazo.
La “explicación” que ofrece Luis de la Barreda hijo no es sino la confirmación de que, de parte de los torturadores (y sus herederos, y sus defensores) no hay que esperar una palabra verdadera sobre estos hechos: todo es abonar y medrar en la confusión, todo es turbiedad, oscuridad, querer deslindarse de hechos en los que no cabe el deslinde…
Yo nada más pongo el pasecito, para que mi jefe meta los goles.
—Pablo Chapa en relación con los éxitos de sus investigaciones cuando el procurador era Antonio Lozano Gracia.
Dice Luis de la Barreda Jr. (en adelante LDBS), en la entrevista que le hizo Ariel Ruiz para Replicante, que “no hay mayor abuso de poder y no hay poder más desnudo, más incontestable, que el de un fiscal o de algún procurador, como ha ocurrido en una serie de perversidades en la procuración de justicia”, y cita el caso de Pablo Chapa Bezanilla con la osamenta de la Paca, o las andanzas de Samuel del Villar en el caso Stanley.
Los casos de abuso de poder que refiere se dieron en las condiciones de la transición democrática, cuando en México podíamos felicitarnos de la presencia de órganos autónomos de Estado que velaban por los derechos humanos o por la limpieza y equidad de los procesos electorales, y cuando el Poder Judicial había sido sacudido en sus cimientos por la reforma de la Suprema Corte de Justicia de la Nación de Ernesto Zedillo.

Ese poder abusivo e incontestable de un fiscal, del que se queja LDBS, tan no fue “incontestable” que las correspondientes instancias judiciales simplemente le dieron para atrás, tanto en los casos que menciona, como en el de su defenso: el capitán Luis de la Barreda Moreno fue absuelto de todas las acusaciones que la perversión del fiscal Ignacio Carrillo inventó (sic) contra él. En los tres casos que menciona los acusados fueron consignados ante tribunales competentes, y en los tres los jueces desecharon las pruebas o las acusaciones. Eso se llama, aquí y en China, independencia del poder judicial.

Veamos la otra cara de la moneda. En 1968 cientos de dirigentes y militantes del movimiento estudiantil fueron detenidos, consignados y encarcelados sin que mediara orden de aprehensión en su contra (se fabricaron después), mediante delitos inventados o de opinión (como los célebres artículos 145 y 145 bis).

Un solo juez, Eduardo Ferrer McGregor, interpretando el sentir del presidente de la República y de una parte de la opinión pública, halló culpables y sentenció a largas condenas de prisión a los dirigentes y a muchos simples participantes en el movimiento estudiantil. Al mismo tiempo, nadie fue acusado, y muchos menos sentenciado, por la responsabilidad oficial en los muertos y heridos de la matanza del 2 de octubre del año 1968, o en la del 10 de junio de 1971.

Esto es, invención de delitos y fabricación de culpables, sentencias amañadas, sometimiento ignominioso del Poder Judicial al Ejecutivo, de una parte, y de la otra, un Poder Legislativo que aplaudía a rabiar tanto los actos represivos como la confesión de parte del presidente de la República (“asumo toda la responsabilidad”, etc.), para no hablar del sometimiento lacayuno de los medios impresos y electrónicos al poder. Ése era “poder incontestable”, no metáforas ni elipsis.

Y, en el centro de todos estos oficios y servicios estaba la Dirección Federal de Seguridad, la anticonstitucional dependencia de Gobernación que fue creada para luchar la guerra fría del lado mexicano y que en el 68 fuera columna vertebral del Batallón Olimpia, convirtiéndose después en una aceitada maquinaria para detectar, capturar, interrogar y torturar a miembros de los grupos armados (que proliferaron después de las represiones de esos años); militantes a quienes, hasta principios de 1974, en su mayoría se les consignaba, pero que después, por razones que nunca fueron explicitadas, o se les asesinaba en cautiverio o se les desaparecía, o ambas..

Veamos un caso paradigmático del asesinato en frío de guerrilleros por la DFS. Sobre el tema, que he expuesto en varios lugares y ocasiones, dice LDBS: “En una parte del libro digo: “¿Cómo va a ser responsable (su padre) de la desaparición de un guerrillero por haber informado que se le detuvo?” Tiene razón, nadie puede ser acusado de desaparecer a alguien “sólo por informar” que se le detuvo.

Pero momento, ¿quién informa, a quién informa y qué informa?

En oficio de la DFS, de fecha 30 de enero de 1974, se señala que “La policía Judicial Federal detuvo en la ciudad de Mazatlán a los que dijeron llamarse Salvador Corral García y Raúl Gómez Armendáriz”, este último resultó ser “José Ignacio Olivares Torres (a) Sebas, miembro prominente del Buró Político de la Liga Comunista 23 de Septiembre y responsable de la misma en el estado de Jalisco”.

El oficio dirigido a la superioridad lo firma, “muy respetuosamente, el Director Federal de Seguridad, capitán Luis de la Barreda Moreno”. Otra nota del mismo archivo (Exp. 11-219-74) de fecha 31 de enero del mismo año, señala que los militantes detenidos “han sido enviados a la DFS para su interrogatorio”. ¿Y por qué no los interrogaba la Policía Judicial Federal? Porque no sabían, la única policía que tenía todos los antecedentes era la DFS, por eso.

Finalmente, una nota más, sin firma, fechada el 11 de febrero de 1974 afirma: “En Guadalajara apareció el cadáver de José Ignacio Olivares Torres y en Monterrey el de Salvador Corral García” (AGN, Exp. 11-235-74, legajo 6, hojas de la 35 a la 37, DFS).

¿Perdón? ¿Nos perdimos de algo en la continuidad del relato? ¿Qué no los estaban interrogando en la DFS? ¿Cómo fue que estos dos dirigentes de la Liga pasaron de la calidad de detenidos/interrogados por la DFS a la de cadáveres dizque anónimos, uno en Monterrey y el otro en Guadalajara? ¿Cómo es que el capitán Luis de la Barreda, en vez de informar a la superioridad que los detenidos “se habían dado a la fuga” o cualquier otro subterfugio, simplemente se queda callado y su dependencia informa anónimamente del “hallazgo” en esas ciudades de los cuerpos de los antes detenidos? ¿Por qué son los periódicos de esas ciudades quienes, previas filtraciones de la DFS, dan la información?

¿Por qué la superioridad no le pregunta al director de la DFS qué pasó con los detenidos? Simple: porque todo eran valores (o antivalores) entendidos. Para qué molestarse en mecanografiar un oficio donde un superior finge sorpresa y consternación, si de cualquier modo nadie lo va a creer. Lo peor: nadie va a preguntar…

Si el director de la Federal de Seguridad, quien reconoce que su dependencia tiene en custodia e interroga a los detenidos, no es responsable de su suerte, entonces, ¿quién lo es? ¿El espíritu santo? Ese es poder, no pendejadas: detener, interrogar, torturar, asesinar, aventar los cuerpos destrozados a la calle de ciudades cuyas clases propietarias tenían profundos y recientes agravios por el accionar —delirante, hay que reconocerlo— de la guerrilla, y no hacerse responsables en ningún momento de lo ocurrido.

Es un poder omnímodo, supremo, incontestable, el poder absoluto de matar sin necesidad de rendirle cuentas a nadie. Y sin que nadie les pidiera explicaciones, además. El poder por el cual el Estado depredador, arbitrario, inescrupuloso y vengativo, rinde un tributo sangriento a las familias de los empresarios de Monterrey y de Guadalajara que habían sido asesinados por la guerrilla en meses anteriores. Valores entendidos, claro: todos lo entendieron. Es lo que, pocos años después, verbalizó el invicto general Durazo Moreno: “A los guerrilleros los perseguiremos como perros”.

La “explicación” que ofrece Luis de la Barreda hijo no es sino la confirmación de que, de parte de los torturadores (y sus herederos, y sus defensores) no hay que esperar una palabra verdadera sobre estos hechos: todo es abonar y medrar en la confusión, todo es turbiedad, oscuridad, querer deslindarse de hechos en los que no cabe el deslinde, deslinde totalmente extemporáneo, por otra parte; buscando (con notable éxito por cierto), eludir una gravísima responsabilidad mediante juegos de palabras y desplazamientos de sentido; todo lo contrario de alguien que, asumiendo con entereza lo que hizo en la responsabilidad que se le otorgó, dice la verdad y explica sus razones, como en algún momento lo hicieron algunos represores argentinos, por ejemplo, o el mismo Miguel Nazar Haro, que llegó a reconocer que, “si no hubiéramos hecho lo que hicimos, estaríamos en México como en El Salvador o Nicaragua” (declaraciones a La Jornada, allá por 1989, cuando Manuel Camacho lo nombró Director de Inteligencia en el Distrito Federal).

Es por ello que intelectuales de la derecha como Sergio Sarmiento asumen que el capitán Luis de la Barreda fue alguien “quien cumplió cabalmente con su trabajo”. Bonito trabajo.

La verdad jurídica falló que los acusados de delitos de lesa humanidad en la guerra sucia no fueron culpables de éstos, sea. Porque los delitos habían prescrito, porque no había suficientes pruebas, porque los acusados tenían muchos amigos en el poder judicial, porque todo fue un juego para taparle el ojo al macho. Pero la verdad histórica es, como creo haberlo mostrado, muy otra. Los depredadores no sólo se salieron con la suya, sino que fueron celebrados como defensores del Estado y la seguridad nacional. Pero de justicia, ni hablar.

Posdata: Además del informe de la CNDH sobre desaparecidos de la Guerra Sucia, tengo a la mano los expedientes del AGN, CISEN/DFS de los casos de Ignacio Salas Obregón, Jesús Piedra Ibarra, Wenceslao José García, Alicia de los Ríos Merino y José de Jesús Corral García, entre otros, todos casos paradigmáticos y en los cuales median oficios firmados por el capitán Luis de la Barreda Moreno, dando cuenta de la detención de estos militantes, los cuales nunca aparecieron vivos, ni muertos, no fueron consignados ante un juez, y sus casos están registrados como desapariciones forzadas. De hecho, tengo un libro, inédito, sobre el tema. Por si a alguien le interesa.

 

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