4 nov 2013

A qué llamamos España/


A qué llamamos España/Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad.
 ABC | 14 de mayo de 2013
Uno de nuestros poetas mayores, al dar cuenta de lo que añoraba de aquella España abandonada por el exilio, recurrió a los personajes en los que Pérez Galdós encarnó los comienzos de nuestra historia constitucional. Luis Cernuda aferraba su nostalgia a las aventuras de Salvador Monsalud, héroe de la segunda serie de los Episodios Nacionales, que sólo podía entender su patriotismo como lucha por una nación de hombres libres. «Bien está que fuera tu tierra», escribió el poeta sevillano, repasando aquella galería de españoles limpios de corazón. Vale la pena recordarlo en estos tiempos, porque en horas dolorosas también Cernuda deseaba evocar esa España a la que se refería cuando orgullosamente afirmaba su condición de patriota. Vale la pena hacerlo en esta época inaudita, en la que el desguace de nuestro bienestar material se acompaña de una frívola renuncia a valores y derechos que quizás no logremos hallar cuando la crisis económica pueda resolverse.

El fundamento de cualquier posibilidad de convivencia es la defensa de la nación, porque la España constitucional no es un mito ornamental ni un toque de ordenanza. España es el campo de derechos constituidos por la decisión de hombres libres, y prorrogados permanentemente por esa misma voluntad de hallar en la nación la garantía de nuestro bienestar. No es la libertad abstracta de un pueblo el origen de la libertad de cada uno, como pretenden convencernos los nacionalistas. Antes al contrario, la libertad personal es la base constituyente de las naciones libres. Nosotros partimos del hombre que decide libremente; ellos parten de un pueblo ilusorio que posee, por encima de nosotros mismos, una identidad a la que tenemos que ajustar inexorablemente nuestras decisiones. Ellos intentan colar el arcaísmo de que existe una voluntad del pueblo por encima de la voluntad de cada uno. Nosotros oponemos la razón cívica a la superstición, al localismo y a la servidumbre.
Durante doscientos años, la estirpe de Salvador Monsalud ha luchado por construir esa nación soñada como espacio de soberanía en el que se garantizaban los derechos de todos. Ahora, en este invierno moral de nuestro descontento, cuando nuestros valores y derechos más preciados se dejan a la intemperie, el nacionalismo cree poder permitirse la quiebra de España. Es la primera vez que esto sucede, que lo que se busca es la abolición misma de la idea y la realidad de nuestra nación. Los españoles hemos tenido conflictos radicales, hemos luchado en guerras que avergüenzan nuestra memoria y deberían preservar nuestro futuro. Pero nunca, ni en el espantoso fragor del combate ni en las peores situaciones de guerra civil, abjuramos de España: solo nos enfrentamos por una u otra idea de ella.
Por ello, en estos tiempos en que todos los recursos de nuestra seguridad parecen desmoronarse, resulta útil volver a los textos y las imágenes de una época en la que la historia se abrió de par en par. Tiempos iniciales, hace ya algo más de doscientos años, de nuestra historia constitucional. Era un mundo que daba la impresión de estar recién hecho, o de estar haciéndose aún, bajo la invocación de las palabras inaugurales que se pronunciaban como si siempre las hubiéramos sabido y solo entonces pudiéramos recordarlas. En contraste con toda la miseria de aquellas épocas en las que imperó el fuste torcido de la humanidad, solo hemos llegado a ser verdaderos, sólo hemos vivido de acuerdo con nuestra auténtica personalidad, cuando nos hemos aproximado a la decente lucidez y a la inteligencia fraterna con las que aquellos hombres libres y liberales afirmaron nuestra condición de ciudadanos.
Con qué rapidez cancelamos la memoria, cuando obliga al esfuerzo de preservar lo mejor que hay en nosotros. Con qué estúpida carencia de escrúpulos condenamos las puertas por las que irrumpieron, en el tedio de una sociedad inmóvil, la voluntad difícil del progreso, la intención laboriosa de la felicidad y la severa perspectiva de nuestros derechos. Al afirmar que España iniciaba un proceso constituyente como nación, aquellos adelantados no partían de la nada. Construyeron sus proyectos de una patria constitucional sobre una España centenaria, un viejo Estado europeo levantado en los orígenes mismos de la modernidad. Su esperanza no tuvo la vaguedad vaporosa de las abstracciones, sino la solidez realista de un país cuyo atraso político y social les afligía. Desde su convicción de que el hombre tenía derecho a ser feliz, desde su infatigable búsqueda de las condiciones que hicieran posible la libertad, contemplaban con respeto inmenso el pasado de aquella España cuya historia deseaban continuar, integrándola en lo que parecía ya la alborada de las naciones adultas, de los pueblos soberanos, de la unidad de los hombres en torno a unos principios.
Era su profundo amor a aquella patria consciente lo que les impulsaba a dotarla de las bases de su emancipación. Era su sensato afecto a una tradición de vida en común lo que les apremiaba a ganar para los españoles los fundamentos del progreso. Nunca fueron liberales apátridas, pero nunca creyeron que una patria pudiera existir en tiranía. Encarcelados o fugitivos, desde el exilio o el cautiverio, convocaron siempre a la construcción de una nación capaz de unir a todos los españoles sobre la difícil y exigente libertad. La memoria de los mártires y el suplicio de los perseguidos nunca alimentaron el reclinatorio de una nostalgia, sino la firme estatura de una esperanza. En sus sueños, España no fue nunca una reliquia a venerar, sino una empresa en cuyo desarrollo todos los españoles se sintieran protagonistas de esa nueva era en la que, por fin, las personas fueran dueñas de su destino, responsables de su existencia, pueblo soberano ante el que todo poder se inclinaría. En esos sueños tomaba forma la condición revolucionaria de un mundo inaugurado en Filadelfia y Versalles. En sus valores fundacionales cobraban sentido los solemnes discursos que se lanzaron a la historia entera para que supiéramos, más de dos siglos después, que las naciones solo podrían fundarse y solo podrían vivir comprometidas con verdades evidentes y derechos inalienables.
En estos momentos tan difíciles, los principios, las palabras y los actos de aquella masiva toma de conciencia nacional todavía nos inspiran, todavía nos conmueven. Porque aquellas ideas se basaron en una resuelta confianza en la bondad del hombre, en la declaración de los derechos de los ciudadanos y en la custodia del imperio de la ley. ¿Sobre qué creen algunos que se ha construido nuestra cohesión nacional? ¿Sobre serviles reverencias a un orden inmutable formado en la noche de los tiempos? ¿Sobre una deficiencia de nuestro carácter que no nos deja ser libres? ¿Sobre una aterrada patología que falsea nuestro sentido de la realidad? ¿Sobre una falta de voluntad que nos impide ponernos a la altura de las circunstancias? Que abandonen toda esperanza los que basan sus proyectos demagógicos en ese tipo de reflexión. Porque España hereda aquella palabra edificante de quienes volvieron a fundarla. Se cohesiona sobre aspiraciones convertidas en el sentido común de nuestra cultura política. Se fundamenta en las ambiciones de libertad, solidaridad e igualdad que contenía el corazón de aquellos hombres clarividentes y generosos, que tantas veces dieron su libertad, sus bienes o su vida para asegurar nuestra existencia. Aquellos hombres irguieron en la historia una patria constitucional que albergara a todos los ciudadanos. Un país al que muchos queremos seguir llamando España.

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