17 nov 2013

Asesinado del Presidente Kennedy; la clave en México!


50 años del asesinato de John F. Kennedy. La clave está en la Ciudad de México/Lucía Luna
Revista Proceso # 1933, a 16 de noviembre de 2013

El quincuagésimo aniversario del asesinato del presidente  John F. Kennedy –uno de los casos irresueltos más enigmáticos en Estados Unidos– detonó una avalancha de publicaciones, entre ellas el libro A Cruel and Shocking Act. The Secret History of the Kennedy Assassination, traducido como JFK: Caso abierto. La historia secreta del asesinato de Kennedy, puesto en circulación en inglés y español a finales de octubre. Su autor, el periodista Philip Shenon, recabó datos durante cinco años luego de que un integrante de la Comisión Warren se lo pidió. En sus conclusiones, el autor sostiene que el de Kennedy es “un caso abierto”. La clave, apunta, está en la Ciudad de México.
El 10 de abril de 1964, William T. Coleman Jr. y David Slawson –los dos abogados de la Comisión Warren encargados de investigar si había una conspiración interna o externa en el asesinato del presidente de Estados Unidos John F. Kennedy– realizaron un recorrido por la Ciudad de México. Vieron las fachadas de las embajadas y los consulados de Cuba y de la Unión Soviética, la terminal de autobuses por la que presuntamente entró y salió de la ciudad Lee Harvey Oswald en septiembre de 1963, así como el modesto Hotel del Comercio, donde se hospedó y el restaurante adyacente, donde comío.

 Después, ambos abogados fueron conducidos a las oficinas de Luis Echeverría, “un poderoso funcionario mexicano que estaba a punto de ser nombrado secretario de Gobernación” y que a la postre sería presidente del país.
 Echeverría, quien durante años estuvo cerca de Winston Scott, jefe de la estación de la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés) en México, inició la conversación con Slawson y Coleman compartiendo su “fuerte convicción de que no existió una conspiración extranjera (en el asesinato de Kennedy), por lo menos no una ligada a México”.
 Coleman y Slawson insistieron. Le pidieron permiso a su interlocutor para entrevistar a testigos mexicanos, en especial a Silvia Durán, una mujer de izquierda que trabajaba en el consulado cubano y al parecer tuvo relación con Oswald después de que acudió a tramitar una visa.
 Echeverría habló de la posibilidad de que platicaran con Durán –a quien ya había interrogado la Dirección Federal de Seguridad– sólo unos minutos; pero les advirtió que el encuentro sería informal y lejos de la embajada de Estados Unidos. La razón: El gobierno de México “no podía permitir que los investigadores de la comisión dieran la impresión de que el gobierno estadunidense realizaba una investigación oficial en territorio mexicano”.
 Coleman bromeó: “Nos gustaría salir a comer con Silvia Durán”. Echeverría hizo un comentario de mal gusto. Dijo que “no nos divertiríamos tanto como creíamos, debido a que Durán no era una guapa cubana, sino una mexicana como cualquiera”. El encuentro nunca se produjo.
 El relato sobre ese episodio se incluye en el libro JFK: Caso abierto. La historia secreta del asesinato de Kennedy, aparecido el 27 de octubre simultáneamente con su versión original en inglés (A Cruel and Shocking Act. The Secret History of the Kennedy Assassination), escrito por el periodista de The New York Times Philip Shenon, por la editorial Random House Mondadori en su sello Debate.
 Se trata de una de las muchas publicaciones surgidas con motivo del 50 aniversario del asesinato del mandatario estadunidense el 22 de noviembre de 1963.
 Shenon, quien escribió otro libro (The Commission) sobre la comisión que se formó para investigar los atentados del 11 de septiembre de 2001, dice que inició este nuevo texto con reservas, porque “el asesinato de Kennedy es el acontecimiento de la historia moderna sobre el que se ha vertido más tinta”. Más de 2 mil títulos, calcula él.
 “Como reportero –dice–, normalmente arranco una investigación con la confianza de que, cuando haya terminado, habré obtenido la mayoría de las respuestas que estaba buscando. En este proyecto no me sentía tan confiado.”
Una comisión acotada
Todo partió de una llamada telefónica a la redacción del diario neoyorquino en la primavera de 2008. Quien lo buscaba era un prominente hombre de leyes, que había comenzado su carrera casi 50 años atrás como uno de los jóvenes abogados de la Comisión Warren, que se creó para investigar el asesinato de Kennedy.
“Ya no somos jóvenes, pero muchos de los que formamos parte de la comisión todavía estamos aquí y ésta podría ser nuestra última oportunidad de explicar lo que en realidad ocurrió”, lo apremió el abogado, dice.
Así empezó un trabajo, que se prolongó cinco años. Culminó en un volumen de 743 páginas. Incluidas las profusas notas y una extensa bibliografía, no muy lejos de las 888 del informe de la propia Comisión Warren, que fue calificado como “insuficiente” y declaradamente “encubridor”.
Según Shenon, él tampoco descubrió la verdad ni encontró todas las respuestas, pero está convencido de que su libro aporta nuevas evidencias sobre el asesinato de Kennedy, y que una línea clave –nunca agotada– fue la estancia de Oswald en la Ciudad de México dos meses antes del crimen.
Ninguna de las pistas y versiones conspiratorias que surgieron casi de inmediato se agotaron. En buena parte porque, como lo demostraron confesiones posteriores y documentos gradualmente desclasificados, tanto la CIA como el Buró Federal de Investigación (FBI, por sus siglas en inglés) escamotearon información a la comisión; evidencias y documentos probatorios fueron destruidos por decisiones colectivas o individuales; testigos rindieron falso testimonio aun bajo juramento; políticos, grupos de interés y medios de comunicación ejercieron presión para que se privilegiaran ciertas líneas y, al final, simplemente porque faltó tiempo.
La Comisión Presidencial sobre el Asesinato del Presidente Kennedy (nombre oficial) fue creada una semana después del crimen por el nuevo ocupante de la Casa Blanca, Lyndon B. Johnson, precisamente para contrarrestar las versiones de conspiración que circulaban por todo el país y que incluso lo involucraban. Después de todo, Kennedy había sido abatido en las calles de Dallas y Johnson era texano.
¿Querrían acaso los poderosos petroleros de Texas que el vicepresidente llegara a la presidencia para afianzar sus intereses? O, como varios otros estados segregacionistas del sur, ¿estaban los texanos igualmente furiosos por la política de derechos civiles de la administración Kennedy?
Tal vez sólo era una venganza de la mafia o de sindicalistas corruptos a los que Robert Kennedy, hermano del presidente y fiscal general en funciones, había perseguido sin clemencia. Como fuera, Johnson tenía que enfrentar las sospechas internas si quería permanecer en la Oficina Oval y ganar las elecciones presidenciales del año siguiente.
En realidad, como buen texano, en un principio Johnson no había previsto crear una comisión federal; confiaba más en las autoridades de su estado natal que en los “entrometidos” de Washington. Además, el Departamento de Justicia descubrió con sorpresa que –en ese tiempo– el asesinato de un presidente no era un delito del orden federal. Por lo tanto, si Oswald hubiese sobrevivido, habría sido juzgado conforme a la ley de homicidios de Texas, como lo fue su asesino: Jack Ruby.
Sin embargo, la atmósfera estaba cada vez más viciada y las presiones políticas aumentaban, por lo que decidió crear una comisión bipartidista y plural, encabezada por un presidente “cuyas aptitudes judiciales y ecuanimidad sean irrefutables”.
Aunque apenas lo conocía, eligió como tal a Earl Warren, el presidente de la Suprema Corte. Era un republicano apreciado tanto por sus correligionarios como por la mayoría de los demócratas, la prensa y el mundo de las leyes en general.
En un principio Warren no aceptó porque, argumentó, cada vez que un ministro aceptaba una asignación gubernamental externa, su reputación quedaba dañada; como lo fue en su caso. Pero Johnson lo puso ante hechos consumados. Ya habían sido notificados los otros comisionados, entre ellos dos senadores: el demócrata Richard Russell, de Georgia, y el republicano John Sherman Cooper, de Kentucky; dos miembros de la Cámara de Representantes: el demócrata Hale Boggs, de Louisiana, y el republicano Gerald Ford, de Michigan, y dos figuras de alto nivel –propuestas por Robert Kennedy–: el entonces director de la CIA, Allen Dulles, y el presidente del Banco Mundial en esa época, John J. McCloy.
Los demás integrantes de la comisión eran: J. Lee Rankin, consejero general; Norman Redlich, jefe de asistentes; un equipo de abogados con miembros de los bufetes legales más prestigiados del país, a los que se denominaba senior, y jóvenes egresados de las mejores escuelas de leyes, a los que se llamaba junior.
Ellos formaban pares por líneas de investigación. Sobra decir en quiénes recayó la mayor carga de trabajo. Uno de ellos, quien pidió permanecer en el anonimato, fue quien se comunicó con Shenon para que contara la historia.
Más allá del cúmulo de nombres, cargos, instituciones, números y fechas, el libro detalla los trabajos de la Comisión Warren –como se le conoció–, incluidos un sinnúmero de prejuicios, torpezas, antipatías, envidias, miedos, ambiciones políticas e intereses personales; es decir, un conjunto de mezquindades humanas muy ajeno a una gran conspiración, que al final desembocó en una investigación fallida.
Conjeturas y apresuramientos
Earl Warren, quien reverenciaba a los Kennedy, hizo todo por no importunarlos y salvaguardar su imagen, al grado de diferir el testimonio de Jacqueline, la viuda de John, testigo de primera mano, o reclamar evidencias clave –como la ropa, fotografías y resultados de la autopsia– que se habían entregado a Robert, el hermano del mandatario asesinado y fiscal general.
El reporte original de la autopsia de John, debe mencionarse, fue realizado a toda prisa por James Humes, un patólogo sin experiencia forense del hospital naval de Bethesda en Texas. Al final el documento fue quemado porque tenía manchas de sangre del presidente y el médico no quería que “cayera en manos de cazadores de trofeos”.
En cuanto a Warren, presionado por Johnson y obsesionado por terminar la investigación antes de que se iniciara el proceso electoral de 1964 –para “no enturbiarlo”–, dio además por buena la línea de investigación que señalaba a Oswald como “tirador solitario” y se negó a abundar sobre otras pistas.
Por otra parte, las relaciones entre J. Edgar Hoover, el director del FBI, y Warren eran muy malas. El primero, un furioso persecutor de “izquierdistas”, detestaba al segundo por haber impulsado la ley de derechos civiles; consideraba “subversivos” a sus promotores. Pero no sólo por eso, también le ocultó evidencias sobre Oswald, incluyendo una nota manuscrita en que éste se quejaba de la vigilancia sobre su mujer, Marina, de origen ruso.
Hoover temía, al parecer, que si se sabía que él tenía información sobre Oswald y sabía de su presencia en Dallas, se le acusara de no haber tomado las providencias necesarias ni haber alertado al Servicio Secreto. Éste, por su parte, trató de ocultar que varios de sus agentes encargados de proteger a Kennedy durante su recorrido por la ciudad texana estuvieron bebiendo la víspera del asesinato.
La policía de Dallas tampoco hizo su tarea. Pese al alboroto, no pudo descubrir que en abril de 1963 Oswald disparó contra Edwin Walker, un militar de extrema derecha retirado.
J. D. Tippit, el único agente que intentó detenerlo, cayó abatido por el asesino; éste, a su vez, fue baleado en el cuartel policiaco por Jack Ruby. Nadie lo impidió, pese a que se cometió frente a las cámaras de televisión.
Por lo que atañe a la CIA, se abstuvo de informar a la comisión lo que sabía. Concretamente, se negó a entregar el material recabado durante la visita de Oswald a México. Temía que se descubrieran sus ilegales filmaciones y métodos de escucha.
Con todo, sólo había imágenes borrosas que no garantizaban que fuera él la persona que se observaba en las inmediaciones de las legaciones de Cuba y la Unión Soviética, así como supuestos testimonios de que había hecho contacto con estudiantes “filocomunistas” en la UNAM. De lo que habló con unos y otros no había registro, se desconocía lo que hacía por las noches y además se desapareció “por más de un día”.
Frente al “paranoico ambiente” anticomunista prevaleciente en Estados Unidos, en realidad la única línea de una conspiración contra Kennedy que se consideró fue externa. Provenía de Moscú y de La Habana.
En el libro no se menciona que la Comisión Warren haya seguido las pistas internas que se abrieron desde el principio. Lo que sí se dice es que a pesar de que Robert Kennedy respaldaba públicamente las pesquisas de los comisionados, inició por su cuenta una investigación sobre los enemigos internos de su hermano y de él mismo.
En consecuencia, si Oswald no actuó solo, únicamente pudo hacerlo con apoyo de soviéticos y cubanos, con quienes presumiblemente tuvo contacto. De hecho, intentó desertar de la Unión Soviética y regresó a Estados Unidos con su esposa rusa. Además, militaba en grupos afines a Fidel Castro dentro de territorio estadunidense; incluso intentó conseguir una visa para viajar a la isla.
La versión del diplomático Thomas Mann
En esa época, recuerda Shenon, la Ciudad de México era un escenario de la Guerra Fría y, por lo tanto, un centro de espionaje y contraespionaje. Los representantes locales de la CIA y el FBI sí habían enviado a sus cuarteles generales un informe sobre las actividades de Oswald en la capital mexicana. El embajador de entonces, Thomas Mann, estaba convencido de que había una conspiración.
Esos informes, sin embargo, fueron desechados por Hoover, quien se decía seguro de que el asesino había actuado solo; asimismo, las oficinas centrales de la CIA en Virginia los calificaron como “inconsistentes”.
Como sea, a petición de la agencia, la DFS mexicana detuvo a Silvia Tirado de Durán. La joven, a la que los informes calificaban de “promiscua”. Estaba casada con un reconocido izquierdista, pero además había tenido “relaciones íntimas” con diplomáticos cubanos y con el propio Oswald.
Interrogada –ella dijo que la torturaron–, Durán nunca aceptó haber tenido ninguna relación con Oswald fuera de las oficinas consulares de Cuba. Es más, aseguró que él se puso furioso cuando se le negó la visa.
La historia de Durán fue reforzada dos años después por la escritora Elena Garro, primera esposa de Octavio Paz, quien además de ser su pariente política y “furiosa anticomunista”, le contó al nuevo embajador estadunidense, Charles William Thomas, que ella había visto llegar a Durán con Oswald y dos funcionarios cubanos a una “fiesta de twist” a la que ella asistió (Proceso 803).
Según Garro, presuntamente se habló de “matar a alguien”; Kennedy, supuso ella. La CIA consideró que estaba “chiflada”, y Thomas cayó posteriormente en desgracia en el Departamento de Estado y acabó suicidándose.
Coleman y Slawson, los dos abogados de la comisión que visitaron la Ciudad de Méxco no pudieron entrevistarse con Durán; tampoco lograron que ella viajara a Estados Unidos para interrogarla, una opción que barajó.
Para Warren, Durán eran “un testigo inaceptable” por su “autodeclarado comunismo y su apoyo al régimen de Castro”. Algo similar ocurrió antes, cuando Slawson quiso solicitar al gobierno cubano toda la documentación sobre Oswald. Con los enemigos no se trabaja.
No obstante, Slawson y Coleman deso­bedecieron a Warren. El primero solicitó los papeles y los obtuvo; y el segundo –el único abogado negro de la Comisión Warren– fue todavía más lejos. Conocía a Castro desde hacía dos decenios, cuando ambos frecuentaban los ambientes jazzistas de Harlem.
Y si bien nunca fueron amigos, Coleman estaba seguro de que el dirigente cubano lo recordaría. Y así fue. Aceptó reunirse con él en un yate, en aguas territoriales cubanas. El encuentro duró tres horas y, como era de esperarse, Fidel negó cualquier vinculación con el asesinato de Kennedy; incluso dijo que seguía teniendo buena opinión de él, a pesar de la invasión de Bahía de Cochinos y la crisis de los misiles soviéticos.
Pero la relación entre Castro y los Kennedy no era tan tersa. Detrás del aval público de Robert a la conclusión del asesino solitario había secretos. Después de la debacle de Bahía de Cochinos, su hermano John lo había puesto a cargo de una misión clandestina, bautizada por la CIA como “Operación Mangosta”, que tenía como objetivo eliminar a Fidel. Era posible que, tras varios intentos fallidos, el cubano habría intentado vengarse.
Pero ni el fiscal general ni la CIA podían acusarlo, porque se evidenciaría que el gobierno de Estados Unidos había intentado matar a un mandatario extranjero. Peor aún, con este fin la agencia había reclutado a los mismos mafiosos que Robert Kennedy llevaba persiguiendo durante años.
En consecuencia, se optó por guardar silencio. Johnson, quien ya había abierto otro frente de guerra en Vietnam, se enteró de los planes contra Castro hasta 1967 y no quiso reabrir la investigación. Quien si lo hizo, en 1977, fue Thomas Mann, exembajador en México. Pidió al Comité Especial de la Cámara para Asesinatos que lo entrevistara porque, arguyó, tenía “mucho más información que dar”.
Mann corroboró que las investigaciones en la capital mexicana se detuvieron porque, dijo, pusieron a la luz las acciones encubiertas que el gobierno estadunidense realizaba desde ahí. Algunos documentos desclasificados desde hace tiempo avalan la versión del diplomático. Por eso Shenon opina que el de Kennedy es “un caso abierto”. Más, sostiene que la clave de su asesinato está en la Ciudad de México.

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