3 nov 2013

Bulgákov escribe a Stalin


Bulgákov escribe a Stalin/Juan Van-Halen, escritor.
Publicado en ABC | 2 de noviembre de 2013

Entre tantos recuerdos que guardo de los cementerios moscovitas destaca la tumba en Novodévichy de Mijaíl Bulgákov, escritor considerado un apestado en los duros tiempos de la dictadura de Stalin, perseguido por la policía política, injuriado, silenciado, que tuvo la suerte de morir en la cama por una dolencia renal, perdida la vista y las propias ganas de vivir. Las últimas palabras de aquel reconocido admirador de Cervantes fueron: «Don Quijote… Don Quijote».
No tuvieron la fortuna de acabar sus días en la cama muchos de sus compañeros, como Ósip Mandelshtam, que murió en un campo de trabajo y fue enterrado en una fosa común; Nikolái Gumiliov, fusilado por la Cheka; Isaak Bábel, también torturado y ejecutado, y Marina Tsvietaieva, que se ahorcó. Bulgákov, como Anna Ajmátova o Boris Pasternak, fue condenado al desprecio y al silencio.

Releo y disfruto «El maestro y Margarita». La novela está considerada la obra maestra del escritor; permaneció muchos años en un cajón. No se publicó hasta 1967, veintisiete años después de la muerte de Bulgákov y catorce años después de desaparecer Stalin. Había sido escrita lentamente, creada y recreada desde 1928, y sólo se conoció en la Unión Soviética en copias mecanografiadas que burlaban la censura. Su autor tuvo que volver a redactarla de memoria tras haber quemado él mismo el manuscrito en un momento de desesperación.
La novela pertenece al género fantástico desde evidentes guiños literarios a Goethe en su «Fausto», con la aparición de Satán en el Moscú de 1930, y el personaje del maestro, confinado en un psiquiátrico después de caer en desgracia por su obra sobre Poncio Pilato, que es un trasunto de Stalin. La ironía, la intención crítica, el poso poético y su calidad literaria convierten a esta novela en una de las más notables obras de la literatura rusa, y acaso europea, del siglo XX.
Mijaíl Bulgákov nació en Kiev en 1891 cuando la Revolución bolchevique resultaba impensable y Alejandro III era «zar y autócrata de todas las Rusias». En 1894 subiría al trono Nicolás II, el último zar. En 1916 Bulgákov se licenció en Medicina, ejerció un tiempo de médico rural, y tras el estallido de la Revolución se enroló como médico en el Ejército Blanco. Hijo primogénito de un profesor de Teología, de familia monárquica, repetía que no creía en la «revolución» sino en la «gran evolución». Como médico militar acabó la guerra civil en el Cáucaso y permaneció en la naciente URSS mientras sus hermanos emigraron a París.
En buena parte de la obra de Bulgákov es notoria su actitud personal contraria a la Revolución bolchevique y a la posterior dictadura de Stalin. Nunca fue un político activo pero se mostró disidente en su condición de autor de historias. El camino literario que eligió, la sátira, en la tradición de Saltikov-Schedrin y de Gógol, que consideró sus maestros, le hizo peligroso a los ojos del régimen. Desde sus primeros libros estuvo, por así decirlo, bajo vigilancia.
Los textos más estremecedores de Bulgákov son sus célebres cartas a Stalin, la primera de 1929 y la última de 1938. La carta del 28 de marzo de 1930, cuando la situación anímica y económica del escritor era muy grave, es un ejemplo de sinceridad y valentía. Ha sido considerada una de las muestras de dignidad personal más notables y arriesgadas del periodo estalinista. Bulgákov sólo ve su salvación en la huida. Sus denuncias sobrecogen:
«Desde el momento en que se prohibieron todos mis trabajos literarios, comenzaron a alzarse voces (…) para darme un solo consejo: escribir “una obra comunista”, y además dirigir al Gobierno de la URSS una carta de arrepentimiento por la que renunciara a mis anteriores ideas, expuestas en mis trabajos literarios, y en la que asegurara que en el futuro trabajaría como un leal compañero de viaje por la idea del comunismo. El objetivo de esa actuación sería escapar a las persecuciones, a la miseria y a un desenlace final inevitable. No he seguido ese consejo. Es poco probable que consiguiera aparecer ante el gobierno de la URSS bajo un aspecto favorable escribiendo una carta carente de sinceridad, que se presentaría como una sucia e indecorosa extravagancia política, por lo demás ingenua. En cuanto a escribir una obra comunista, ni siquiera lo intento, ya que sé a ciencia cierta que no seré capaz de componer un escrito semejante».
«Soy un ferviente admirador de la libertad y creo que, si algún escritor intentara demostrar que la libertad no le es necesaria, se asemejaría a un pez que asegurara públicamente que el agua no le es imprescindible. (…) En este momento estoy aniquilado. Le pido que considere que para mí el no poder escribir es lo mismo que ser enterrado vivo». Y concluía: «Le pido al Gobierno soviético que me autorice urgentemente a abandonar la URSS. Apelo al humanitarismo de las autoridades soviéticas y le pido que actúe magnánimamente conmigo, un escritor que no puede ser de ninguna utilidad a su patria, y me conceda la libertad. En el momento actual me encuentro abocado a la miseria, a la calle y a la muerte».
A Bulgákov no se le permitió abandonar la URSS pero Stalin le concedió un trabajo en el Teatro de Arte de Moscú del que malvivió hasta su muerte en 1940. A Stalin le quedaban trece años de vida.
En su obra, tantos años prohibida, Bulgákov satiriza los primeros tiempos de la Revolución, sus contradicciones, la falta de jerarquía intelectual, la mediocridad y la desnaturalización de Rusia en manos de los soviéticos hacia una tiranía terrible. Sus novelas, cuentos y piezas dramáticas recibieron el repudio del régimen y él lo pagó cosechando persecuciones y penuria.
El comunismo de nuestros días, con unos u otros disfraces, mantiene su orgullo, no suele pedir perdón por los crímenes de Stalin, y sigue presentando su historia como un camino hacia la democracia y la libertad. Ante la tumba de Bulgákov en Novodévichy me pregunté cómo puede mantenerse tal ficción a través del tiempo, incluso después de conocerse al detalle las amargas sombras del comunismo estalinista que, junto al nazismo, conforma la práctica política más letal y liberticida del siglo XX.

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