22 ene 2014

La cristiana cautiva


La cristiana cautiva/Gustavo Martín Garzo es escritor.
Publicado en El País, 29 de diciembre de 2013

Vengo de un tiempo en que aún se cantaban romances en las casas. Solía hacerse en las sobremesas de las fiestas y las celebraciones familiares, y muchos de esos romances aún perviven felizmente en mi memoria. Mis preferidos eran los romances moriscos. Hablaban de cristianas cautivas o del amor de los moros por los lugares y ciudades en que vivían. Estas delicadas historias contenían visiones idealizadas de las relaciones entre moros y cristianos, siempre llenas de melancolía ante la dificultad de conciliar los dos mundos. Las cristianas cautivas habían sido raptadas de niñas, pero eran jóvenes despreocupadas que cosían, lavaban sus pañuelos de seda u holanda, e iban con sus amigas a por agua a la fuente.
El retablo mayor de nuestra parroquia estaba presidido por una talla del apóstol Santiago que nada tenía que ver con aquellos romances con cantarinas fuentes, encantadoras cautivas y moros generosos y melancólicos. El apóstol estaba a caballo blandiendo una espada y, debajo de los cascos de su caballo, se veía un amasijo de moros con expresiones malignas y ojos desorbitados, tan alejadas de las que debían de tener los pícaros moros que protagonizaban los romances que mi madre nos cantaba (que otros hagan por eso el Camino de Santiago, yo nunca lo haré).
En mi casa había un libro que mi padre, aficionado a la poesía, nos leía sin descanso. Se trataba de Las mil mejores poesías de la lengua castellana, que era un libro que en los años cincuenta solía ocupar un lugar relevante en las casas. La Biblia abrumaba por sus historias terribles y por el hecho de que todo aquello formara parte de un tiempo anterior a nosotros, como si al fin y al cabo hubiéramos llegado al mundo cuando todas las leyes estaban escritas y todas las decisiones tomadas. Pero en aquel otro libro parecía hablarse de algo bien distinto; no de un mundo no marcado por la cruel ausencia de la verdad sino de uno donde era posible la amistad con las cosas.
Cada página, cada poema, era una sorpresa. Canciones de piratas, versos de enamoradas que esperaban al alba a sus dulces pastores, románticas historias de promesas incumplidas, elegías donde atribulados hijos lloraban la muerte de un padre amado y comparaban la vida con un río que pasaba, se alternaban con preciosas historias de moros que se enamoraban de cristianas, de príncipes que confundían la realidad con el sueño, de amantes que creían que su amor sería más fuerte que la muerte, y de hermosas niñas que lloraban sus penas a orillas del mar. Todo lo divino y humano, el mundo de la realidad y el del sueño, la aflicción y la dicha, parecía tener un lugar en aquel libro incomparable, en cuyas páginas parecía estar contenido el mundo entero, con sus estaciones, sus animales y sus desatinos. Criaturas de un solo ojo, bellas ninfas de las fuentes, sabios que hartos del mundo se retiraban a descansar a su huerta, palacios de malaquita donde insomnes princesas soñaban con caballeros que venían a buscarlas con un azor en el brazo, trenes expresos en los que viajaba el solitario amor, golondrinas que jamás volvían a los balcones donde había anidado la dicha, noches oscuras que cobijaban las andanzas del alma, poetas que decían que había sido suya el alba de oro… ¿Podía pedirse más?
Había, en suma, dos mundos, y ninguna historia lo había contado mejor que aquella en que Moisés había subido al monte Sinaí a encontrarse con Yahveh, y que era la historia del becerro de oro. Su hermano Aarón, ante su tardanza, pidió a las mujeres que le prestaran los collares y los zarcillos de sus orejas, con los que dio forma en la fundición a la figura de un becerro. No de un dios, o un demonio, sino de un pobre becerro, semejante a los que pacían a su lado, imagen del desamparo de su pueblo en la noche interminable del éxodo. “Y el día siguiente madrugaron y ofrecieron holocaustos y presentaron (sacrificios) pacíficos: y el pueblo se sentó a comer y a beber, y levantáronse a regocijarse”. Es así como se describe en la Biblia (en la traducción de Casiodoro Reina) la reacción del pueblo judío. Es decir, el becerro que viene a llenar el vacío dejado por la ausencia de Moisés, no mueve a vergonzosos pactos, ni a alianzas indecorosas, sino tan solo a sentarse, hablar y a comer a su lado.
Eso significa adorar al becerro: correr de tienda en tienda con los bailarines, escuchar el murmullo de las conversaciones, los cantos de los hombres junto al fuego, percibir su anhelo de felicidad. Reconozco que la Biblia que a mí me gustaba, y que me sigue gustando, tenía que ver con el rastro casi imperceptible de esa figurilla de oro. Un rastro hecho, sin embargo, de imágenes que una vez contempladas no se podían olvidar: la imagen del pelo de Sansón entre los dedos de Dalila, la del rubor de Raquel apartando sus ovejas del pozo para que Jacob pudiera inclinarse a beber, la de una muchacha de Galilea recibiendo a escondidas a un hermoso mensajero, la de la burra visionaria de Balaán, la imagen de una mano exenta que se suelta a escribir en la pared de un palacio, la de un Arca llena de animales flotando a la deriva en la noche negra del Diluvio.
A ese rastro pertenecen las historias del libro preferido de mi infancia. Era una pequeña antología de los cuentos de Las mil y una noches. Me gustaban especialmente dos de ellos. El primero trataba de dos hermanos que vivían en un palacio donde tenían todo lo que querían. Sirvientes que satisfacían sus caprichos, un jardín esplendoroso lleno de hermosos animales y flores que parecían soñadas. Eran felices en él, hasta que un día un anciano les habló de un lugar donde podrían encontrar un árbol que canta, un pájaro que habla y una fuente de oro. Y, a partir entonces, aquellos niños que todo lo tenían solo vivían para encontrar la manera de abandonar su casa y buscar aquel lugar maravilloso. El otro cuento tenía por protagonista a una princesa que se paseaba de noche por los jardines de su palacio y a su paso iba iluminando los senderos y las fuentes pues su cuerpo tenía el poder de desprender luz, como pasa con las luciérnagas.
¿Sabemos por qué hemos nacido, por qué tenemos que morir, por qué existe la injusticia o la desdicha, qué es el amor y por qué nos hace sufrir? Nuestra vida está llena de preguntas que no podemos evitar hacernos sin descanso. Para mantenerlas vivas y mitigar a la vez la angustia que nos produce no conocer sus respuestas existe el mundo de las fábulas y los cuentos, el mundo inagotable de la ficción. Estamos perdidos y buscamos un camino que transforme nuestra vida en una historia que merezca la pena contar, una historia que nos consuele con su belleza. Las religiones, cuando no se han separado aún de los hombres, las mujeres y los niños reales, nos ofrecen historias así. Historias que nos dicen que hay un lugar adonde ir, un lugar donde, entre otras cosas, podremos reencontrarnos con los muertos que amamos.
Esas historias no son distintas a las historias que se narran en los cuentos. Con una diferencia, las religiones nos dicen que ésta no es nuestra verdadera vida y que sólo la muerte puede conducirnos a ella; los cuentos, que el paraíso está en el mundo y que hay que vivir como si fuera posible alcanzarlo. El árbol que canta, el pájaro que habla y el agua de oro en el cuento de Las mil y una noches hablan de ese anhelo de felicidad. Hay muchas formas de contestar a la pregunta eterna de por qué leemos. Yo tengo la mía: leo para seguir el rastro de luz que dejan en la noche esas moritas cautivas de mi infancia.

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