11 ene 2015

Treinta y cinco años alrededor de Julio*/Vicente Leñero

Treinta y cinco años alrededor de Julio*/Vicente Leñero
Revuista Proceso No. 1993, 10 de enero de 2015

En 2007, el consejo rector de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) otorgó un reconocimiento al mexicano Julio Scherer García, el colombiano José Salgar, el brasileño Clóvis Rossi y el uruguayo Hermenegildo Sábat, quienes a su juicio “encarnan los más altos valores del oficio”. Con ese motivo la fundación y el Fondo de Cultura Económica editaron un libro en homenaje a los premiados, en el que se incluyó un perfil de Scherer escrito por su amigo y compañero de trayectoria, el también añorado maestro Vicente Leñero. Aquí recuperamos los fragmentos esenciales.
A retazos, con páginas arrancadas a mis propios recuerdos, en un obsesivo collage de viejos textos o de pequeños añadidos y rápidas anécdotas que dicta la memoria, intento esta semblanza en borrador de Julio Scherer García que la miopía de la amistad –ese verlo y verlo durante años tan de cerca– impide convertirla en un perfil más fiel, más apartado de una visión estrictamente personal. Es un intento, un breve testimonio de hermandad.
1972
Julio no regresaba aún a la mesa.
–¿Y de veras es muy honrado el director?

–No sabes –exclamó Froylán, Froylán López Narváez–. A mí me tocó presenciar una escena inolvidable. Estaba yo en su oficina cuando llegó el mensajero de un secretario de gobierno y le entregó un sobre. Tomó el sobre, lo dejó en el escritorio y siguió con la cháchara. Hasta muy al rato cayó en la cuenta, abrió el sobre y encontró un cheque de muchos ceros. Furioso salió disparado de la oficina y en mangas de camisa, como estaba, alcanzó al mensajero a media cuadra de Reforma. “Aquí está el cheque, amigo, y dígale por favor al señor Fulano de Tal que muchas gracias, pero que el director de Excélsior no”.
 1968
 El bajo volumen en que a veces declina su fraseo impide captar completamente todos los parlamentos. Algo dice Julio Scherer de sus dos hermanos, Hugo y Paz; de su padre Pablo Scherer, hombre de acomodada posición económica merced a un trabajo en relación con la bolsa de valores que le permitió vivir con su familia en una gran casona colonial ubicada en Plaza San Jacinto número 11, San Ángel, precisamente donde ahora se encuentra el Bazar Sábado, hasta el momento en que un abuso de confianza –explica Julio Scherer sin detallar– hundió a su padre en la ruina.
 –Lo perdimos todo, todo todo todo –se oye exclamar al de la voz–. Todo, jefe –remata dirigiéndose a Miguel López Azuara.
 Vuelve a declinar el volumen parlante de Julio Scherer, pero gracias a una media docena de frases aisladas resulta posible reconstruir la anécdota y comprender lo que significa la expresión lo perdimos todo. Todo es la gran casona vendida con urgencia a un precio irrisorio. Todo significa también las pertenencias de la familia Scherer García: desde los objetos artísticos que formaban parte de la construcción residencial, como lo era una gran escultura de la Virgen de Guadalupe fatalmente incluida en el precio total de la casa, hasta muebles, cuadros, libros –ediciones príncipe de Lucas Alamán–, antigüedades y la valiosa colección de pañuelos que don Pablo traía de Europa a su mujer y que ahora ella se vio obligada a vender uno tras otro, todos, mientras luchaba por contener las lágrimas porque ya no tenía su valiosa colección de pañuelos para secarlas. Todo significa además, todavía, la deuda grande que no se alcanzaba a saldar con la venta de todo. Nunca se recuperó el padre de Julio Scherer García del golpe. En 1968, infartado, moribundo, habló con su hijo:
 –Tú vas a ser director de Excélsior –le dijo de pronto su padre.
 –¿Te da gusto? –preguntó Julio.
 –No –le dijo–. Vas a sufrir mucho.
 1968
 Molesto porque Excélsior no juzgaba el conflicto estudiantil de 1968 con los criterios oficiales obedecidos puntualmente por los demás diarios, el presidente Gustavo Díaz Ordaz emprendió una campaña contra Excélsior. Scherer y algunos colaboradores recibieron amenazas, estalló una bomba en las oficinas de Reforma 18 y el director fue insultado en la residencia de Los Pinos. Frente a frente, con el escritorio de por medio, Díaz Ordaz empezó reclamándole los puntos de vista sustentados por su periódico. En el momento de responder, Scherer descubrió una pequeña caja de cerillos en el escritorio presidencial y la paró de canto. Dijo: “Mire usted, señor presidente, ésta es una simple caja de cerillos, pero desde su lugar usted ve una caja diferente a la que yo veo desde aquí. Lo mismo ocurre con el problema de los estudiantes”. A manera de respuesta, Díaz Ordaz agrió el gesto y le gritó furioso: “¡Hasta cuándo dejará usted de traicionar a este país!”.
 1974
 /dijo en el momento de enviar de nuevo a Fausto Zapata a ver a Julio Scherer para decir de parte del primer mandatario que éste deseaba comer en casa de Julio Scherer cualquier día de la semana y en plan absolutamente privado sencillo familiar cosa totalmente imposible dijo Julio Scherer porque yo no puedo y aunque quisiera no podría invitar a mi casa al presidente de la República porque son mis hijas quienes sirven la mesa y las sillas del comedor son incómodas y desde luego te podría decir a ti (me contó Julio Scherer años más tarde) ¿estás cómodo? ¿quieres otro cojín? tráiganle por favor otro cojín a Vicente lo cual no resultaría bien ante el presidente porque entonces yo me sentiría incómodo sabiéndolo incómodo y nervioso después de haber visto durante toda la mañana o todo el día anterior a los guaruras entrando y entrando en mi casa revisando cuartos para garantizar la seguridad del primer mandatario del país incómodo en mi casa como yo también incómodo porque no puedo y no quiero invitarlo díselo así dijo Julio Scherer a Fausto Zapata y así se lo dijo Fausto al presidente quien según otro recado más agradecía la franqueza la confianza y de seguro entendía la imposibilidad de establecer una relación de amistad entre ambos incluso de fingirla en aquélla la mejor época de habitud entre el presidente de la República y el director general de Excélsior no amigos sino simples ajedrecistas citados de tarde en tarde para celebrar entre gambitos jaques y enroques el antiguo rito vieja batalla lucha del poder contra la pren/
 1976
 En la mesa principal: Julio Scherer García incómodo, Julio Scherer García enojado, Julio Scherer García iracundo.
 Se puntualiza:
 Julio Scherer García incómodo por sentirse obligado como todos los años a participar en la ceremonia del Día de la Libertad de Prensa, en la que se pronuncian discursos –uno del presidente de la República y otro del director de algún diario– que invariablemente deforman la realidad de la prensa mexicana; incómodo por mostrarse cómplice del desmedido homenaje al primer mandatario en turno, a quien de manera explícita se venera como adalid de la prensa independiente.
 Julio Scherer enojado porque este año el presidente de la República concedió uno de los premios nacionales de periodismo al locutor de televisión Jacobo Zabludovsky, quien en los últimos meses ha encabezado la campaña televisiva contra Excélsior.
 Julio Scherer iracundo porque al terminar la comida Luis Javier Solana, subdirector de El Universal y presidente de la Asociación de Editores de Periódicos Diarios de la República Mexicana, organizadora del acto, se aproxima a Scherer para informarle en voz baja que ha sido incluido en la comisión encargada de entregar en ese instante un pergamino alusivo al presidente Luis Echeverría Álvarez.
 –Yo no –rechaza Julio Scherer.
 Luis Javier Solana se sorprende:
 –El presidente nombró la comisión.
 –Yo le entrego una chingada.
 –Julio –exclama Solana y gira la cabeza de derecha a izquierda temeroso de que la expresión de su colega haya sido escuchada por los comensales vecinos. Insiste–: Por favor, Julio…
 –Le entrego una pura chingada –repite Julio Scherer alzando la voz, y son varias las cabezas que ahora giran hacia él.
 El director de Excélsior no acude a entregar el pergamino, pero acepta después formar parte de otra comisión (“Hubiera sido exagerada la rebeldía, Vicente, ¿no es cierto? ¿De qué te ríes?”) encargada de acompañar a Echeverría del restaurante Hacienda de los Morales a la residencia oficial de Los Pinos.
 El presidente conversa con los periodistas de la comisión que lo acompaña hasta Los Pinos. Habla y habla y habla; calla de pronto, mira a Julio Scherer:
 –Se necesita hígado para aguantar a Excélsior –dice.
 –Hacemos el mejor periodismo que podemos, señor presidente, pensando en el país.
 Echeverría palmea a Julio, sonríe:
 –No estoy hablando en serio, Julio.
 –Yo sí, señor presidente.
 1976
 –¿Y no sospechabas lo que estaba planeando Echeverría? ¿No tenías miedo?
 Julio Scherer se reacomoda en el asiento:
 –Un día, por esa época, cuando ya eran muy duros los trancazos, León Davidoff me preguntó, ¿conoces a León Davidoff?, pues León Davidoff me preguntó algo parecido: que si no tenía miedo de que Echeverría decidiera acabar con Excélsior. Yo le contesté: “Excélsior tiene un doble seguro de vida, León, el premio Nobel de la Paz y la Secretaría General de las Naciones Unidas. Echeverría no se atreverá a hacernos nada porque quiere el Nobel y la Secretaría General; son nuestros seguros de vida”.
Julio Scherer carga el cuerpo sobre su hombro derecho, contra el respaldo del asiento, y me mira incisivamente. Sonríe. Se pone de pie.
–Nos fallaron nuestros seguros de vida –dice antes de abandonar el restaurante–. Eso fue lo que pasó.
1976
Micrófono en mano está hablando Miguel Ángel Granados Chapa a la multitudinaria audiencia de lectores, amigos y trabajadores del golpeado Excélsior de Julio Scherer García, congregados en un salón del hotel María Isabel.
/ilegitimidad que se ha instaurado en Excélsior no puede ser admitida ni política ni legal /labor en la que ahora invitamos a participar a ustedes, tiene que proponerse objetivos claros. La comunicación directa con los lectores que hoy resienten la falta del Excélsior de Julio Scherer García, del Excélsior que fue sometido el ocho de julio/ podrá ser abordada por esta empresa. Las posibilidades son amplias. Comprenden, entre otras, la edición de un gran semanario de información/
1976
Francisco Javier Alejo, secretario de Patrimonio Nacional, pintó brevemente el panorama de un país necesitado, urgido, en estos momentos de crisis económica y política, de la plena confianza de la ciudadanía en su gobierno. Destruir esa confianza resultaba muy peligroso para la tranquilidad y el futuro de la nación. “Con la publicación de ese semanario –continuó Alejo– ustedes intentan alterar el orden asumiendo una postura frontal contra el presidente Echeverría. Y el gobierno no puede permitirlo. En situaciones como ésta, la seguridad del Estado depende del crédito público del presidente de la República. Atacar al presidente es atentar contra el Estado”.
–¿Así les dijo?
–Así nos dijo.
–Luis XIV.
Francisco Javier Alejo pedía por lo tanto a Julio Scherer desistir de la publicación del semanario, o aplazar cuando menos su fecha de salida para no obligar al gobierno a poner en funcionamiento sus mecanismos de seguridad.
–¿Así les dijo?
–Así nos dijo.
Francisco Javier Alejo no precisó las amenazas, pero sí habló de que la desaparición de quince personas no afectaría la tranquilidad del país; su pérdida no era comparable a lo que significaba la seguridad del Estado.
–Así nos dijo.
–¿Y tú qué respondiste?
–Que Proceso saldría el 6 de noviembre –dijo Julio.
1977
De la exposición del Tercer Mundo salimos a la calle y cruzamos la acera empedrada hasta la residencia de Luis Echeverría, en donde se hallaba instalado, en una construcción aparte que parecía una casita en el bosque, el Salón del Sexenio. Luis Enrique Bracamontes, exsecretario de Obras Públicas, explicó que en un par de semanas, cuando el sitio se abriera al público, tendría acceso directo por la calle. “El licenciado Echeverría piensa”, explicó Bracamontes, “que es muy importante para los mexicanos tener oportunidad de conocer y consultar la documentación de la obra realizada durante seis años de gobierno. Es una lección de historia. Si todos los expresidentes hubieran hecho algo semejante, alumnos e investigadores conocerían mejor la historia patria. En lugar de archivar tantos documentos y de guardar en secreto tantos regalos de los mandatarios extranjeros, el licenciado Echeverría los muestra aquí a la vista de todos. Es una gran idea”, terminó Bracamontes.
Una hora después regresamos al Centro de Estudios del Tercer Mundo. Los guardias personales nos indicaron pasillos y nos abrieron puertas hasta el despacho del expresidente. Era muy amplio y estaba situado en un segundo piso. Los muebles: de artesanías autóctonas. Ocupamos los de una sala michoacana pero muy incómodos, luego de esperar más de quince minutos.
Precedido por dos asistentes que sólo aparecieron fugazmente, entró Echeverría, impetuoso. Lanzó el brazo como una estocada para estrechar la mano de Julio, la mía, la de Bracamontes. Vestía un traje ocre moteado con el que hacia juego una ancha corbata café. En el término del pantalón se delataban unos botines campiranos.
–Cómo estás –dijo Echeverría
–Cómo estás, Luis –respondió Julio Scherer. El director de Proceso regresaba al tuteo después de seis años de un respetuoso usted que, en el momento de pasar de secretario de Gobernación a presidente de la República, había hecho decir a Echeverría: “Sígueme hablando de tú”. “No debo”, había respondido Julio Scherer. “En lo privado, entonces”, había pedido Echeverría. “Es muy difícil estar pensando en cambiar de fórmula cada vez que se pasa de lo privado a lo público”, había dicho Julio Scherer, “mejor siempre de usted mientras usted sea presidente, señor presidente”. “De acuerdo”.
El expresidente no mostró extrañeza por el tuteo de Julio. Más interesado parecía en pedir disculpas por el retraso: pero era tanto el afecto que le demostraban los obreros de Pemex, tanto su entusiasmo, que el desayuno se prolongó más de la cuenta.
Echeverría tomó asiento en el sofá michoacano y junto a él se sentó Julio Scherer. Enfrente quedamos Bracamontes y yo, en sendos sillones.
–Disculpen.
Sin pausas preguntó sobre nuestro recorrido por la Exposición del Tercer Mundo y el Salón del Sexenio, y sin pausas, antes de darnos tiempo a responder, inició un largo discurso en torno a la injusticia que vivían los países marginales y a las necesarias soluciones que habrían de plantearse tras el contacto con/
Miré a Julio. Su rostro se había afilado y transparentaba tensión. Seguramente no escuchaba a Echeverría; más bien parecía hundido en los recuerdos de su carrera como periodista y en las ingratas relaciones con el poder. Por su parte, el expresidente se cuidaba de girar la cabeza hacia Julio. Tras el cristal ámbar de los lentes sus ojos me apuntaban, pero tal vez miraban sin mirar, extraviados en el remolino de ideas de su discurso.
Julio aprovechó una larga pausa de Echeverría para hablar por primera vez. Como si estuviera a punto de dar por concluida la entrevista, se refirió al reportaje sobre el Salón del Sexenio: quería saber si un fotógrafo y yo podríamos volver otro día a tomar datos con toda calma.
Echeverría miró al fin a Julio Scherer.
–Deja de provocarme –gritó de improviso–. ¡Qué necedad la tuya! Deja de provocarme, Julio, te lo advierto.
–No sé de qué me hablas –dijo Julio.
–Lo sabes. Me estás provocando. No sólo esto del Salón del Sexenio. Supe que andabas preguntando qué tantas intrigas fragüé yo para el Nobel de la Paz y no sé cuántas otras tonterías. Mandaste a un reportero. Me estás vigilando.
–Pero cómo te puedo estar vigilando –replicó Julio con una mueca. Se enderezó en el asiento.
–Me estás vigilando –gritó Echeverría–. Y te lo advierto, no me provoques.
–Tratamos de hacer unas entrevistas nada más, eso no es una provocación. Somos periodistas.
–Si quieres saber lo del Premio Nobel ven a preguntármelo a mí y te doy toda la información. Yo no intrigué con nadie, qué tontería. Fueron muchas las organizaciones que me propusieron, yo no sabía nada, ni siquiera de esa madre Teresa. Hay cartas, te las puedo enseñar, son muchas. No tienen por qué andar inventando intrigas.
–No estoy inventado nada –dijo Julio.
Echeverría había bajado el tono. Intentaba recobrar la serenidad y por medio de la ironía situarse por encima del periodista.
–No me afectan tus provocaciones, Julio, no me llegan – quiso sonreír pero de su boca salió un ruido ronco. –Yo ya estoy fuera, déjame tranquilo y no me provoques porque no te lo voy a permitir –enfatizó–. Ya es tiempo de que nos olvidemos uno del otro, ¿no te parece?
–Tú te puedes olvidar de mí pero yo no –dijo Julio–, porque aunque ya no seas presidente sigues siendo un hombre público y todo lo que haces es importante, periodístico. Yo soy periodista –repitió.
Miré a Bracamontes. En su azoro reconocí mi propia incomodidad. Era claro que Echeverría trataba de sacar de quicio a Julio Scherer, pero Scherer no parecía dispuesto a caer en la trampa. Luchaba al contragolpe.

Fue Echeverría quien tocó el tema de Excélsior. Volvió a hablar de la ingratitud de Julio después de que él ayudó tanto al periódico, de los ataques continuos que recibía en el diario; repitió sus quejas a las acusaciones de la prensa extranjera después del golpe.

–No hay derecho –dijo Echeverría– .Tú perdiste Excélsior porque perdiste el contacto con la base. Y eso está muy claro en la crónica que usted escribió –me señalo a mí.

–El golpe no fue un problema interno, Luis, tú lo sabes.

–Perdiste contacto con la base.

El expresidente sonreía. Julio Scherer se exaltó:

–¿Y la invasión del fraccionamiento? ¿Y la campaña de difamaciones? ¿Y el dinero que corrió dentro de la cooperativa? ¿Y los porros en la asamblea? ¿Y las amenazas últimas?

–Yo ni siquiera conozco a ése que está dirigiendo ahora el periódico –dijo Echeverría, como si no escuchara a Julio–, ¿cómo se llama?, ese muchacho, ¿cómo se llama…? ¿Regino?

–Regino decía que lo conocías muy bien.

–Eres un soberbio, Julio –exclamó el expresidente y miró con fijeza al periodista–. Nunca pensé que fueras capaz de odiar tanto, tanto. Odias a todo mundo. Sólo vives para odiar y seguirás odiando y odiando hasta el día de tu muerte.

Julio oprimió los labios y achicó los ojos.

Intervine por única vez:

–No, licenciado, yo creo que una persona que no se dio por vencida y que siguió trabajando no tiene tiempo para odiar.

(…)

1979

–¿Sabes en qué somos diferentes tú y yo? –me dijo Julio.

–En que tú le vas a los Yanquis y yo los detesto.

–No.

–En que tú nadas todos los días y yo me ahogo en una alberca.

–Hablo de periodismo –se enfadó Julio.

–¿En qué?

–En que si tuviéramos frente a Picasso, tú te pondrías a ver sus cuadros y yo le haría una entrevista.

1980

Julio Scherer estuvo a un pelito así de ser ejecutado por militares guatemaltecos o por policías salvadoreños en la frontera de Guatemala con El Salvador. Vio muy de cerca la muerte. Lo relató en un reportaje publicado en Proceso el 4 de agosto de 1980. Porque además de dirigir la revista, de alentar a los reporteros y de conseguir apoyos económicos para lo que llamamos Comunicación e Información, S.A. de C.V., a Julio le calaban de pronto las fiebres periodísticas y se lanzaba a reportear con el entusiasmo de un bisoño.

Así fue en busca de un tal Marcial (Salvador Cayetano Carpio), el más mportante guerrillero en la clandestinidad durante la bronca guerra de El Salvador. Con absoluto sigilo se establecieron los contactos y se fijó fecha y hora de la cita, pero en el último momento se canceló el encuentro por razones de seguridad, le dijeron. Molesto por la cancelación y molesto porque en los vuelos de San Salvador a México no había asientos disponibles, Julio decidió viajar por tierra hasta Guatemala. En la frontera, en el pueblo de San Cristóbal, lo detuvieron los militares guatemaltecos y empezó un absurdo forcejeo.

“Los guatemaltecos me reclamaban como indocumentado y sospechoso –escribió Julio–, y los salvadoreños exigían mi entrega bajo el cargo de ‘subversión internacional’ porque encontraron en el equipaje unos folletos viejos, sin actualidad, conocidos públicamente”, que consideraron propaganda subversiva.

En plena sierra fronteriza los soldados guatemaltecos le vendaron los ojos con un pañuelo atado a la nuca, le plantaron un sombrero pestilente, lo esposaron de las muñecas y en el piso de un automóvil en movimiento lo llevaron “aquí cerquita atrás del monte”.

–Lo van a quebrar –oyó decir.

Más tarde, en un cobertizo y entre insultos y amedrentamientos, lo ataron con las esposas a un barrote de fierro.

“Siguió el torbellino –escribió Julio–. El patológico humor del teniente Chicho que me paseaba la pistola por el rostro, el cañón a unos centímetros de los ojos o haciendo presión contra el mentón, o en medio de las cejas:

“–Te voy a hacer mierda, comunista hijoeputa.”

Después del teniente Chicho apareció el teniente Pancho, que se dedicó a torturarlo verbalmente:

“–¿Has oído del estanque? Contesta, mierda.

“–No sé de qué me habla.

“–No has oído, ¿verdad? Pues ya oirás. Allá te voy a echar. Será lo último. Antes vas a pagar, mierda.”

Pasaron horas. Se hizo de noche. Llegó entonces el comandante a interrogarlo en serio y a decirle que el Servicio de Inteligencia lo estaba investigando.

Entre burlas, amenazas y juegos verbales macabros del teniente Chicho y del teniente Pancho, Julio sufrió la noche. Entró la claridad. Un par de sardos le quitaron las esposas y lo sacaron del cobertizo. Ahí estaba afuera el comandante. Le dijo, al liberarlo:

–Usted es periodista internacional.

–¿Y si no lo hubiera sido? –preguntó Julio.

–No lo cuenta –dijo el comandante. Se rascó la frente. Explicó:

–De haberlo entregado nosotros a los de El Salvador, como ellos querían, usted hubiera caído en manos de la policía, y no se imagina lo que eso significa.

–¿Tortura, comandante?

–A lo mejor. O más sencillo: dos tiros en la carretera, desnudo, desfigurado, sin huellas ni identificación posible. Nadie, jamás, habría sabido de usted.

En un jeep llevaron a Julio hasta Jutiapa, al casino de los oficiales. Allí le dieron de comer y de beber ron con soda. Fue entonces cuando terminó de tragar el mal trago con el ron y regresó a ser y hacer lo de siempre. Es decir: a entrevistar al comandante. A preguntarle sobre las izquierdas o las derechas (“quedan ellos o quedamos nosotros”), sobre el porqué de su admiración a un líder de izquierda como Fidel Castro (“por su trabajo, por su tesón, por el fuego de su vida; compárelo nomás con el símbolo de las derechas, Videla…”), sobre los jóvenes oficiales guatemaltecos:

–Algunos querrían ser como Castro, pero de derechas.

–¿Se puede? –le preguntó Julio.

–Ya no hay mucha diferencia entre las izquierdas y las derechas. Las dos llegaron a su límite. Ahora viene el búmerang.

–¿Me autoriza a publicar todo esto? –preguntó Julio Scherer al término de la entrevista.

–Usted es periodista –se encogió de hombros el comandante.

(…)

1981–1993

Julio ha sabido combinar siempre el aceite con el agua. Ser al mismo tiempo amigo entrañable de Gabriel García Márquez y amigo entrañable de Octavio Paz, aunque se tiene la impresión de que la veta periodística lo empató más con el Gabo.

Con Paz, Julio enfrentaba el reto de exprimir lo mejor de su personal inteligencia para ponerse al nivel intelectual top. Y lo conseguía, de manera sorprendente.

Una tarde los oí y los miré estupefacto conversar hora y media sobre nuestro adolorido país. Julio me había llevado a Río Lerma a visitar al pontífice porque don Jesús Reyes Heroles, secretario de Gobernación en ese entonces, quería conocer en persona a Octavio Paz, y por tal razón lo invitaba por intermediación de Julio a una comida que resultó espectacular. Paz llegó al comedor de la secretaría acompañado por sus cardenales in pectore: Enrique Krauze y Gabriel Zaid. Julio fue con Miguel López Azuara y conmigo, que de mirones lo hacíamos muy bien al lado del peón del rey de don Chucho: Ernesto Álvarez Nolasco. Inolvidable tarde de Chateneuf du Pape y de rosbif inglés. Ante nosotros estalló la pirotecnia del talento, el duelo del ingenio y del retruécano, la erudición de citas y la invención al canto de aforismos. Se revisó la historia de México desde Mariano Otero, el consentido de Reyes Heroles (“Hay que aprender a lavarse las manos en agua sucia”), hasta la cabeza de Obregón cayendo sobre el plato de mole en La Bombilla.

Nueve años después Octavio Paz recibió el Nobel de Literatura y durante meses y meses Julio estuvo tramando una entrevista total, algo así como el testamento del poeta. Como se trataba de un duelo de grandes dimensiones, Paz eligió las armas: la entrevista por escrito y las preguntas de Scherer por anticipado. Aunque los padrinos de Julio le encendimos focos rojos, el director de Proceso aceptó las reglas y se dio a la tarea de preparar un cuestionario que inquiría lo mismo sobre el régimen de Carlos Salinas de Gortari y la imposible democracia, que sobre las recientes crisis del país y el balance del pensamiento paciano. Tardó en formularlo, en corregirlo, en retocarlo, hasta que al fin estuvo listo. Era un texto a zancadas que valía por sí mismo –opinó Enrique Maza–, digno de retar con él el talento del Nobel. Recordaba una verdad periodística primaria: para conseguir respuestas geniales hay que formular preguntas geniales. De esquina a esquina: Julio Scherer–Octavio Paz. En el periodismo mexicano de 1993 no podía darse un binomio mejor.

Pero ocurrió que Octavio Paz se arrepintió del juego e incumplió las reglas planteadas por él mismo. Tomó y respondió las preguntas de Scherer que le parecieron bien, a modo; desechó las que le parecieron incómodas o fuera de su gusto, y puso en boca de su entrevistador preguntas que el propio Paz se formulaba tramposamente a sí mismo. En una palabra: trató al director de Proceso como a un entrevistador principiante.

–No se vale, Julio. Él será muy Nobel o muy chingón o lo que tú quieras, pero eso no se hace. Yo por mí lo mandaba al diablo y no publicaba nada. Se acabó.

Desde luego, Julio no me hizo caso. Reconocía, como reconocíamos todos, que los razonamientos de Paz a lo largo de “la entrevista” conformaban un texto interesante, muy valioso. Pero un texto en el que él brillaba solo. Al fin de cuentas eso es lo que Octavio Paz buscó y consiguió a lo largo de su vida. Brillar solo. Ser el foco único de su propia galaxia.

(…)

1990

Durante una larga temporada Julio visitó todos los jueves por la tarde a don Alejandro Gómez Arias, el que fuera célebre activista del vasconcelismo, el novio juvenil de Frida Kahlo, el intelectual de izquierda. Estaba viejo, rebasaba ya los ochenta años.

Gómez Arias se ponía a conversar con Julio de las azaleas y las buganvillas de su jardín, pero también de política, por supuesto: del insípido Miguel de la Madrid, de las carambolas de Salinas, qué sé yo.

Una tarde, Julio regresó triste de su visita semanal a Gómez Arias.

–¿Cómo está Gómez Arias?

–Del cuerpo ahí va, se defiende, pero ya le tronó la neurona. Se le van las ideas, dice cosas incoherentes, desconoce a todo mundo. Ya no voy a seguir viéndolo.

–Qué lástima.

Julio me agarró del brazo; estaba conmocionado de veras por lo que parecía el alzheimer de Gómez Arias.

–Te voy a pedir una cosa, Vicente. Nada más aquí en confianza y a ti, porque los demás no me van a hacer caso. Pero tienes que jurármelo –me soltó el brazo–. Cuando veas que me empieza a fallar la memoria, al primer indicio, a la primera pendejada que suelte, dímelo así nomás con toda franqueza, de frente, sin miedo: Ya estás pelas, aguas. Dímelo para irme de Proceso, y ya.

–No hace falta, Julio, carajo. Quedamos en irnos cuando cumplamos veinte años en la revista, ¿qué no? Falta poco.

No recuerdo bien cuándo y cómo sellamos el pacto, quien lo sugirió.

El caso fue que durante los tragos de una comida, Julio, Enrique Maza y yo acordamos retirarnos de Proceso antes de que nos venciera la vejez. Dejarles a buen tiempo el campo libre a los compañeros que venían detrás.

Lo cumplimos. El 6 de julio de 1996 dijimos adiós al trabajo reporteril y renunciamos a nuestros cargos directivos.

–Qué pronto se hace tarde –le comenté a Julio, y le comenté a Enrique Maza la noche del adiós usando la frase de Fernando Savater que yo le había puesto de título a una obra de teatro.

1998

Una noche aciaga, Julio sufrió el secuestro express de su hijo Julio Scherer Ibarra. Eran las tres de la madrugada y en el lapso de una hora cuanto más debería entregar doscientos mil pesos cash. Ansioso y desesperado se puso a llamar a todo el mundo por teléfono, pero a las tres de la madrugada nadie tenía en su casa doscientos mil pesos cash.

Despertó a Juan Sánchez Navarro: no tenía cash. Despertó a Carlos Slim: tampoco, aunque Carlos Slim, despabilándose, le dijo: “Espérame tantito”, y rascando cajones –supongo– con billetes chicos y con billetes grandes, con dólares, con centenarios, reunió afortunadamente la cantidad y se la envió volando en una bolsa de plástico, como de mandado.

Julio resolvió el problema del secuestro express. Mil gracias, Carlos. Pagó la cantidad a los pillos y luego le pagó a Carlos Slim, que se resistía: “No hombre, Julio, caray”.

–Ni me digas, Carlos, un préstamo es un préstamo. Aquí está.

(…)

1998

Después de las entrevistas y reportajes que le dieron fama de estrella en Excélsior, Julio siguió escribiendo –aunque con menor frecuencia– en Proceso. En realidad nunca ha dejado de reportear. Su nueva forma es ahora la escritura de libros periodísticos que inició en 1986 con Los presidentes y que para mediados de 2005 ya sumaba más de una docena de títulos: Historias de familia, Estos años, Salinas y su imperio, Cárceles, Máxima seguridad, Tiempo de saber, Los patriotas: de Tlatelolco a la guerra sucia, Parte de guerra, Parte de guerra II, Los rostros del 68, Pinochet: vivir matando, El perdón imposible…

A esta lista debe añadirse un primer libro escrito cuando aún era reportero en Excélsior, La piel y la entraña, derivado de sus conversaciones con el pintor Siqueiros en la cárcel (1965), y el rescate de las entrevista que le hizo al general Roberto Cruz, también en sus tiempos de Excélsior, y que el Fondo de Cultura Económica publicó en 2005 con el título de El indio que mató al padre Pro.

Cuando en 1998 estaba a punto de aparecer su libro Cárceles, Sealtiel Alatriste, entonces director de la editorial Alfaguara, me pidió un texto de presentación para la cuarta de forros. Como es un texto que sí me complace, porque subrayo en él cualidades claves del oficio de reportero de Julio Scherer, lo reproduzco a continuación:

Nuevamente reportero, reportero siempre, Julio Scherer García emprende en este libro una intensa, implacable investigación sobre ese pozo negro que son las cárceles de nuestro país. Guiado por Virgilio en la persona del doctor Carlos Tornero, sin duda el hombre que más sabe en México de psicópatas y criminales, de reclusos sin esperanza, de carceleros impíos, el periodista recorre y nos hace recorrer los nueve círculos de este infierno donde el castigo, como en Dante, se antoja siempre más duro que la culpa. No hay esperanza para el prisionero, pero tampoco la hay para el sistema penitenciario, concluye el lector del reportaje. La injusticia institucional, la corrupción interna, la impiedad, el dolo, la mala fe, el morbo, el lucro vil, la dignidad perdida infestan estas páginas como los virus de una peste medieval. Con la ferocidad de un reportero joven, pero con la malicia y el tino de quien ha exudado periodismo durante cincuenta años, Scherer García indaga, registra, mira, sobre todo pregunta. Pregunta. Pregunta siempre, impertinente, firme, con urgencia de saber. Y es el lector el que termina sabiendo, agradecido: desde las experiencias documentales de Tornero, hasta el novelístico encuentro del periodista en el círculo noveno, el de Almoloya, con ese pájaro en vigilia, como describe a Mario Aburto, y con un Raúl Salinas sin bigote, pantalón caqui, camiseta blanca, huaraches… Para sus reportajes en libro –brillante clímax de una carrera periodística– la prosa de Julio Scherer García se ha vuelto concisa, estricta, talladas las frases y las metáforas como si fueran de marfil. Para nuestro sistema político encallecido, para nuestra sociedad de ojos de ciego, él sigue siendo, y este libro lo confirma, el periodista incómodo de México.

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*Extractos del texto publicado en el libro Los maestros. Scherer, Salgar, Clóvis Rossi, Sábat (Premio Homenaje Cemex–FNPI–FCE, Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, México 2007, 129 p.).

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