11 ene 2015

Scherer, su pasión/Gerardo Galarza

Columna La Estación
Scherer, su pasión/Gerardo Galarza
 Excelsior, 11/01/2015

Ahora que es la hora de los adjetivos, algunos tan disparatados que mueven a risa o a lástima, es el momento de decir que Julio Scherer García fue un hombre de sustantivos y de hechos. Su divisa (la cita es de memoria) fue: “al periodista lo avalan los hechos, sin ellos está perdido”.
Es cierto que usó todos los adjetivos en grado superlativo, todos con la terminación “azo”  o “asazo”, pero sólo para intentar destacar los hechos.  “¿Reportajazo, don Gerardo?”, “¡Besazo, señora!”.
No podría ser de otra manera para quien vivió la vida en una sola palabra: pasión. Pasión por su mujer de toda la vida (Susana Ibarra), por sus hijos, por su Atlante, por sus “doitches” (la selección alemana de futbol), por sus Yanquis de Nueva York, por sus amigos (Vicente Leñero,  Daniel Cosío Villegas, Heberto Castillo, Octavio Paz (a) La Neurona —como él le llamaba—, Juan Sánchez Navarro, José de Lima y… algunas decenas más, algunos de ellos inimaginables). También como fue, ni modo, la pasión por sus enemigos. Era humano.

La pasión en brasas.
A fines de los años ochenta o principios de los noventa recibí la conocida llamada telefónica de la Helen (Elena Guerra, su fiel secretaria, Helena de Troya, decía él para quien lo entendiera) para que me presentase en su oficina. Quienes debíamos subir los escalones de aquella escalera sabíamos que una llamada así significaba que algo muy bueno o muy malo habíamos hecho. Me preocupé; había escrito algo sobre don Daniel Cosío Villegas, uno de los personajes de su altar personal. Supuse que había cometido algún error o que alguno de los entrevistados se habría quejado de lo publicado.
 Me recibió exultante: ¡Carajo don Gerardo, qué textazo se aventó! Gracias, don Julio. ¡Nooo, nooo, ni madres; dé gracias a su trabajo! Gracias, don Julio. Sus palmadas en mi espalda dolían en los pulmones.  Ya conseguí un mes sin el estrés de la exigencia informativa, pensé como pensábamos todos los que éramos felicitados así.
 A borbotones, dijo algo así como: Mire le voy a hacer un regalazo, usted se lo merece. Para mí significa mucho y usted se lo merece. Sepa usted que don Daniel recibió una carta personal de Gustavo Díaz Ordaz, cuando era presidente, por un artículo publicado en Excélsior sobre el 68. Díaz Ordaz le pidió que esa carta no debería conocerla nadie, mucho menos publicarse. Don Daniel cumplió. Luego de su muerte, su viuda la encontró en su archivo personal y me la entregó porque —me dijo— que la merecía. Le voy a dar una copia, estará en buenas manos, usted también se la merece, decía y repetía mientras buscaba y rebuscaba en su archivo personal.
 Llamó a Helen, le pidió ayuda. Ambos buscaban y rebuscaban y la carta no aparecía.
 Me apené. Y dije: don Julio, no se preocupe, le agradezco la intención, cuando la encuentre me la regala. ¡Nooo, nooo, usted debe leerla, debe conocerla; lo merece! Yo conozco esa carta, dije. ¡¿Cómo?! Sí, yo ya la leí… Y don Julio explotó como cuentan los griegos que Zeus explotaba. Roja la cara, los brazos como aspas de molinos de viento, el pelo electrizado y  gritó: ¡Usted no puede conocer esa carta, don Gerardo! ¡Nadie la ha leído más que su autor, don Daniel, su esposa y yo! ¡Si usted la leyó quiere decir que usted ha revisado mis archivos, sin ningún derecho! ¡Eso significa que usted ha violado mis archivos, mi intimidad; eso se llama deslealtad, se llama traición, señor Galarza! ¡Y usted debe saber lo que eso significa!
 Elenita estaba desencajada. Me atreví a decir: Esa carta está publicada, por eso la leí. Desaté una nueva oleada de furia. Aproveché una pausa y salí de su oficina. Al bajar los escalones pensaba en dónde podría encontrar una caja para sacar las cosas de mi escritorio. Minutos después apareció la fiel Helen: ¿Te puedo ayudar en algo? Gracias, no, no sé cómo. ¿Dónde leíste la carta? No sé, no lo recuerdo. Recuérdalo. No pudo ser más que aquí, debió publicarse, aquí en la revista. ¿Cuándo? No tengo ni la más puta idea. Tal vez está en uno de los libros que hemos editado. ¿Cuál? Pues el del 68. Se fue la Helen. Regresó: No lo tenemos, está agotado. Déjame ver si tengo uno en la casa, dijo temblando solidariamente Elenita, quien vivía a unos 50 metros de las oficinas de la revista del señor Scherer.
 Seguía empacando cuando Elena Guerra apareció con un ejemplar del libro 1968, el principio del poder, en cuya portada original se reproduce una fotografía de Rogelio Cuéllar, y es una recopilación de lo publicado en aquel Proceso, en una edición del gran Federico Campbell, con motivo del décimo aniversario del 2 octubre de 1968.
 Lo hojeé y lo hojeé.  En la página 83 de aquella primera edición, precedida por una caricatura de Rogelio Naranjo, aparece la reproducción de una carta de Gustavo Díaz Ordaz enviada el 16 de agosto de 1968 a don Daniel Cosío Villegas.
 ¡Gracias! ¡Por favor, enséñasela! No, llévaselo tú, me dijo. No me va a dejar entrar. ¡Llévaselo tú! Subí, entré a su oficina y dije: Señor Scherer, esta es la carta que yo leí y conozco, ninguna otra. En la antesala, de pie, Elenita preguntó: ¿Qué te dijo? Nada, dije.
 Cinco, diez minutos o los que hayan sido, después, rojo el rostro, las manos en los bolsillos, el pelo sólo alborotado como siempre, otro don Julio: ¡Don Gerardo, perdóneme, tenía usted razón! Me dio un abrazo. No le pude decir nada. Me insistió en que él no recordaba la publicación de esa carta, que lo perdonara. No recuerdo qué respondí. Creo que no respondí nada. Ante situaciones como ésta, Scherer solía decir: “Dentro de 20 años ni quién se acuerde”.
 Al día siguiente me entregó, a cambio de la copia de la carta que no encontraba, fotocopias de las páginas del entonces casi inconseguible ensayo La crisis de México de don Daniel Cosío Villegas, escrito en 1946 y publicado en marzo de 1947, en los Cuadernos Americanos, que dirigía don Jesús Silva-Herzog padre, el primer gran texto crítico contra los gobiernos posteriores a la llamada Revolución Mexicana.
 La pasión. Así, sin más.
 Por supuesto que conservo esas fotocopias, como libros de Antonio Tabucchi, José Saramago, Martín Luis Guzmán, Shusaku Endo, Kenzaburo Oe, y de otros más que generosamente compartió, o el CD con la Novena Sinfonía de Beethoven, con la Orquesta Sinfónica de Berlín, dirigida por Herbert von Karajan, enviado en el pleno momento de angustia personal y familiar.
 La pasión, pues.
 Por eso, a la hora de los adjetivos, me quedo con el resumen de hechos que Sonia Morales, reportera por 20 años de aquella su revista y su adjunta en la cátedra universitaria, hizo en Facebook ante su muerte: tuvimos al mejor reportero en la dirección.     

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