“….En
ese hermoso país centroamericano, bañado por el Océano Pacífico, el Señor
concedió a su Iglesia un Obispo celoso que, amando a Dios y sirviendo a los
hermanos, se convirtió en imagen de Cristo Buen Pastor…“Papa Francisco
A las 18 horas del 24 de marzo de 1980 mientras celebraba la Comunión en la capilla de la Divina Providencia en San Salvador, un francotirador le disparó una bala expansiva que le destrozó el corazón y lo mató casi en el instante.
A las 18 horas del 24 de marzo de 1980 mientras celebraba la Comunión en la capilla de la Divina Providencia en San Salvador, un francotirador le disparó una bala expansiva que le destrozó el corazón y lo mató casi en el instante.
Un
tiro en plena misa/Joaquín Villalobos fue guerrillero salvadoreño y es consultor para la resolución de conflictos internacionales.
El
País | 23 de abril de 2015
El
coronel, jefe del destacamento, ordenó a su tropa tomar la pequeña iglesia del
poblado y traerle a su despacho la imagen de San Antonio. Los soldados
cumplieron la misión, llevaron la imagen al puesto de mando y esta permaneció
secuestrada en el cuartel. El coronel acusaba a San Antonio de colaborar con la
guerrilla, estaba convencido que este santo prevenía a los insurgentes de los
operativos militares que lanzaban sus tropas. Se desconoce si el coronel intentó
torturar la imagen para obtener información o exigirle algún milagro, pero la
historia es totalmente verídica. Ocurrió en el departamento de Morazán durante
la guerra civil de El Salvador en los años 80.
Una
de las lecciones en el combate policial o militar contra insurgentes,
terroristas o delincuentes es la capacidad de discriminar. Es fundamental saber
distinguir las distintas formas de involucrarse o no involucrarse de quienes
viven o están presentes en un territorio dominado o influenciado por actividades
ilegales. Pueden encontrarse en ese lugar enemigos armados, enemigos no
armados, opositores políticos civiles, activistas sociales, periodistas,
defensores de los derechos humanos, población que colabora por conciencia y
población que se somete por miedo. El error más común de quienes representan la
autoridad es convertir en enemigos a grupos, sectores sociales, razas,
religiones o simplemente pobladores sin hacer ningún tipo de distinción. Es
común la expresión: “en ese lugar todos son: terroristas, guerrilleros,
pandilleros, narcos, etcétera”; y esto igual aparece ahora en Irak que en las
calles de Baltimore o en poblados de México. El problema es que la incapacidad
para discriminar puede convertir una pequeña llama en un gran incendio.
La
guerra civil de El Salvador es un caso clásico de conflicto provocado por un
poder oligárquico autoritario. En este país, el anticomunismo adquirió
características de enfermedad mental. A partir de noviembre de 1979, más de 600
personas eran asesinadas mensualmente; los escuadrones de la muerte, policías o
militares decapitaban y descuartizaban. Los pronósticos de una segura victoria
de Ronald Reagan en las elecciones estadounidenses de 1980 fueron interpretados
como una licencia para el exterminio y, en ese contexto, la esquizofrenia
paranoide los hizo ver a un obispo conservador que estaba denunciando la
matanza como un guerrillero comunista. Le pegaron un tiro en plena misa y
convirtieron al asesino material en su líder político.
En
El Salvador fueron asesinados 18 sacerdotes, cinco monjas, centenares de
catequistas y miles de campesinos que vivían en lugares considerados bajo
influencia de “religiosos comunistas”. Iglesias, casas parroquiales, colegios
de niños y niñas, universidades, imprentas y emisoras católicas sufrieron
ataques terroristas por parte del régimen. La universidad de los jesuitas
sufrió 20 atentados con bombas. Periodistas extranjeros, militares y
empresarios que rechazaban la represión, activistas de derechos humanos,
funcionarios de Naciones Unidas, congresistas norteamericanos y hasta el propio
James Carter, presidente de los Estados Unidos, fueron considerados
“comunistas”.
En
noviembre de 1989, los medios de comunicación acusaron a los jesuitas de ser
los responsables de la ofensiva guerrillera sobre la capital. Oligarcas y
militares, temerosos de que se produjera una negociación con la guerrilla en el
momento en que esta ocupaba parte de la capital, decidieron evitarla asesinando
a Ignacio Ellacuría y a otros cinco jesuitas que defendían la solución
negociada. Este crimen forzó al régimen a negociar, al dificultar la
continuación del apoyo estadounidense.
Los
guerrilleros no éramos solución de nada, fuimos simplemente síntomas de un país
políticamente enfermo. Fueron las barbaridades del régimen las que nos
multiplicaron. Treinta y cinco años después del asesinato del arzobispo Romero,
la derecha salvadoreña no ha reconocido su culpa y torpeza. Matando a Romero
quisieron detener una rebelión y la provocaron. Matando a los seis jesuitas
pretendieron evitar una negociación y la desataron. No extraña que ahora la
beatificación de Romero los desconcierte y enfurezca; el anterior alcalde de
San Salvador, del partido de la derecha, cambió el nombre de San Antonio a una
calle capitalina por el de Roberto D’Aubuisson, reconocido como el asesino del
arzobispo. Queda la duda de si escogió esa calle porque continúan pensando que
San Antonio era colaborador de la guerrilla.
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