Marx,
siempre Marx/Gabriel Tortella es economista e historiador, autor de ‘Los orígenes del siglo XXI. Un ensayo de historia social y económica contemporánea’
El
Mundo |15 de junio de 2015
A
estas alturas, yo me sigo considerando marxista, aunque, desde luego, no en el
sentido corriente del término. No creo en la dictadura del proletariado, ni en
la plusvalía, ni en la teoría del valor-trabajo, ni menos en el materialismo
dialéctico, cuyo significado nunca he comprendido. Sin embargo, siempre me ha
parecido muy bien el materialismo histórico: la teoría marxista de la Historia.
Queda claro, por tanto, que admiro a Marx como historiador, pero no como
economista.
Sin
embargo, ambas cosas estaban en él muy imbricadas, porque su teoría de la
Historia es que los hombres, individual y colectivamente, se mueven por motivos
económicos. Esta idea básica es lo que él llamaba «materialismo histórico» o,
también, «poner sobre los pies» la teoría histórica de Hegel, su maestro, que
decía que eran las ideas lo que movían a la Historia. Según la metáfora de
Marx, para Hegel la base o motor de la Historia eran las ideas (la cabeza),
mientras que para él era la economía (los pies). Este darle la vuelta a la teoría
de la Historia convierte a Marx en un pensador revolucionario, no solo por
haber sido un profeta de la revolución, sino por haber revolucionado la teoría
de la Historia, que es tanto como decir de la sociedad.
marx-siempre-marxAsí,
Marx no sólo ofendió a los burgueses y personas de orden porque amenazaba el
‘status quo’, sino también a los bienpensantes que consideraban al hombre
inspirado por sus ideas y no por sus intereses materiales. En esta labor de
reducción del hombre a sus principios elementales estaba bien acompañado de su
admirado Charles Darwin y, más tarde, de Sigmund Freud. Darwin provocó la ira
de numerosos seguidores de lo que a mediados del XIX era la ortodoxia (desde el
obispo Wilberforce hasta el destilero Bosch, productor del Anís del Mono) al
postular que las especies eran producto de la evolución y no necesariamente del
designio divino, con su corolario de que el hombre estaba relacionado
genéticamente con los antropoides. Freud también escandalizó a generaciones más
recientes señalando que el instinto sexual y el subconsciente eran poderosos
determinantes de la conducta humana, en lugar de, o en competencia con, la
razón o la inspiración divina.
Hay
que reconocer que Marx y Freud ya habían sido prefigurados por el Arcipreste de
Hita, y este por el genio de Estagira, ya que el Libro del Buen Amor nos
informa que: «Como dice Aristóteles, cosa es verdadera,/ el mundo por dos cosas
trabaja: la primera/ por haber mantenencia; la otra cosa era/ por haber
juntamiento con hembra placentera». Aquí tenemos a Marx (la mantenencia, es
decir, la economía) y a Freud (el juntamiento, es decir, la libido). Pero quizá
porque al Arcipreste no se le toma todo lo en serio que se debiera (él estaba
de guasa perenne) y porque de Aristóteles se recuerdan otras cosas, estas
doctrinas no hicieron su pleno impacto hasta que Marx y Freud les dedicaron
consistentes volúmenes. Fue entonces cuando, tras el escándalo del darwinismo,
vinieron los escándalos del materialismo y del psicoanálisis.
Hoy
sorprende un poco todo esto, porque, salvo en ciertos reductos intelectuales,
las doctrinas de estos tres genios revolucionarios han sido aceptadas con
generalidad, incluso entre los que formalmente las rechazan. Hoy el darwinismo
está ampliamente aceptado en el mundo científico. Se vio, además, confirmado
por la genética molecular y por la paleontología, y los conceptos de «selección
natural», «caracteres hereditarios», «mutación» y demás forman parte del
lenguaje corriente. Incluso algunas iglesias han intentado con mayor o menor
éxito adaptar las doctrinas bíblicas de la creación a la teoría evolucionista.
En
cuanto a Freud, ocurre algo parecido. Su terapia es muy cuestionada, pero sus
intuiciones psicoanalíticas han alcanzado una enorme difusión, sus discípulos y
adeptos se cuentan por millones y sus conceptos han pasado al lenguaje
corriente, como prueba la frecuencia con que se utilizan palabras como
«complejo», «ego», «trauma infantil», «Edipo», «sublimación», etcétera.
Ocurre
en general con estos genios que, junto a enormes rechazos, provocan también
grandes entusiasmos, y tanto los enemigos como los discípulos tienden a
deformar la doctrina original, lo cual la banaliza y desprestigia
científicamente, pero a la vez la populariza. En eso Darwin llevaba ventaja,
porque era un científico puro y sus doctrinas, aunque no fáciles de demostrar,
por la dificultad de someterlas a experimento, sí pueden someterse a contrastes
parciales que, por su multiplicación, acaban resultando ser pruebas casi
irrefutables. Las doctrinas históricas son mucho más difíciles de contrastar
empíricamente, y el psicoanálisis más difícil todavía, aunque se han dado
infinidad de casos de curación de neurosis y otros trastornos por el método
psicoanalítico.
También
Marx, tan denostado, ha tenido gran aceptación entre los historiadores, y
muchos de sus conceptos son ampliamente aceptados hoy. Palabras como «burgués»,
«proletario», «lumpen», «superestructura», «plusvalía», «contradicciones
internas», «lucha de clases», han pasado al vocabulario corriente de personas
que no han leído ni el Manifiesto Comunista. Y la idea de que la economía tiene
importancia para comprender a la sociedad y su devenir está muy ampliamente
extendida, incluso entre personas que se definirían como enemigas del
comunismo. Nadie podrá acusar de ser marxistas a tantos historiadores que
estudian la economía porque creen que en ella van a encontrar la clave del
cambio político y social. Ni nadie podrá llamar marxista a James Carville, el
asesor de Bill Clinton que popularizó la frase «es la economía, estúpido» para
indicar cómo se debían ganar las elecciones. Y nadie podrá llamar marxista al
presidente Mariano Rajoy, que ha apostado casi exclusivamente por la economía
como palanca para ganar las próximas elecciones generales.
Yo,
como marxista confeso, debiera aplaudir tal táctica. Sin embargo, ya dije más
arriba que mi marxismo no es del tipo corriente: hay ruedas de molino que no
estoy dispuesto a tragarme. Apostarlo todo a la sola carta económica me parece
algo arriesgado, sobre todo si el incipiente enderezamiento se ha conseguido
por medio de una subida muy pronunciada de la presión fiscal, habiendo antes
prometido todo lo contrario. Por otra parte, la economía no es una ciencia
exacta, y cualquier fallo imprevisto a última hora puede dar al traste con una
recuperación que, en el mejor de los casos, no puede ser sino parcial. El
desempleo, por mucho que baje de aquí a noviembre, seguirá siendo
embarazosamente alto, y a los parados y sus familias les interesan muy poco las
curvas de tendencia y los decimales, especialmente a la hora de votar. Por
añadidura, el estilo de Rajoy es cauteloso, por no decir timorato, y la reforma
laboral que llevó a cabo su Gobierno al comienzo de la legislatura iba quizá en
la buena dirección, pero se quedó a medio camino por miedo a irritar a la
izquierda y los sindicatos. Lo descafeinado de la reforma ha traído como
consecuencias la lentitud con la que ha tenido efecto y el hecho de que vayamos
a llegar a noviembre con los niveles de paro a que antes me referí. Además, la
timidez y moderación con la que se acometió la reforma no ha servido en
absoluto para acallar a los disconformes, que han encontrado en la lentitud con
la que ha actuado un motivo más para alzar la voz denunciándola. Y hay que
recordar que, a la hora de votar, todo el problema económico se reduce al nivel
de desempleo. Que la balanza de pagos esté o no en equilibrio, que el
presupuesto tenga o no déficit, que la inversión aumente o caiga, que haya
estabilidad de precios o inflación, todo eso es muy interesante, pero al
votante lo que le importa es el nivel de desempleo. Y hay muy poco tiempo para
acelerar su baja.
Por
otra parte, la economía es muy importante, pero incluso los historiadores
económicos con ribetes marxistas sabemos que no lo explica todo. Es difícil
justificar que con una mayoría absoluta no solo en las Cortes, sino en casi
todas las autonomías, se haya hecho tan poco para solucionar el problema del
nacionalismo periférico, la violación sistemática de la Constitución, el despilfarro
de las autonomías, el embrollo de la deficiente educación que este país
arrastra desde hace décadas, el problema de la corrupción, el de la Justicia, y
un largo etcétera. Ahora se prometen cambios, después de decir que no los
habría. Todo esto debería haberse encarado al comenzar la legislatura.
Podríamos decir, parafraseando a Carville: «No solo es la economía, estúpido».
No hay comentarios.:
Publicar un comentario