24 oct 2016

Del norte llegó Bachomo/Luis Spota

Del norte llegó Bachomo/Luis Spota
Revista Amanecer, 24 de octubre de 2016
Cayó el grito en el silencio nocturno y la quietud de los campos quebróse en sordos murmullos. Pueblo afuera, miles de ecos llevaron la alarma a los espejos de los canales, a las murallas rocosas de La Memoria, al cañaveral y límite, que apretó sus tallos, miedoso. Noche de cuarto creciente, compacta e impávida. De los altos cielos, profundos y sin estrellas, resbalaban saladas ráfagas tibias. Y muy lejos, como una cosa inmensa que avanza y retrocede, percibíase el ronco golpear del Pacífico –camino de Topolobampo. Y el grito nuevamente, ya más cerca, ya todo angustia:
       –¡Ya viene Bachomo con su indiada!
Se estremecieron Los Mochis, entre el polvo y el calor, conturbados por la alerta, y la gente, abandonando la plácida charla en las banquetas, se lanzó a la calle en carrera vertiginosa –chusma ya empavorecida–.
Todos coincidieron en el pensamiento.
        –¡A la compañía!
 Y aquel torrente de hombres, mujeres y niños, todo llanto y miedo, avanzó hacia la mole de zinc que se adivinaba al fondo, buscando refugio tras las barreras alambradas e infranqueables del ingenio, que Bachomo respetaría.

II
    Ebrio de tesgüino llegó Bachomo al pueblo, con dos espalderos trotando a los flancos, y, arriscado el tejano con águila de generalato, apagaba los faroles del alumbrado con gruesas balas de cuarenta y cinco, entre alardes e insultos.
         –¡Pa' que se acuerden de mí!
        Y a cada disparo la adulación de los espalderos:
         –¡Buen tiro, general!
       Después de caminar un rato por las calles desiertas, sobre las que aún flotaba, inmóvil, el polvo levantado por la muchedumbre en fuga, inquirió Bachomo, deteniendo su caballo:
        –Y la gente, ¿ónde iría?
        –Sepa, general.
      –Pue' que se las espantaran, ¡y como le tiene miedo...!
Halagaba a Bachomo el indio que vino del norte a encender la hoguera de la guerra santa contra el yori- saberse temido, sentirse dueño de la región, y sus crímenes y su nombre eran conocidos Río Fuerte arriba, Río Fuerte abajo, y fama siniestra auroleaba su alta y recia figura de exterminador impecable, jinete en caballos de viento, de Choix a Guasave, de Higuera a Ahome, a lo largo y a lo ancho de la norteña llanura sinaloense.
   
   Muchas noches, Bachomo cayó con sus dos mil indios de las sierras de Sonora, de los llanos de Sonora, de los llanos de Sinaloa, de los montes de Nayarit, sobre los pueblos de El Fuerte para sólo dejar en ellos, al irse, muerte, sangre y fuego.
Siguieron avanzando Bachomo y sus acompañantes al paso confiado de sus cuacos de sombra.
         –Oiga, general, ¡qué silencio está todo esto!
        –Sí; muy silencio. ¿A poco...?
Se pintó en sus ojos oscuros el temor de una emboscada. El guardaespaldas tranquilizó:
    –¿Un cuatro? ¡No! ¡Nadie sabe que salimos de Jahuara, general!
        –Ah, pos si.
   Desmontaron ante una cantina que vaciaba cubos de luz al exterior. Nadie permanecía dentro, ni el dueño siquiera, y sobre la barra quedaban copas y vasos, sucios de labios borrachos los bordes. Con la manaza prieta sobre la culata de la pistola, alardeó el jefe:
      –¡Aquí está Bachomo, desgraciados. ¡Arrímense, o los traigo!
    Le respondió el silencio, saturado de humores. Bachomo peló la escuadra y las balas hicieron gemir espejos y botellas despedazados.
     Fuera, en la sombra, escuchóse el sordo rastrear de unos pasos. El caudillo del Fuerte tendió el oído con atención de animal salvaje, y ordenó señalando la puerta con su barba cuadrada:
        –¡Tráitelo, Bacazegua!         
    El indio embrazó el corto máusser de caballería y salió, para volver después de unos segundos, arrastrando a un hombre con guitarra:
       –Era éste, general.
Bachomo lo miró de arriba abajo, con insolencia beoda antes de preguntarle:
        –Y tú ¿qué traes?
       –Nada; soy ciego.
       –¿Ciego?
       –Sí. Toco y canto.
Rumor de pasos cautelosos vino de la trastienda y los tres indios se agazaparon, preparadas las armas para el disparo. Transcurrió un lento minuto. En la calle se espesaba el silencio, y sólo, muy espaciados, escuchábanse los secos graznidos de las lechuzas, más imponentes, más ríspidos en la noche sin ruidos.
        Bachomo, clavada la garra en el cuello del ciego, ordenó a su otro espaldero, muy quedo:
        –¡A ver quién es!
        El pima dejó en el suelo su quepí con estrellas de coronel y, sin ruidos, gateó hasta el cuarto contiguo. Simultáneos tronaron rifle y pistola y con el estampido se confundió el rumor de una lucha. Bachomo sacó la cabeza cuando el indio apareció en la puerta jalando de un pie el cadáver de un hombre.
         –¡Le pegué!
Bacazegua lo reconoció, mientras sus manos despojaban al cuerpo:
         –Está muerto, Jeremías.
        –¡Échenlo pa fuera!
Salieron los otros a tirar a la acera su carga sangrante. Bachomo trajo un racimo de botellas y comenzó a descorcharlas a cañonazos; el ciego seguía allí, inmóvil y encogido, moviendo las blancas canicas de sus ojos. Después de un gran trago, el jefe mayo le gritó:
–Tú, ciego, cántame una canción.
        –¿Cuál, señor?
        –Pa Bachomo, El quelite.
        –¡Bachomo!   
El ciego se sacudió empavorecido, suspendiendo el templar de su instrumento. Aunque no lo conocía, porque sus ojos eran de noche, no ignoraba, como nadie en la gran cuenca del río, quién era Bachomo. ¡Con razón la gente huía, con razón las calles parecíanle más anchas y oscuras! ¡Y todo tan silencioso!
El tigre de Jahuara eructó la pregunta, amargo el gesto de alcohol:
         –Ciego, ¿pa ónde se fue la gente?
        –A la compañía, mi jefe.
        –¡Y eso que vengo solo!
Terció Bacazegua:
      –¡Es que le tienen miedo!
    Se interesó el cantor con vaguedades de sonrisa estúpida en los labios:
      –¿Sólo, general? ¿Y su gente?
     –¡Pa que la quero! Yo no le temo a nadie... Ya no me platique, ciego, y échese la cantada.
Lloró la guitarra con llanto de cuerdas tensas. La canción de Sinaloa, El quelite revolucionario vibraba en la atmósfera de miedo y calor. Y versos abajo, en el paraje:
          Mañana me voy, mañana.
          Mañana me voy de aquí.
          Y el consuelo que me queda
          es que se han de acordar de mí.
La ronquera aguardentosa del general se confundió con el falsete tipludo del cancionero. Terminada la pieza, tendió el ciego la mano limosnera, y Bachomo clavó sus ojos brillantes de llanto alcohólico, en el hombrecillo mustio.
         –¿A poco cobras? ¡Largo de aquí!
 Ciego y guitarra, brutalmente lanzados, chocaron contra el muro produciendo un eco de cuerdas reventadas, en tanto que los indios ebrios reían con feliz estrépito.
III
        –¡Ya le dijeron a Pedro Jornada!
Bocas, antes temerosas; maldicientes y fanfarronas ahora, corrían el aviso:
        –¡Pedro Jornada ya lo sabe!
Nadie ignoraba el juramento que hiciera Pedro Jornada aquella noche, cuando Bachomo y sus indios arrasaron Charay; aquella noche terrible, un año atrás, en que perdiera a su esposa y a su hermana, entre los gritos de pólvora y plomo de la guerra de Río Fuerte y en la que él recibiera una puñalada en el rostro, cuya cicatriz, de labios violáceos, recordábale la promesa que debía cumplir.
 Pedro Jornada, hasta la matanza de Charay, había sido un hombre pacífico; ahora Pedro Jornada, sabedor de que Bachomo venía solo, encabezaba la horda vengadora, la masa envalentonada que iba verlo saldar el juramento formulado entre olores de incendio y sangre de violación.
     Y fue el ciego, Domingo, quien llevó la noticia de que el caudillo del río estaba embriagándose con Bacazegua, su lugarteniente sanguinario, y con Jeremías Bamoco, el indio pima que entregó a Bachomo a Rosario López Jornada, la esposa de Pedro.
      Noche de Charay. ¡La indiada borracha y brutal, disparando locamente sus armas; los gritos desesperados de las mujeres, entre la orgía que duró hasta el amanecer; la degollina implacable; el pueblo en llamas, de punta a punta; su esposa y su hermana, sacrificadas a Bachomo, que se las llevó en su caballo color de humo campo adentro y él, Pedro Jornada, impotente y moribundo, rasgado el rostro por el puñal de Bamoco!
    
 Ahora esos recuerdos eran más intensos, más quemantes, mientras avanzaba por el centro de la calle, empuñaba la pistola que alguien puso en sus manos, y seguido de apretada multitud:
        –¡Va a cobrársela Pedro Jornada!
      Sin detenerse a mirarlo, saltó el vengador sobre el cadáver del cantinero. Los curiosos se desparramaron por la acera, buscando un refugio. Él, resuelto a todo, plantóse ante la puerta de la piquera. De cerca, con restos de su instrumento bajo el brazo, aguardó el ciego Domingo.
Y el reto vibró en la noche caliente:
        –¡Aquí está Pedro Jornada, indio Bachomo!
Segundos más tarde apareció en el marco, tambaleante, Bamoco con el máusser tendido. No tuvo tiempo de alzarlo, porque una bala, disparada desde la sombra por la pistola de Pedro, le abrió rojo florón en la cabeza. En la inconciencia de la borrachera, sin la cautela del animal del llano o de la sierra, Bachomo y Bacazegua salieron a presentar combate.
      No disparó Pedro Jornada, dejando que se acercaran más. Los curiosos, desde sus escondites, aguardaban el desenlace del duelo, sin descubrir su presencia, temerosos de que una bala les tocase a ellos.
       Y, de pronto, cuando los tres hombres se enfrentaron, se pobló el aire de estampidos y de acres olores de pólvora.
       Cayeron Domingo y Bacazegua. Pedro Jornada y Bachomo, sin balas en las pistolas, se miraron fieramente, inmóviles, bajo la gran noche consternada. El tigre de Jahuara que nunca dejó de acudir donde lo llamaran, rehuyó el combate a cuerpo, y echó carrera calle arriba.
      Pedro, que se cobraba la deuda de Charay, se lanzó tras el indio que era una sombra entre las sombras que velaban la calle.
     –¡Atájenlo, antes de que llegue a la caña!
     No lo alcanzaron pues Bachomo, confiado en su astucia, llegó al cañaveral inmenso, cerrado y espeso de miedos nocturnos, y se perdió en el laberinto de los canales, de las alambradas, de los millones de tallos.
V
       –¡Vamos a quemarlo
Chisporrotearon improvisados hachones de caña al borde de la alta felpa aún verde, prontos a tenderle una trampa de lumbre al fugitivo.
Pedro Jornada fue el primero en brincar la alambrada. Docenas de hombres, con teas en las manos, lo imitaron, y casi instantáneamente una como gran bola de fuego rodó cañaveral adentro, convirtiéndolo en dilatado charco flamígero. Lejana, la sierra plomiza de Camayeca se iluminó con siniestros resplandores rojos y las grandes llamas ensuciaron de humo la noche honda.
El imponente fragor del cañaveral ardiendo se ensanchó por el valle con temblores trágicos. Cuchilladas de fuegos violentos acribillaron la atmósfera espesa, rasgándola con largos silbidos. Y la chusma enfurecida contemplaba la quemazón, muda y bárbara, violentados los rostros por el deseo de exterminio.
     Pedro Jornada estaba allí, silencioso, con el recuerdo de otra lumbrada quemándole el corazón, y solo fue quedándose hasta que las últimas claridades del gran incendio allá, –por Jahuara– se hermanaron con las primeras del sol naciente. 


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