30 oct 2016

Proceso Cuarenta años de valorar la verdad

Revista Proceso 2087, 30 de octubre de 2016…
Cuarenta años de valorar la verdad/
ARIEL DORFMAN
Y cuando partimos de nuevo al extranjero, cuando cambiamos el exilio involuntario por una expatriación deliberada, ahí estaba, de nuevo y como siempre, el hogar de Proceso.
Desde el principio, Proceso constituyó para mí ni más ni menos que un hogar.
Cuando digo Proceso, pienso, por cierto y sobre todo, en Julio Scherer García. Pero Scherer García, quien actuó siempre como un hermano mayor mío y de mi mujer Angélica, no hubiera deseado que este homenaje a la revista que fundó en noviembre de 1976 junto con colegas y amigos (entre ellos el gran Vicente Leñero), fuese una exaltación de su trayectoria y generosidad, a las que ya he dedicado múltiples páginas. Estoy seguro de que si estuviese vivo me exigiría que en este aniversario no me centrara en él, sino en el semanario extraordinario que sigue persistiendo más allá de su muerte, que sigue siendo esencial pese a tantas otras muertes, más evitables, que se acumulan en su México querido.

 ¿Exagero al declarar que Proceso fue un hogar?
 En absoluto. Cuando comencé a mandar colaboraciones para la revista – creo que fue a mediados de 1978–, me encontraba exiliado con mi familia en Holanda, donde habíamos terminado después de varios años de peregrinaje y desastres que nos asolaron a partir del golpe militar chileno de 1973.
 Mi primera entrega fue una meditación sobre el destierro, evocando mi amistad con un viejo maravilloso llamado Draguy, un yugoslavo que había participado en la resistencia francesa contra los nazis, cuyos ojos se llenaron de lágrimas cuando le hablé de Neruda y Allende, de la distancia y las uvas de mi tierra. Al poco tiempo de nuestro encuentro con él, su mujer nos avisó que ese anciano magnífico había fallecido repentinamente, pero que nos tenía un regalo de su parte. Era un resplandeciente abrigo de piel de camello que no se condecía con nuestra pobre condición proscrita, indocumentada y fugitiva. Pero Draguy sabía algo de los dolores del desarraigo, sabía que era necesario disfrazarse de rico y poderoso, ponerse ese abrigo como un escudo contra la adversidad si pensábamos sobrevivir. Ese abrigo me sirvió, en esa primera crónica, como una metáfora sobre el exilio, una manera de explorar la solidaridad y el abandono, las puertas que se abren y las puertas que se cierran. Y me alegré, era que no, que tales palabras mías circularan en un México al que no le faltaban sus propios dolores, sus propias puertas abiertas y cerradas. Proceso me permitió un refugio intelectual, le dio amparo a mi voz, vedada en mi propia patria. A falta de Chile, bueno era México y el público internacional latinoamericano que se asomaba a la azotea y rincones de esa revista. Aparecer en Proceso ayudaba a mitigar la pena de que mis escritos no podían ser leídos por los compatriotas que sufrían los azares y peligros de la dictadura.
 ¿Y si intentara llegar a ellos? Para esa fecha ya habían ido apareciendo en Santiago algunas publicaciones de origen democrático, semitoleradas, siempre a punto de ser clausuradas por la dictadura –no tan diferentes de Proceso mismo– que también estaba amenazada de extinción, cercada por el imperio omnímodo del Estado. ¿Por qué no mandar ese artículo que había compuesto para México a la revista Hoy en Chile, a ver si se atrevían a publicarlo?
 Se atrevieron.
 En un número de diciembre reprodujeron mi crónica sobre el abrigo milagroso. No faltaba ni un adjetivo, ni un verbo, ni un sustantivo. Cómo esa indumentaria me había protegido de algo más que el viento y el hielo, cómo Draguy, el combatiente antifascista, había comprendido que alguien como yo podía necesitar una prenda mágica en su propio combate. La historia de nuestra penuria y destierro, nuestra desgracia y dignidad, todo eso circulaba en Chile.
 El abrigo de Draguy, que me colocaba en el exilio para lidiar con burócratas y policías, me había llevado de vuelta al hogar. Por unos minutos, leyendo mis propias palabras bajo la luz ajena e irreconocible de Holanda, me sentí transportado a mi tierra prohibida.

Pero fue Proceso el que facilitó esa mediación, ese retorno.

En los años que siguieron, la revista mexicana continuó siendo un lugar donde siempre se me dio la bienvenida, siempre se me recibió con cariño y respeto.

Paradojalmente, cuando logramos derrotar a Pinochet y recuperamos la democracia en 1990, Proceso fue más importante todavía para mí, me ofreció una hospitalidad que necesitaba aún más que antes.

Porque nuestro regreso a Santiago no fue muy afortunado. Sea porque yo había cambiado demasiado durante los 17 años de ausencia, sea porque el país había sido profundamente corrompido y torcido por la dictadura y el miedo, Angélica y yo encontramos que no había un sitio ahí para nuestros sueños, nuestro deseo de contribuir al renacimiento de la patria envilecida.

Y cuando partimos de nuevo al extranjero, cuando cambiamos el exilio involuntario por una expatriación deliberada, ahí estaba, de nuevo y como siempre, el hogar de Proceso.

Siguieron apareciendo mis meditaciones, mis artículos, mis análisis, en la revista mexicana, los mismos escritos que nadie en Chile tenía interés ya en publicar. Todavía ahora, lo que compongo para Proceso –y para El País, Página 12, The New York Times, The Guardian, Le Monde y suma y sigue, pero ante todo hay que sumar y seguir con Proceso– no tiene cabida en mi propio país. Y de nuevo, a falta de Chile, mejor es México, tener ese auténtico aprecio y ese seguro albergue.

No se trata, sin embargo, tan sólo de sentirme acogido por Proceso. Más crucial, quizás, es que se me invita a participar en el gran proyecto de la revista que ahora cumple 40 años. Un proyecto que valora la verdad, que no teme escudriñar el poder, que saca los trapos, y los esqueletos, al sol, un proyecto que sueña, como lo sigo haciendo yo, con un futuro sin mentiras ni traidores, una humanidad latinoamericana liberada y alegre y entusiasta y, sí, un refugio contra la opresión.

Proceso: ese abrigo.

No únicamente para mí. También para México, el pueblo mexicano esperanzado y perseguido y digno por el que tanto luchó Julio Scherer. l

La última obra de Ariel Dorfman es Allegro, una novela narrada por Mozart.

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