29 mar 2017

Miguel Hernández, un poeta al pie de todos los siglos

Miguel Hernández, un poeta al pie de todos los siglos/ 
Íñigo Méndez de Vigo es ministro de Educación, Cultura y Deporte y portavoz del Gobierno.

El Mundo, 28/Mar/2017 
Era Orihuela. Una higuera y un limonero. Era el huerto de Miguel Hernández, donde dejó escrito que un limonero había influido más en su literatura que todos los poetas juntos. Una osadía de juventud que no logra distraernos de la riqueza de su mundo interior. Porque todo poeta es, en síntesis, la profundidad de su interior, modelada por la condición de su exterior. Porque todo poeta es él y su tiempo, él y su familia, él y su casa, y sus amigos, y las enfermedades, las alegrías, las guerras… Y los amores, sobre todo, los amores.
Ni la soledad del huerto ni la rigidez de su comportamiento impidieron a Miguel Hernández forjarse amistades intensas, incluso en el polvorín de las letras madrileñas de los años 30. Una de las más importantes fue la que trabó con Vicente Aleixandre. Precisamente al futuro Premio Nobel le obsequió de su puño y letra, en la dedicatoria de Viento del pueblo, la razón de ser de la poesía en todo tiempo. Y lo hizo con la belleza de quien no puede desprenderse de su condición lírica ni dentro ni fuera de los versos: “El pueblo espera a los poetas con la oreja y el alma tendidas al pie de cada siglo”.

A la luz del 75º aniversario de su muerte, que ahora conmemoramos, se entienden mejor aquellas palabras de Miguel Hernández sobre los poetas y el modo en que su obra acompaña a los lectores a través de los siglos. Hoy los españoles podemos deleitarnos en los versos de Miguel Hernández con la sensación de estar transitando un camino actual, el de lo cotidiano, sin que quede, al cabo de los años, huella alguna de lo accidental, de lo frívolo o de lo perecedero.
El tiempo y la distancia nos permiten ver también al poeta desprendido de su leyenda que, aunque pueda engrandecer su legado, encorseta inevitablemente su obra. Hoy sabemos que aquel retrato del bohemio pobre y casi sin estudios que logra abrirse paso en aquel convulso Madrid, simplifica en exceso la circunstancia de Miguel Hernández: que fue la de una vida austera -ayudado económicamente por amigos como Aleixandre-, pero también la de un hombre que estuvo escolarizado 10 años, y que más tarde ensanchó su formación con horas y horas de lecturas y estudios, hasta convertirse en el Miguel Hernández capaz de disipar en unos pocos versos cualquier estereotipo.
Lo mejor de una conmemoración como la que ahora festejamos es que nos permite profundizar en su obra, y también desterrar algunos mitos, como el de su improvisación: Miguel Hernández no era un intelectual al uso cuando aterrizó en las tertulias madrileñas, pero su rudo aspecto exterior sembró inexactitudes sobre su formación: su obra y su prodigiosa evolución es fruto de un esfuerzo continuado por formarse en el arte de la composición de poemas y por empaparse de lo mejor de la literatura española. Sólo así se entiende la intensidad con la que pasó de ser un aprendiz de poeta, que firmaba inspirados versos desde su huerta, a convertirse en uno de los más grandes de su tiempo, quedando su trayectoria tristemente interrumpida por aquella dolorosa muerte, cuando se encontraba en el momento más inspirado y prometedor de su carrera.
Se ha dicho de él que fue cantor de penas y penurias. Sin embargo, lo que asoma en cada rincón de Miguel Hernández es pura genialidad; para la tristeza sí, pero también para la euforia o para el ingenio. Asombrado se quedó Ramón Sijé -aquél que se le “moriría como del rayo”- al recibir una carta suya desde Madrid, adonde Miguel Hernández había llegado para labrarse un futuro en las letras, y descubrir entre sus párrafos la solemne confesión de quien estaba llamado a hacer de los versos su vida: “Ahora, si no fuera por la poesía y el dinero, sería feliz”. Una felicidad que -matizaba después- surgía de la cantidad de horas de lectura en la Biblioteca Nacional que su nueva vida madrileña le permitía. Tal era el genio del personaje: leer a otros autores le entusiasmaba de tal manera que llegaba a olvidarse de que debía escribir para ganarse la vida.
De parecida materia -a vueltas con la penuria-, aunque de una melancolía crepuscular, coronan su Rayo que no cesa estos versos de anhelo y desolación, esta vez por amor: “Al doloroso trato de la espina, / al fatal desaliento de la rosa / y a la acción corrosiva de la muerte / arrojado me veo, y tanta ruina / no es por otra desgracia ni por otra cosa / que por quererte y sólo por quererte”.
Un cierto halo de descuido ha rodeado durante algún tiempo a la figura del oriolano en el conjunto de la poesía española. Después de haber penado en busca de un lugar donde edificar el brillante edificio de su obra, de haberse embarcado en el expreso de la modernidad en Madrid, de haberse vuelto a su tierra y de regresar sin nada más -y nada menos- que su Perito en lunas a aquel Madrid del surrealismo de Vicente Aleixandre, María Zambrano y Rafael Alberti, de haber sufrido lo peor de la guerra en la peor de las guerras, de haber abrazado la madurez literaria en su Cancionero y romancero de ausencias pocos años después de la cima, El rayo que no cesa y Viento del pueblo; y después de todo y también a pesar de todo, el legado del poeta sufrió los vaivenes propios de los hijos de su tiempo, en detrimento tal vez de lo más importante: la fuerza renovadora y la universalidad de su obra.
Setenta y cinco años después, los españoles podemos enorgullecernos de sus versos, hacerlos propios y disfrutarlos. Es obligación de las instituciones, y naturalmente del Ministerio de Cultura, aprovechar este aniversario para difundir su obra y profundizar en ella para que el poeta de Orihuela ocupe el lugar que merece en la historia de la literatura española. Su poesía es ya legado común de todos. Nexo de unión, como toda aproximación cultural sincera, que sobrevuela análisis simplistas y alcanza la esencia, la belleza de poemas que capturan un instante y anhelan eternidad en el corazón. Es aquello que, desde tiempos remotos, ha distinguido a los clásicos de esos otros que, aun pudiendo haber sido muy brillantes en un momento y en un lugar, no han logrado sobrevivir a su obra. Miguel Hernández sobrevuela esa apatía y su obra brilla hoy como nunca. Leyendo sus poemas, podemos rescatarle del “naufragio de vaivenes, de la noche oscura de sartenes redondas, pobres, tristes y morenas”. Leyendo sus poemas, podemos evitar “que el tiempo amarillo se ponga sobre su fotografía”. Leyendo sus poemas, tenemos la gran ocasión de convertir este aniversario de su muerte en el aniversario de su vida.

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