25 dic 2017

Comentario a Muerte sin fin, poema central de Gorostiza/

Comentario a Muerte sin fin, poema central de Gorostiza/ Alejandro Avilés 
Tomado del libro "Un Grito contra nadie. Aproximaciones a la obra de Alejandro Avilés"/ Fred Alvarez Palafox y Leopoldo González; Primera edición 2016, Instituto Sinaloense de Cultura (ISIC)
José Gorostiza (Villahermosa, Tabasco, 1901-Ciudad de México, 1973, formó parte del grupo Contemporáneos, intelectuales que publicaron la revista del mismo nombre y cuyos principales colaboradores fueron Salvador Novo, Bernardo Ortiz de Montellano, Enrique González Rojo, Xavier Villaurrutia, Jorge Cuesta, Jaime Torres Bodet y Gilberto Owen.)
Publicado en el Periódico El Universal,  Revista de la Semana titulada "Poetas Mayores", 26 de julio de 1953.
Quien conozca la obra de José Gorostiza, o cuando menos los versos que vamos a citar, comprenderá que una página no es suficiente para comentar su poema «Muerte sin fin». Sería necesario un libro para adentrarnos en ese poema, que no solo es uno de los mejores en nuestra lengua, sino también uno de los más difíciles. Difícil, sobre todo, por el esfuerzo de visión que exige del lector, no siempre acostumbrado a ver el sol de frente, a fijar sus pupilas en el centro de una luz cegadora. Difícil, también, por la polivalencia de sus expresiones que, a medida que las vamos releyendo, nos dicen mucho más de lo que en la primera lectura imaginamos. Su riqueza se nos va entregando poco a poco, en sucesivas revelaciones, cada vez que nos asomamos a su mundo.
Este deslumbramiento y esa polivalencia son característicos de la obra genial. San Juan de la Cruz mismo, al comentar sus poemas, se vio obligado a explicar la variedad de significados que cada uno de sus versos tiene. Y es que la gran poesía nunca es una selección empobrecedora, ni un esquema de la emoción poética, sino un signo cargado de contenidos múltiples.

Cada lector, al releer «Muerte sin fin», se irá formando una imagen variable del poema, con variación que significa aumento de caudal y ahondamiento en lo mismo. Su imagen, por tanto, no podrá coincidir exactamente con la que nosotros hayamos captado. Y no pretendemos que ambas coincidan, sino más bien que se complementen. La función de la crítica, que es la de ir precisando el patrimonio de belleza con que contamos, solo se cumple al paso de los siglos. Y tratándose de la obra del genio, la crítica no la abarcará nunca, mucho menos en un comentario necesariamente breve y parcial como tiene que ser el que se haga en una reseña periodística.
Guía para el poema
Si alguna guía hubiéramos de escoger para adentrarnos en el poema de Gorostiza, ninguna mejor que la que él mismo dio en la entrevista publicada en el número anterior de Revista de la Semana. Aunque el lector la conoce, no será inútil transcribir aquí su parte sustancial: «Para mí la poesía es una investigación sobre todas las esencias; sobre la vida, sobre la muerte, sobre el amor, sobre Dios. Y simultánea- mente, por lo que respecta al plano del lenguaje, es un esfuerzo por quebrantarlo, por hacerlo más transparente de manera que se pueda ver a través de él en esas esencias».
Aquí Gorostiza considera la poesía en dos planos: uno que pudiera confundirse con el de la filosofía, ya que es una investigación de las esencias; otro que la especifica y que consiste en captar las esencias a través de vocablos transparentes. Su instrumento de captación es un vocablo reencendido que es, para emplear la expresión que aparece en el propio poema, 
como el de esas eléctricas palabras 
—nunca aprehendidas, 
siempre nuestras— 
que eluden el amor de la memoria, 
pero que a cada instante nos sonríen 
desde sus claros huecos 
en nuestras propias frases despobladas.

No podemos, por tanto, exigirle rigor filosófico, por más que se mueve siempre en ese plano metafísico en el que cree descubrir con Heráclito, bajo las apariencias de las cosas, el devenir como única reali- dad, haciendo así que su poema «Muerte sin fin» sea el canto de todo lo mortal.
La verdad metafísica, o sea la adecuación entre el pensamiento y el ser, no se puede hallar a través de los claros huecos de las palabras, sino a la luz del intelecto puro y, en un plano todavía más alto, en el deslumbramiento de la Revelación.
El devenir es, en el poema, un sueño que sueña Dios. Toda la Creación está manando, como en Plotino, del Uno inasible. Pero no tiene verdadera realidad sino que más bien, como en Hegel, todo lo real se reduce al pensamiento. No busquemos en esto, repetimos, rigor filosófico, sino el esplendor de la poesía. Gocemos, pues, sin preocupaciones filosóficas, el océano de belleza que el poeta nos en- trega; veamos al rey mago que va extrayendo de su sueño, como su Dios soñado, «cintas de cintas de sorpresas».

El agua y su vaso
Las dos imágenes del poema son el agua y su vaso. El agua se identifica con su propio yo, con el yo de cada hombre, con el ser tornadizo, informe, ilusorio de todas las creaturas. El vaso es la conciencia y en ella encuentra el ser su propia forma, tal como el agua «en el vigor del vaso que la aclara»:
lleno de mí —ahíto— me descubro 
en la imagen atónita del agua.
El agua es solo «un tumbo inmarcesible, un desplome de ángeles caídos», y nada tiene, «sino la cara en blanco hundida a medias» 
en las tenues holandas de la nube 
y en los funestos cánticos del mar.
Por ello el agua requiere un vaso para tomar forma:
en él se asienta, ahonda y edifica, 
cumple una edad amarga de silencios 
y un reposo gentil de muerte niña.
El vaso «rinde así, puntual, una rotunda flor de transparencia al agua». En la conciencia del yo se reconoce «como en el agua de un espejo».
Pero la malicia poética de Gorostiza supera el estadio de Narciso. Y piensa en otro vaso, en otra conciencia más allá de sí mismo:
Tal vez esta oquedad que nos estrecha 
en islas de monólogos sin eco, 
aunque se llama Dios,
no sea sino un vaso
que nos amolda el alma perdidiza,
 pero que acaso el alma solo advierte
 en una transparencia acumulada 
que tiñe la noción de Él, de azul...
El poeta piensa que Dios tiene que ser azul,
un coagulado azul de lontananza, 
un circundante amor de la criatura...
Ante Él, las creaturas son como el «río hostil de su conciencia», como «agua fofa, mordiente, que se tira», y sin embargo, «se redondea como una cifra generosa». Es la conciencia que nace:
¿Qué puede ser —si no— si un vaso no? 
Un minuto quizá que se enardece
hasta la incandescencia...
...Un cóncavo minuto del espíritu...


La vida es sueño
Fatalmente herida de temporalidad, como toda creatura, la conciencia
ocurre, nada más, madura, cae 
sencillamente
como la edad, el fruto y la catástrofe.

Esta sola expresión, tan bella como desolada, sería ya indicio de que el poeta no cree en la subsistencia del ser. Pero su agnosticismo es aún más radical. Piensa, con Calderón, «que toda la vida es sue- ño»; pero no el sueño de la creatura que al fin acaba por encontrar «la fama vividora» de lo eterno, como Segismundo, sino un sueño de Dios. Él propiamente no nos crea, sino que solo nos sueña:
es el tiempo de Dios que aflora un día,
(...) es un vaso de tiempo que nos iza
en sus azules botareles de aire
y nos pone una máscara grandiosa,

ay, tan perfecta,
que no difiere un rasgo de nosotros.

Este «ay» aplicado a la perfección de la máscara «que no difiere un rasgo de nosotros» es altamente significativo, como todos los «ayes» en la poesía de Gorostiza. Es el dolor que siente ante la semejanza que le induce a creer que todo es pura imagen, puro sueño, pura nada.
No sabemos si Gorostiza haya sentido aquí una burla a su «ham- bre de eternidad», según la expresión de Unamuno, como unamu- nesca es su concepción de las creaturas como sueño de Dios. Pero sí creemos que trata de salvarse con un «no ocurre nada», con una apelación al sueño. Todo, según él, es una «infantil mecánica» por la que Dios sueña al mundo:
no ocurre nada, no, solo esta luz, 
esta febril diafanidad tirante,
hecha toda de pura exaltación,
que a través de su nítida substancia, 

nos permite mirar,
sin verlo a Él, a Dios,
lo que detrás de Él anda escondido: 

el tintero, la silla, el calendario 
—¡todo a voces azules el secreto
de su infantil mecánica!


Cántico de las creaturas
Su corrosiva ironía, hija de su desolación y de una desamparada lu- cidez, lo lleva a enfrentarse con San Francisco. Ambos contemplan la Creación como suspendida de las manos de Dios. Pero mientras el santo se siente infinitamente agradecido al Creador, Gorostiza no piensa que se trata de una creación sino de un sueño. El Niño Dios de San Francisco, en Gorostiza se convierte en un Dios niño y cruel que juega con su sueño y goza en el no ser de sus imágenes. Su Cántico, entonces, no es el gozo de la creatura real sino la muerte sin fin de la creatura soñada:
Pero en las zonas ínfimas del ojo 
no ocurre nada, no, solo esta luz 
—ay, hermano Francisco,
esta alegría,

única, riente claridad del alma...
En toda esta alegría hay siempre tres términos: Dios, la imagen intermedia y el hombre que contempla. Pero este «corro de presen- cias», en el que siempre somos tres, «¡siempre tres!», es solo el fruto de «este buen candor que todo ignora». Lo que realmente sucede es que el Niño está jugando: 
Mirad con qué pueril austeridad graciosa 
distribuye los mundos en el caos...
...su tierna brisa, sus follajes tiernos,
su luna azul, descalza, entre la nieve,

sus mares plácidos de cobre
y mil y un encantadores gorgoritos...

No podía faltar, en este sueño cruel que todo lo construye para destrozarlo, la imagen del dolor como recreo del Niño que sueña. El Dios niño procede como un niño que atrapara un insecto y lo siguiera en sus más dolorosas experiencias:
Pero aún más —porque, inmune a toda mácula,
 tan perfecta crueldad no cede a límites— 
perfora la substancia de su gozo
con rudos alfileres
...


Inteligencia, soledad en llamas
No olvidemos, con todo, que «nada ocurre». Y el poeta grita este verso prodigioso:
¡oh inteligencia, soledad en llamas!
que aplicado a Dios adquiere una intensidad imponderable:
¡Oh inteligencia, soledad en llamas, 
que todo lo concibe sin crearlo! 
Finge el calor del lodo,
su emoción de substancia adolorida,

 el iracundo amor que lo embellece 
y lo encumbra más allá de las alas
a donde solo el ritmo
de los luceros llora,
mas no le infunde el soplo que lo pone en pie 

y permanece recreándose a sí misma,
única en Él, inmaculada, sola en Él, 

reticencia indecible,
amoroso temor de la materia,
angélico egoísmo que se escapa
como un grito de júbilo sobre la muerte.

Y amontona los siglos del horror convertido en belleza; el horror que nace de la crueldad absoluta, espantosamente pensada por el poeta y elevada en el canto a la absoluta hermosura. En el sueño que vuelve a soñarse, la inminencia del mundo vuelve a ser una sombra, «una nada más «:
ay, una nada más, estéril, agria,
con Él, conmigo, con nosotros tres;

 como el vaso y el agua, solo una
que reconcentra su silencio blanco
a la orilla letal de la palabra
y en la inminencia misma de la sangre.

Y todavía, al borde del abismo, el poeta grita:
¡Aleluya, aleluya!
con sarcasmo que no tiene paralelo. Es como la «mecánica infantil», gozosa ante el desastre.

Ay, pero el agua...
Tiene el poema un paréntesis de aparente ligereza y conturbadora densidad. Es aquel donde la forma de lo soñado se convierte en pra- do de delicias. Aroma, color, sabor, todo en plenitud, mientras el agua, o sea el alma que sustenta las formas victoriosas, no huele, ni luce, ni sabe a nada:
Iza la flor su enseña 
agua, en el prado.
 ¡Oh, que mercadería 
de olor alado!
Florece ahí el engreído «yo» de las plantas:
«¡Yo, el heliotropo, yo!»
 «¿Yo? El jarmín.»
Imagen exacta de lo efímero, las flores se pavonean de su aroma.
Ay, pero el agua,
ay, si no huele a nada.

La gloria del color florece en la tierra y en la sangre, en el sueño y en la dicha, en el amor.
Ay, pero el agua,
ay, si no luce a nada.

Todo tiene un sabor: la manzana y la tierra, la angustia y el morir.
Ay, pero el agua,
ay, si no sabe a nada.

Todo culmina en la más intensa, deliciosa y profunda de las ironías:
Pobrecilla del agua,
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ay, que no tiene nada, 
ay, amor, que se ahoga, 
ay, en un vaso de agua.

La máscara de espejo
A partir de este momento, el poema toma un nuevo rumbo. Así como, por el juego o el sueño, había llegado a la formación de las imágenes, ahora se inicia una desintegración. Al fin todo no es sino una «máscara de espejos» que al agua, poseída, «el dibujo del vaso le procura»:
Pero el vaso en sí mismo no se cumple.
Es una «flor mineral que se abre hacia adentro, hacia su propia luz» y «se absorbe a sí misma contemplándose». Pero «hay algo en él, no obstante, acaso un alma... en donde le atosiga su vacío». Y «desde este erial aspira a ser colmado». ¿Cuál es el resultado? Una nueva crueldad sin límites:
en un llanto de luces se liquida.
Y es que «la forma en sí misma no se cumple», aunque en su «trono faraónico» esté «orgullosa de su orondo imperio», pues todo es
¡Ilusión, nada más, gentil narcótico 
+que puebla de fantasmas los sentidos!
En toda ilustre forma, «los crudos garfios de su muerte suben» —que todo es muerte sin fin— y abren el hueco decisivo
cuando al soplo infantil de un parpadeo 
la egregia masa de ademán ilustre
podrá caer de golpe hecha cenizas.

Y aunque «también en ella tiene un rincón el sueño», la forma solo es «temprana madre de esa muerte niña».Y, «por un aire de espejos inminentes»,
cruza entonces, a velas desgarradas,
 la airosa teoría de una nube.
Estrangulada por su vaso, el agua «sigue allí, sin voz, marcando el pulso glacial de la corriente». Pero el vaso, a su vez, «cede a la infor- me condición del agua»,
cuando la forma en sí, la pura forma, 
se abandona al designio de su muerte.
Este colapso final, en que la máscara de espejos se deshace, y todos los seres se repliegan «a construir el escenario de la nada», se expresa con insuperable maestría en tres versos:
Las estrellas entonces ennegrecen. 
Han vuelto al dardo insomne
a la noche perfecta de su aljaba.


Apocalipsis
Lo que de aquí sigue es un Apocalipsis que no podemos ya comentar en el breve espacio que nos queda. Es necesario leerlo íntegro y repetidas veces para tener una idea de lo que es el retorno de todos los seres «hacia el sopor primero», hacia la nada. Porque, para que la caída sea más tremenda, el poeta los hace brillar a nuestros ojos, en un desfile de esplendor que tal vez no tenga igual en nuestro idioma. Los seres, todos, «se abrasan, consumidos por su muerte», y los sen- tidos son «etéreas llamas del atroz incendio». No conocemos ningún otro poema en que los sentidos tengan, en tan condensado mundo, toda la gloria que son capaces de captar para el hombre. Citar textos aislados sería dar una borrosa imagen de la grandiosidad del poema. En este punto, pues, mejor callamos.
Cuando ya parecía que el poeta no iba a poder decirnos nada digno de coronar lo dicho, irrumpe la ciclópea sacudida del final apocalíptico. Lo transcribiremos sin más comentario:
y solo ya, sobre las grandes aguas, 
flota el espíritu de Dios que gime
con un llanto más llanto aún que el llanto,
como si herido —¡ay, Él también!— por un cabello, 
por el ojo en almendra de esa muerte
que emana de su boca,
hubiese al fin ahogado su palabra sangrienta. 

¡Aleluya, aleluya!

Sarcasmo final
Después de esto, tal vez ningún otro poeta se hubiera atrevido a decir una palabra más. Pero Gorostiza la dice, y sale victorioso de la prueba. Se acoge a la mexicanísima defensa que existe contra el recurso de la muerte: la burla sarcástica. Esa muerte sin fin, que había ahogado la palabra misma de Dios, recibe su ración de sarcasmo:
Tan-tán! ¿Quién es? Es el Diablo...
Sí: el único que, después de esta satánica destrucción, puede car- gar con la muerte.
Tan-tán! ¿Quién es? Es el Diablo, 
ay, una ciega alegría,
un hambre de consumir
el aire que se respira...

...es una muerte de hormigas 
incansables, que pululan
¡oh Dios! sobre tus astillas...

Mas, para que la negación satánica del ser sea más completa, Gorostiza supone que Dios fue muerto hace ya mucho tiempo, «siglos de edades arriba», y que nosotros, «migajas, borra, cenizas» de Él, no lo hemos advertido, y seguimos viviendo de Él, que sigue presente
como una estrella mentida
por su sola luz, por una
luz sin estrella, vacía,
que llega al mundo escondiendo su catástrofe infinita.
Pero todavía falta el sarcasmo único del «baile» final que, mientras más se lee, más se comprende que no podía ser otro:
Desde mis ojos insomnes
mi muerte me está acechando, 

me acecha, sí, me enamora
con su ojo lánguido.
¡Anda, puntilla del rubor helado, 

anda, vámonos al diablo!

Un solo comentario
Como partes que somos de la cristiandad, como hombres occidentales que somos, no podemos permanecer impasibles, en una pura contemplación estética, ante una subversión tan radical y magnifi- cente de la verdadera idea de la Creación. Necesitamos explicárnosla de alguna manera. Y creemos que no hay otra explicación que ésta: Gorostiza representa la expresión más completa y terrible, por ser la más bella, del espíritu moderno de negación. No se queda a medio camino entre la fe y la desesperación, sino que consecuente consigo mismo, eleva su desesperación a la mayor perfección humanamente posible. Tal vez su alma, desde ese abismo nunca antes tocado, pue- da elevarse a las más puras cimas de la fe. Al fin tendrá que advertir que toda la grandeza humana —incluso la máxima belleza— es solo sombra comparada al menor de los reflejos divinos. Entonces enten- derá rectamente el proverbio que pone al frente de su obra: «Mas el que peca contra mí, defrauda su alma; todos los que me aborrecen, aman la muerte».
(26 de julio de 1953.).
#
El poema completo...
Muerte sin fin
Conmigo está el consejo y el ser: yo 
soy la inteligencia; mía es la fortaleza
PROVERBIOS, 8, 14
Con él estaba yo ordenándolo todo; y
fui su delicia todos los días, teniendo
solaz delante de él en todo tiempo.
PROVERBIOS, 8, 30
Mas el que peca contra mí defrauda
su alma; todos los que me aborrecen 
aman la muerte.
PROVERBIOS, 8, 36
#
Lleno de mí, sitiado en mi epidermis
por un dios inasible que me ahoga, 
mentido acaso
por su radiante atmósfera de luces 
que oculta mi conciencia derramada,
mis alas rotas en esquirlas de aire,
mi torpe andar a tientas por el lodo; 
lleno de mí —ahíto— me descubro 
en la imagen atónita del agua,
que tan sólo es un tumbo inmarcesible,
un desplome de ángeles caídos 
a la delicia intacta de su peso, 
que nada tiene
sino la cara en blanco
hundida a medias ya, como una risa agónica,
en las tenues holandas de la nube 
y en los funestos cánticos del mar 
—más resabio de sal o albor de cúmulo
que sola prisa de acosada espuma. 
No obstante —oh paradoja— constreñida
por el rigor del vaso que la aclara, 
el agua toma forma.
En él se asienta, ahonda y edifica,
cumple una edad amarga de silencios
y un reposo gentil de muerte niña,
sonriente, que desflora
un más allá de pájaros
en desbandada. 
En la red de cristal que la estrangula,
allí, como en el agua de un espejo, 
se reconoce; 
atada allí, gota con gota, 
marchito el tropo de espuma en la garganta 
¡qué desnudez de agua tan intensa, 
qué agua tan agua, 
está en su orbe tornasol soñando,
cantando ya una sed de hielo justo! 
¡Mas qué vaso —también— más providente! 
éste que así se hinche
como una estrella en grano,
que así, en heroica promisión, se enciende 
como un seno habitado por la dicha, 
y rinde así, puntual,
una rotunda flor
de transparencia al agua, 
un ojo proyectil que cobra alturas 
y una ventana a gritos luminosos
sobre esa libertad enardecida 
que se agobia de cándidas prisiones!
¡MAS QUÉ vaso —también— más providente!
Tal vez esta oquedad que nos estrecha 
en islas de monólogos sin eco,
aunque se llama Dios,
no sea sino un vaso
que nos amolda el alma perdidiza,
pero que acaso el alma sólo advierte
en una transparencia acumulada 
que tiñe la noción de Él, de azul.
El mismo Dios, 
en sus presencias tímidas,
ha de gastar la tez azul 
y una clara inocencia imponderable,
oculta al ojo, pero fresca al tacto,
como este mar fantasma en que respiran 
—peces del aire altísimo—
los hombres. 
¡Sí, es azul! ¡Tiene que ser azul! 
Un coagulado azul de lontananza,
un circulante amor de la criatura, 
en donde el ojo de agua de su cuerpo
que mana en lentas ondas de estatura
entre fiebres y llagas; 
en donde el río hostil de su conciencia
¡agua fofa, mordiente, que se tira,
ay, incapaz de cohesión al suelo! 
en donde el brusco andar de la criatura
amortigua su enojo,
se redondea
como una cifra generosa,
se pone en pie, veraz, como una estatua. 
¿Qué puede ser —si no— si un vaso no? 
Un minuto quizá que se enardece
hasta la incandescencia,
que alarga el arrebato de su brasa, 
ay, tanto más hacia lo eterno mínimo
cuanto es más hondo el tiempo que lo colma. 
Un cóncavo minuto del espíritu
que una noche impensada, 
al azar 
y en cualquier escenario irrelevante
—en el terco repaso de la acera, 
en el bar, entre dos amargas copas
o en las cumbres peladas del insomnio— 
ocurre, nada más, madura, cae 
sencillamente,
como la edad, el fruto y la catástrofe.
¿También —mejor que un lecho— para el agua 
no es un vaso el minuto incandescente
de su maduración? 
Es el tiempo de Dios que aflora un día,
que cae, nada más, madura, ocurre,
para tornar mañana por sorpresa
en un estéril repetirse inédito,
como el de esas eléctricas palabras
—nunca aprehendidas, 
siempre nuestras— 
que aluden el amor de la memoria,
pero que a cada instante nos sonríen
desde sus claros huecos
en nuestras propias frases despobladas.
Es un vaso de tiempo que nos iza 
en sus azules botareles de aire
y nos pone su máscara grandiosa 
ay, tan perfecta, 
que no difiere un rasgo de nosotros. 

Pero en las zonas ínfimas del ojo,
en su nimio saber,
no ocurre nada, no, sólo esta luz, 
esta febril diafanidad tirante,
hecha toda de pura exaltación,
que a través de su nítida substancia
nos permite mirar,
sin verlo a Él, a Dios,
lo que detrás de Él anda escondido:
el tintero, la silla, el calendario 
—¡todo a voces azules el secreto 
de su infantil mécanica— 
en el instante mismo que se empeñan
en el tortuoso afán del universo.
PERO en las zonas ínfimas del ojo 
no ocurre nada, no, sólo esta luz
—ay, hermano Francisco, 
esta alegría,
única, riente claridad del alma. 
Un disfrutar en corro de presencias,
de todos los pronombres —antes turbios 
por la gruesa efusión de su egoísmo— 
de mí y de Él y de nosotros tres 
¡siempre tres! 
mientras nos recreamos hondamente 
en este buen candor que todo ignora, 
en esta aguda ingenuidad del ánimo
que se pone a soñar a pleno sol 
y sueña los pretéritos de moho,
la antigua rosa ausente 
y el promedio fruto de mañana,
como un espejo del revés, opaco,
que al consultar la hondura de la imagen
le arrancara otro espejo por respuesta. 
Mirad con qué pueril austeridad graciosa
distribuye los mundos en el caos, 
los echa a andar acordes como autómatas;
al impulso didáctico del índice 
oscuramente 
¡hop! 
los apostrofa 
y saca de ellos cintas de sorpresas 
que en un juego sinfónico articula,
mezclando en la insistencia de los ritmos 
¡planta-semilla-planta! 
¡planta-semilla-planta! 
su tierna brisa, sus follajes tiernos, 
su luna azul, descalza, entre la nieve, 
sus mares plácidos de cobre
y mil y un encantadores gorgoritos. 
Después, en un crescendo insostenible,
mirad cómo dispara cielo arriba,
desde el mar,
el tiro prodigioso de la carne 
que aún a la alta nube menoscaba
con el vuelo del pájaro, 
estalla en él como un cohete herido
y en sonoras estrellas precipita 
su desbandada pólvora de plumas.
Mas en la médula de esta alegría, 
no ocurre nada, no; 
sólo un cándido sueño que recorre 
las estaciones todas de su ruta
tan amorosamente
que no elude seguirla a sus infiernos, 
ay, y con qué miradas de atropina,
tumefactas e inmóviles, escruta 
el curso de la luz, su instante fúlgido, 
en la piel de una gota de rocío; 
concibe el ojo
y el intangible aceite
que nutre de esbeltez a la mirada; 
gobierna el crecimiento de las uñas 
y en la raíz de la palabra esconde
el frondoso discurso de ancha copa
y el poema de diáfanas espigas. 
Pero aún más —porque en su cielo impío
nada es tan cruel como este puro goce— 
somete sus imágenes al fuego
de especiosas torturas que imagina 
—las infla de pasión,
en el prisma del llanto las deshace, 
las ciega con lustre de un barniz,
las satura de odios purulentos,
rencores zánganos
como una mala costra,
angustias secas como la sed del yeso. 
Pero aún más —porque, inmune a la mácula,
tan perfecta crueldad no cede a límites—
perfora a la substancia de su gozo
con rudos alfileres; 
piensa el tumor, la úlcera y el chancro
que habrán de festonar la tez pulida,
toma en su mano etérea a la criatura 
y la enjuta, la hincha o la demacra, 
como a un copo de cera sudorosa, 
y en un ilustre hallazgo de ironía 
la estrecha enternecido
con los brazos glaciales de la fiebre.

Mas nada ocurre, no, sólo este sueño 
desorbitado
que se mira a sí mismo en plena marcha; 
presume, pues, su término inminente
y adereza en el acto 
el plan de su fatiga,
su justa vacación,
su domingo de gracia allá en el campo, 
al fresco albor de las camisas flojas. 
¡Qué trebolar mullido, qué parasol de niebla,
se regala en el ánimo
para gustar la miel de sus vigilias! 
Pero el ritmo es su norma, el solo paso, 
la sola marcha en círculo, sin ojos; 
así, aun de su cansancio, extrae 
¡hop! 
largas cintas de sorpresas
que en un constante perecer enérgico, 
en un morir absorto,
arrasan sin cesar su bella fábrica 
hasta que —hijo de su misma muerte,
gestado en la aridez de sus escombros— 
siente que su fatiga se fatiga, 
se erige a descansar de su descanso
y sueña que su sueño se repite,
irresponsable, eterno, 
muerte sin fin de una obstinada muerte, 
sueño de garza anochecido a plomo 
que cambia sí de pie, mas no de sueño, 
que cambia sí la imagen,
mas no la doncellez de su osadía 
¡oh inteligencia, soledad en llamas! 
que lo consume todo hasta el silencio, 
sí, como una semilla enamorada 
que pudiera soñarse germinando, 
probar en el rencor de la molécula 
el salto de las ramas que aprisiona 
y el gusto de su fruta prohibida, 
ay, sin hollar, semilla casta, 
sus propios impasibles tegumentos.

¡OH INTELIGENCIA, soledad en llamas, 
que todo lo concibe sin crearlos! 
Finge el calor del lodo,
su emoción de substancia adolorida, 
el iracundo amor que lo embellece 
y lo encumbra más allá de las alas
a donde sólo el ritmo 
de los luceros llora, 
mas no le infunfe el soplo que lo pone en pie
y permanece recreándose en sí misma, 
única en Él, inmaculada, sola en Él,
reticencia indecible,
amoroso temor de la materia,
angélico egoísmo que se escapa
como un grito de júbilo sobre la muerte 
—oh inteligencia, parámo de espejos! 
helada emanación de rosas pétreas
en la cumbre de un tiempo paralítico; 
pulso sellado; 
como una red de arterias temblorosas,
hermético sistema de eslabones 
que apenas se apresura o se retarda
según la intensidad de su deleite; 
abstinencia angustiosa
que presume el dolor y no lo crea, 
que escucha ya en la estepa de sus tímpanos 
retumbar el gemido del lenguaje
y no lo emite; 
que nada más absorbe las esencias
y se mantiene así, rencor sañudo, 
una, exquisita, con su dios estéril,
sin alzar entre ambos
la sorda pesadumbre de la carne, 
sin admitir en su unidad perfecta 
el escarnio brutal de esa discordia 
que nutren vida y muerte inconciliables, 
siguiéndose una a otra 
como el día y la noche,
y una y otra acampadas en la célula
como en un tardo tiempo de crepúsculo, 
ay, una nada más, estéril, agria, 
con Él, conmigo, con nosotros tres; 
como el vaso y el agua, sólo una
que reconcentra su silencio blanco
en la orilla letal de la palabra
y en la inminencia misma de la sangre. 

¡ALELUYA, ALELUYA!

IZA LA flor su enseña,
agua, en el prado. 
¡Oh, qué mercadería
de olor alado!

¡Oh, qué mercadería
de tenue olor!
¡cómo inflama los aires
con su rubor!

¡Qué anegado de gritos
está el jardín!
"¡Yo, el heliotropo, yo!"
"¿Yo? El jazmín".

Ay, pero el agua,
ay, si no huele a nada.

Tiene la noche un árbol
con frutos de ámbar;
tiene una tez la tierra,
ay, de esmeraldas.

El tesón de la sangre
anda de rojo;
anda de añil el sueño;
la dicha, de oro.

Tiene el amor feroces
galgos morados;
pero también sus mieses,
también sus pájaros.

Ay, pero el agua,
ay si no luce a nada.

Sabe a luz, a luz fría,
sí, la manzana. 
¡Qué amanecida fruta
tan de mañana!

¡Qué anochecido sabes,
tú, sinsabor! 
¡cómo pica en la entraña
tu picaflor!

Sabe la muerte a tierra,
la angustia a hiel.
Este morir a gotas
me sabe a miel.

Ay, pero el agua,
ay, si no sabe a nada.

[BAILE]
Pobrecilla del agua,
ay, que no tiene nada,
ay, amor, que se ahoga,
ay, en un vaso de agua.

EN EL rigor del vaso que la aclara,
el agua toma forma
—ciertamente. 
Trae una sed de siglos en los belfos,
una sed fría, en punta, que ara cauces
en el sueño moroso de la tierra, 
que perfora sus miembros florecidos,
como una sangre cáustica,
incendiándolos, ay abriendo en ellos
desapacibles úlceras de insomnio. 
Más amor que sed; más que amor, idolatría,
dispersión de criatura estupefacta
ante el fulgor que blande
—germen del trueno olímpico— la forma
en sus netos contornos fascinados, 
¡Idolatría, sí , idolatría!
Mas no le basta el ser un puro salmo,
un ardoroso incienso de sonido; 
quiere, además, oírse. 
Ni le basta tener sólo reflejos
—briznas de espuma
para el ala de luz que en ella anida; 
quiere, además, un tálamo de sombra,
un ojo para mirar el ojo que la mira.
En el lago, en la charca, en el estanque, 
en la entumida cuenca de la mano,
se consuma este rito de eslabones, 
este enlace diabólico 
que encadena el amor a su pecado. 
En el nítido rostro sin facciones 
el agua, poseída, 
siente cuajar la máscara de espejos 
que el dibujo del vaso le procura. 
Ha encontrado, por fin, 
en su correr sonámbulo,
una bella, puntual fisonomía. 
Ya puede estar de pie frente a las cosas. 
Ya es, ella también, aunque por arte
de estas limpias metáforas cruzadas,
un encendido vaso de figuras. 
El camino, la barda, los castaños,
para durar el tiempo de una muerte
gratuita y prematura, pero bella, 
ingresan por su impulso
en el suplicio de la imagen propia
y en medio del jardín, bajo las nubes,
descarnada lección de poesía
instalan un infierno alucinante.

PERO el vaso en sí mismo no se cumple. 
Imagen de una deserción nefasta 
¿qué esconde en su rigor inhabitado, 
sino esta triste claridad a ciegas,
sino esta tentaleante lucidez? 
Tenedlo ahí, sobre la mesa, inútil. 
Epigrama de espuma que se espiga
ante un auditorio anestesiado,
incisivo clamor que la sordera
tenaz de los objetos amordaza, 
flor mineral que se abre para adentro 
hacia su propia luz, 
espejo ególatra
que se absorbe a sí mismo contemplándose. 
Hay algo en él, no obstante, acaso un alma, 
el instinto augural de las arenas,
una llaga tal vez que debe al fuego,
en donde le atosiga su vacío. 
Desde este erial aspira a ser colmado. 
En el agua, en el vino, en el aceite,
articula el guión de su deseo;
se ablanda, se adelgaza;
ya su sobrio dibujo se le nubla,
ya, embozado en el giro de un relfejo,
en un llanto de luces se liquida.

MAS LA forma en sí misma no se cumple. 
Desde su insigne trono faraónico
magnánima, 
deífica,
constelada de epítetos esdrújulos, 
rige con hosca mano de diamante. 
Está orgullosa de su orondo imperio. 
¿En las augustas pituitarias de ónice 
no juega, acaso, el encendido aroma
con que arde a sus pies la poesía? 
¡Ilusión, nada más, gentil narcótico
que puebla de fantasmas los sentidos! 
Pues desde ahí donde el dolor emite
¡oh turbio sol de pobre! 
el esmerado brillo que lo embosca,
ay, desde ahí, presume la materia 
que apenas cuaja su dibujo estricto
y ya es un jardín de huellas fósiles,
estruendoso fanal, 
rojo timbre de alarma en los cruceros 
que gobierna la ruta hacia otras formas. 
La rosa edad que esmalta su epidermis
—senil recién nacida—
envejece por dentro a grandes siglos. 
Trajo puesta la proa a lo amarillo. 
El aire se coagula entre sus poros
como un sudor profuso
que se anticipa a destilar en ellos
una esencia de rosas subterráneas. 
Los crudos garfios de su muerte suben, 
como musgo, por grietas inasibles,
ay, la hostigan con tenues mordeduras
y abren hueco por fin a aquel minuto 
—¡miradlo en la lenteja del reloj,
neto, puntual, exacto,
correrse un eslabón cada minuto!— 
cuando al soplo infantil de un parpadeo,
la egregia masa de ademán ilustre
podrá caer de golpe hecha cenizas.

No obstante —por qué no?— también en ella 
tiene un rincón el sueño,
árido paraíso sin manzana
donde suele escaparse de su rostro,
por el rostro marchito del espectro 
que engendra, aletargada, su costilla. 
El vaso de agua es el momento justo.
En su audaz evasión se transfigura,
tuerce la órbita de su destino 
y se arrastra en secreto hacia lo informe. 
La rapiña del tacto no se ceba
—aquí, en el sueño inhóspito— 
sobre el templado nácar de su vientre,
ni la flauta Don Juan que la requiebra
musita su cachonda serenata. 
El sueño es cruel,
ay, punza, roe, quema, sangra, duele. 
Tanto ignora infusiones como ungüentos. 
En los sordos martillos que la alfigen
la forma da en el gozo de la llaga 
y el oscuro deleite del colapso. 
Temprana madre de esa muerte niña 
que nutre en sus escombros paulatinos, 
anhela que se hundan sus cimientos
bajo sus plantas, ay, entorpecidas
por una espesa lentitud de lodo;
oye nacer el trueno del derrumbe; 
siente que su materia se derrama
en un prurito de ácidas hormigas;
que, ya sin peso, flota 
y en un claro silencio se deslíe.
Por un aire de espejos inminentes
¡oh impalpables derrotas del delirio!
cruza entonces, a verlas desgarradas, 
la airosa teoría de una nube.

EN LA red de cristal que la estrangula, 
el agua toma forma,
la bebe, sí, en el módulo del vaso,
para que éste también se transfigure
con el temblor del agua estrangulada
que sigue allí, sin voz, marcando el pulso
glacial de la corriente. 
Pero el vaso
—a su vez— 
cede a la informe condición del agua
a fin de que —a su vez— la forma misma,
la forma en sí, que está en el duro vaso
sosteniendo el rencor de su dureza 
y está en el agua de aguijada espuma
como presagio cierto de reposo, 
se pueda sustraer al vaso de agua;
un instante, no más,
no más que el mínimo
perpetuo instante del quebranto, 
cuando la forma en sí, la pura forma 
se abandona al designio de su muerte 
y se deja arrastrar, nubes arriba,
por ese atormentado remolino
en que los seres todos se repliegan 
hacia el sopor primero,
a constriur el escenario de la nada. 
Las estrellas entonces ennegrecen. 
Han vuelto al dardo insomne
a la noche perfecta de su aljaba.

Porque en el lento instante del quebranto,
cuando los seres todos se repliegan
hacia el sopor primero
y en la pira arrogante de la forma 
se abrasan, consumidos por su muerte
—¡ay, ojos, dedos, labios,
etéreas llamas del atroz incendio!— 
el hombre ahoga con sus manos mismas,
en un negro sabor de tierra amarga, 
los himnos claros y los roncos trenos
con que cantaba la belleza, 
entre tambores de gangoso idioma 
y esbeltos címbalos que dan al aire
sus golondrinas de latón agudo; 
ay, los trenos e himnos que loaban
la rosa marinera
que consuma el periplo del jardín
con sus velas henchidas de fragancia;
y el malsano crepúsculo de herrumbre,
amapola del aire lacerado
que se pincha en las púas de un gorjeo;
y la febril estrella, lis de calosfrío,
punto sobre las íes
de las tinieblas; 
y el rojo cáliz del pezón macizo,
sola flor de granado 
en la cima angustiosa del deseo,
y la mandrágora del sueño amigo
que crece en los escombros cotidianos 
—ay, todo el esplendor de la belleza
y el bello amor que la concierta toda
en un orbe de imanes arrobados.

Porque el tambor rotundo 
y las ricas bengalas que los címbalos
tremolan en la altura de los cantos,
se anegan, ay, en un sabor de tierra amarga,
cuando el hombre descubre en sus silencios
que su hermoso lenguaje se le agosta, 
se le quema —confuso— en la garganta,
exhausto de sentido; 
ay, su aéreo lenguaje de colores,
que así se jacta del matiz estricto
en el humo aterrado de sus sienas 
o en el sol de sus tibios bermellones; 
él, que discurre en la ansiedad del labio 
como una lenta rosa enamorada;
él, que cincela sus celos de paloma
y modula sus látigos feroces;
que salta en sus caídas
con un ruidoso síncope de espumas;
que prolonga el insomnio de su brasa 
en las mustias cenizas del oído; 
que oscuramente repta 
e hinca enfurecido la palabra
de hiel, la tuerta frase de ponzoña; 
él, que labra el amor del sacrificio
en columnas de ritmos espirales, 
sí, todo él, lenguaje audaz del hombre,
se le ahoga —confuso— en la garganta
y de su gracia original no queda 
sino el horror de un pozo desecado
que sostiene su mueca de agonía.

Porque el hombre descubre en sus silencios
que su hermoso lenguaje se le agosta 
en el minuto mismo del quebranto, 
cuando los peces todos
que en cautelosas órbitas discurren
como estrellas de escamas, diminutas,
por la entumida noche submarina,
cuando los peces todos
y el ulises salmón de los regresos
y el delfín apolíneo, pez de dioses,
deshacen su camino hacia las algas; 
cuando el tigre que huella 
la castidad del musgo
con secretas pisadas de resorte 
y el bóreas de los ciervos presurosos 
y el cordero Luis XV, gemebundo, 
y el léon babilónico 
que añora el alabastro de los frisos
—¡flores de sangre, eternas, 
en el racimo inmemorial de las especies!—
cuando todos inician el regreso
a sus mudos letargos vegetales; 
cuando la aguda alondra se deslíe
en el agua del alba, 
mientras las aves todas
y el solitario búho que medita 
con su antifaz de fósforo en la sombra,
la golondrina de escritura hebrea
y el pequeño gorrión, hambre en la nieve,
mientras todas las aves se disipan
en la noche enroscada del reptil; 
cuando todo —por fin— lo que anda o repta
y todo lo que vuela o nada, todo,
se encoge en un crujir de mariposas,
regresa a su orígenes y al origen fatal de sus orígenes, 
hasta que su eco mismo se reinstala 
en el primer silencio tenebroso.

Porque los bellos seres que transitan
por el sopor añoso de la tierra 
—¡trasgos de sangre, libres,
en la pantalla de su sueño impuro!— 
todos se dan a un frenesí de muerte, 
ay, cuando el sauce 
acumula su llanto
para urdir la substancia de un delirio
en que —¡tú! ¡yo! ¡nosotros!— de repente,
a fuerza de atar nombres destemplados, 
ay, no le queda sino el tronco prieto,
desnudo de oración ante su estrella; 
cuando con él, desnudos, se sonrojan
el álamo temblón de encanecida barba
y el eucalipto rumoroso,
témpano de follaje
y tornillo sin fin de la estatura 
que se pierde en las nubes, persiguiéndose; 
y también el cerezo y el durazno
en su loca efusión de adolescentes
y la angustia espantosa de la ceiba
y todo cuanto nace de raíces,
desde el heroico roble
hasta la impúbera
menta de boca helada; 
cuando las plantas de sumisas plantas
retiran el ramaje presuntuoso, 
se esconden en sus ásperas raíces
y en la acerba raíz de sus raíces 
y presas de un absurdo crecimiento
se desarrollan hacia la semilla, 
hasta quedar inmóviles
¡oh cementerios de talladas rosas!
en los duros jardines de la piedra.

Porque desde el anciano roble heroico
hasta la impúbera
menta de boca helada,
ay, todo cuanto nace de raíces 
establece sus tallos paralíticos
en los duros jardines de la piedra,
cuando el rubí de angélicos melindres 
y el diamante iracundo
que fulmina a la luz con un reflejo,
más el ario zafir de ojos azules
y la geórgica esmeralda que se anega
en el abril de su robusta clorofila,
una a una, las piedras delirantes,
con sus lindas hermanas cenicientas,
turquesa, lapislázuli, alabastro, 
pero también el oro prisionero
y la plata de lengua fidedigna,
ingenuo ruiseñor de los metales
que se ahoga en el agua de su canto; 
cuando las piedras finas
y los metales exquisitos, todos,
regresan a sus nidos subterráneos
por las rutas candentes de la llama,
ay, ciegos de su lustre, 
ay, ciegos de su ojo,
que el ojo mismo,
como un siniestro pájaro de humo 
en su aterida combustión se arranca.

Porque raro metal o piedra rara,
así como la roca escueta, lisa,
que figura castillos 
con sólo naipes de aridez y escarcha,
y así la arena de arrugados pechos
y el humus maternal de entraña tibia,
ay, todo se consume
con un mohíno crepitar de gozo,
cuando la forma en sí, la forma pura,
se entrega a la delicia de su muerte
y en su sed de agotarla a grandes luces
apura en una llama
el aceite ritual de los sentidos, 
que sin labios, sin dedos, sin retinas,
sí, paso a paso, muerte a muerte, locos,
se acogen a sus túmidas matrices, 
mientras unos a otros se devoran
al animal, la planta
a la planta, la piedra
a la piedra, el fuego
al fuego, el mar
al mar, la nube
a la nube, el sol
hasta que todo este fecundo río
de enamorado semen que conjuga,
inaccesible al tedio,
el suntuoso caudal de su apetito, 
no desemboca en sus entrañas mismas,
en el acre silencio de sus fuentes,
entre un fulgor de soles emboscados,
en donde nada es ni nada está,
donde el sueño no duele,
donde nada ni nadie, nunca, está muriendo
y solo ya, sobre las grandes aguas,
flota el Espíritu de Dios que gime 
con un llanto más llanto aún que el llanto,
como si herido —¡ay, Él también!— por un cabello,
por el ojo en almendra de esa muerte
que emana de su boca,
hubiese al fin ahogado su palabra sangrienta. 

¡ALELUYA, ALELUYA!

TAN-TAN!¡¿Quién es? Es el Diablo, 
es una espesa fatiga,
un ansia de trasponer
estas lindes enemigas,
este morir incesante,
tenaz, esta muerte viva,
¡oh Dios! que te está matando
en tus hechuras estrictas,
en las rosas y en las piedras,
en las estrellas ariscas
y en la carne que se gasta
como un hoguera encendida,
por el canto, por el sueño,
por el color de la vista.

¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo,
ay, una ciega alegría,
un hambre de consumir
el aire que se respira,
la boca, el ojo, la mano;
estas pungentes cosquillas
de disfrutarnos enteros
en sólo un golpe de risa,
ay, esta muerte insultante,
procaz, que nos asesina
a distancia, desde el gusto
que tomamos en morirla,
por una taza de té,
por una apenas caricia.

¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo,
es una muerte de hormigas
incansables, que pululan
¡oh Dios sobre tus astillas,
que acaso te han muerto allá,
siglos de edades arriba,
sin advertirlo nosotros,
migajas, borra, cenizas
de ti, que sigues presente
como una estrella mentida
por su sola luz, por una
luz sin estrella, vacía,
que llega al mundo escondiendo
su catástrofe infinita. 

[BAILE]
Desde mis ojos insomnes
mi muerte me está acechando,
me acecha, sí, me enamora
con su ojo lánguido. 
¡Anda, putilla del rubor helado,
anda, vámonos al diablo!


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