Revista Proceso # 2191, 27 de octubre de 2018.
El maquillaje de un rostro represivo/ERUBIEL TIRADO...
A Miguel Ángel Granados Chapa, In memoriam, siempre
“… (en México) Todo es entre nosotros contradicción.” José Revueltas
Con la remembranza saturada del 68 –ahora con tintes oficialistas y de mito político–, hay señales inequívocas del poder fáctico y dominio de los militares que vuelven con formas renovadas al ruedo del sistema. La revocación en juicio de amparo de la suspensión de la Ley de Seguridad Interior (LSI, 25 de septiembre); la descalificación y negativa de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena, El Universal, 1 de octubre) de acatar la investigación de una comisión, ordenada judicialmente, sobre Ayotzinapa; la inauguración por la Sedena de un Centro para las operaciones de mantenimiento de paz y de su Instituto Mexicano de Estudios Estratégicos para la Defensa y Seguridad Nacionales (1 y 4 de octubre, respectivamente), anticipan el predominio militar para las definiciones, por encima de consideraciones civilistas, como parte del contexto transicional.
El entorno es coronado por la designación de los futuros titulares de Defensa y Marina, luego de un triste espectáculo de señales y comportamiento manipulador presidencialista (al estilo del Carlos Salinas de los noventa), que nada tiene de cambio estructural ni de reivindicación de una autoridad democrática civil. En lo castrense, presenciamos una evolución y un aprendizaje iniciado en 1968, con cambios inducidos en la estrategia militar con su instrumentalidad represiva, que coincide con el fin formal de sus dividendos políticos en forma de cuotas. Ahora tenemos altos mandos como influyentes políticos… y menos sometidos al poder civil.
Refinamiento represivo
y renovada factura política
De 1968 a la fecha los militares han transitado de forma exitosa hacia la transformación de sus privilegios –pactados en la posrevolución– a cambio de su domesticación civilista “a la mexicana”. El resultado objetivo muestra la paradoja de tener una fuerza armada inútil en términos de defensa, pero muy eficiente para el control social y político (así lo muestra el nuevo paradigma de la LSI, operativa y vigente desde el año pasado); y, no menos importante, ser un factótum deliberante, contraviniendo sus definiciones primordiales en democracia.
Desde 1968 se pasó primero por encima de la decisión presidencial y la fractura del mando civil sobre los militares, cuando expandieron sus prácticas represivas creando grupos paramilitares o parapoliciales contra la protesta social y política: desde el Batallón Olimpia (ahora insinúan, sin pruebas, la existencia de una “brigada” estudiantil para justificar la matanza), pasando por la Brigada Blanca y similares, hasta los grupos de autodefensa. Quedó atrás la fórmula de sacar tropas para reprimir las demandas que no eran satisfechas por el clientelismo autoritario priista. El aprendizaje del 68 fue que se podía ignorar la autoridad del presidente (o aprovecharse de las paranoias y coartadas ideológicas de quien, finalmente, asumiría la responsabilidad) sin consecuencias para él ni para los militares. Fue el quiebre de un paradigma.
La acción militar se refinó desde inicios de los setenta con el desempeño encubierto e ilegal en la lucha antiguerrillera, junto con el despliegue en zonas donde se refugiaron los inconformes, ya armados, como parte de los ecos del 68. Ahora su llamada expertise tuvo valores agregados: grupos paramilitares, parapoliciales, desapariciones, torturas y ajusticiamientos… hasta “botín de guerra” (bienes y propiedades de activistas o guerrilleros y sus familiares), todo ello con apoyo de Estados Unidos y la apropiación de su doctrina contrainsurgente (así lo documentó José Luis Piñeyro, QEPD).
Entonces ya figura la lucha antinarco como política de Estado con la “erradicación de enervantes”, con la famosa Operación Cóndor, con la combinación de acciones contrainsurgentes extendiéndose hacia los ochenta. Los militares imponen miniestados de sitio e investigaciones paralelas e ilegales trasladando su experiencia represiva al servicio de una nueva misión institucionalizada.
Poco después, cambios estratégicos sobrevinieron con la insurgencia neozapatista (1994). Primero, el ensayo sofisticado de armar grupos de autodefensa o la exacerbación de grupos rivales a sus bases de apoyo; así, había quien hiciera el trabajo sucio de amedrentar, reprimir o exterminar opositores.
El próximo titular de Defensa tuvo su formación operativa en este periodo. La matanza de Acteal (1997) fue la expresión criminal del Estado con el apoyo militar, sentando el precedente de lo que ocurrió en Michoacán con Peña Nieto (y la omisión castrense en Ayotzinapa). Con la influencia norteamericana también se impulsó la creación de grupos de élite multimisión, sustituyendo los anacrónicos desplazamientos masivos en operativos antinarco… y antisubversión.
Infraestructura y preparación externas dieron paso a los Grupos Aeromóviles de Fuerzas Especiales, Gafes (con el antecedente orgánico Fuerzas Especiales de Reacción Inmediata, creadas en 1986 en la Sedena) y su versión anfibia. El experimento se degradó al poco tiempo por la acción corruptora del narco, dando paso al fenómeno de Los Zetas, primero como brazo armado de un cártel y luego, como organización criminal cuyo legado de crueldad y violencia permanece hasta nuestros días.
La responsabilidad y desviación de este fenómeno sigue sin ser explicado del todo por el Estado, y menos aún, asumido por las propias Fuerzas Armadas. Si bien antes o después de este fenómeno ha habido escándalos de desviación militar tanto en la Sedena como en la Marina, Los Zetas son el pináculo de su vergüenza institucional. Después, la militarización de la seguridad pública, desde 1996, fue resultado de introducir Fuerzas Armadas y su visión en la reforma policial del Estado, entronizando su influencia en políticas públicas impuestas desde entonces.
La aceptación resignada (¿?) del presidente electo, entre otras cosas, de respetar los usos y costumbres de los militares en la transición del poder, es quizás el resultado conjunto de este trayecto. Esta fase de cambios, no identificados del todo por la academia, es precisamente que la acumulación legal, institucional y de facto de atribuciones de los militares en las políticas de seguridad y defensa nacionales explica su fracaso, una y otra vez, en el desempeño fundamental de sus misiones originarias… su debilitamiento estructural.
A ellos y a las decisiones u omisiones presidenciales les debemos nuestra crisis humanitaria de violencia; la creciente disponibilidad de armas en el país, por su falta de control por la Sedena; y el retraso estructural de la profesionalización de nuestras policías (hecho deliberado, porque de ahí se benefician de varios modos, con todo y su dudoso “reconocimiento” de que no están hechos para la seguridad pública).
El “no nos moverán” contra AMLO y el lavado de imagen
Con un aire de cinismo y desvergüenza inusitado (“el Ejército actuó con total respeto a los derechos humanos en 1968”), desde la Sedena y, en menor medida, la Secretaría de Marina, se deslizan algo más que señales de intimidación y dominio sobre los próximos gobernantes.
Una campaña poco disimulada en sus orígenes, con portavoces oficiosos del establishment de la seguridad y defensa (exfuncionarios, asesores y consultores), incluyendo periodistas y ahora noveles especialistas formados por militares en universidades privadas (que se trasladarán al nuevo instituto castrense, pero que por ahora son caja de resonancia, como el acto del secretario Salvador Cienfuegos en la Universidad Anáhuac, el miércoles 24), ridiculizando ad nauseam las propuestas del equipo de transición presidencial y de legisladores federales. Luego, con la imposición de sus personeros (exmilitares o aun legisladores con vínculos familiares con los altos mandos) en las comisiones legislativas de defensa y seguridad pública.
Con la actitud titubeante del gobierno en ciernes, al negarse a investigar en forma directa el papel del Ejército en Ayotzinapa (27 de septiembre) y el posicionamiento militar, no es casual el deslucido resultado de los foros que pretenden legitimar la “justicia transicional” de la próxima administración federal. Preocupa la amenaza velada con la inducción de entrevistas a modo para establecer que, pase lo que pase en tribunales, incluyendo la Suprema Corte, y con todo y los discursos políticos o “lecturas” de supuestas sacudidas a la jerarquía militar actual con las futuras designaciones, los militares se fortalecen ante cualquier pretensión (social, política, judicial y menos legal) que los disminuya del statu quo que han forjado en las últimas cinco décadas.
En la academia, con la dispersión múltiple de análisis sobre la militarización mexicana, se omite o ignora el estudio de la influencia política con el riesgo democrático que representa (ver Pérez-Romero en Foreign Affairs Latinoamérica, octubre 2017-enero 2018). O bien, se asienta la tesis formal de que existe un “control objetivo” desde el Congreso (Serrano, 2009), cuando la realidad lo desmiente (“HRW: Lecciones de un sexenio perdido. La militarización de la seguridad pública”, El Universal, 2 de octubre de 2018).
La irónica situación de este escenario impuesto por los militares es el silencio de los próximos funcionarios de primer nivel, que clamaban el año pasado por la supremacía civilista e impulsar una reforma integral de las Fuerzas Armadas. Hay que añadir la ignorancia en las reacciones que aplauden al titular de la Sedena cuando pontifica sobre los beneficios de legalizar el cultivo de la amapola (5 de octubre), haciendo algo más que un guiño de apoyo político al gobierno en ciernes. La pregunta es: ¿si la clase política requiere el apoyo manifiesto y deliberante de los militares para gobernar o si lo hizo con la autorización del aún presidente en funciones?
En democracia, los militares se someten al principio de supremacía civil; no participan en política ni se pronuncian en público. Pese a los discursos, todo indica que, otra vez, no habrá transformación estratégica en la relación civil-militar y que las definiciones de seguridad tendrán el tufo autoritario del pasado con los nuevos ropajes seudointelectuales y de maquillaje antiautoritario. Los cambios que haya, serán por la puerta de atrás con la tutela militar al “poder” de decisión de los políticos…
Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
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