14 jul 2008

Búnkeres

Cazadores de búnkeres/reportaje
LOLA HUETE MACHADO
Publicado en EL PAIS SEMANAL, 13/07/2008;
Miles de búnkeres, nidos de ametralladoras, fortines y casamatas permanecen en pie, fundidos en el paisaje por España y toda Europa. Arqueología de guerra anónima que es la memoria trágica de un tiempo. Muchos han vivido en ellos, otros los buscan, y hay quien los encuentra, los fotografía o los estudia.
Apenas se ven porque fueron construidos para fundirse con el paisaje, y con el paisaje están fundidos. Están ahí, y son arte y parte de la historia reciente más trágica de un país y un continente. Su sola visión remite a guerra y muerte, a ataque o defensa, a parapeto, y también a refugio en medio del campo, a lo largo de la costa o en los alrededores de la ciudad. Están ahí a miles, y algunos ojos curiosos se posaron un día, se posan aún sobre ellos, accidental o intencionadamente, con interés de estudio, contemplación o protección; alguien ?un excombatiente que los recuerda, un experto que los busca entre la maleza o el agua, un excursionista que tropieza con ellos en la montaña? se detiene ante sus entradas, ventanucos o troneras en un acto potencialmente peligroso para la seguridad del que mira. ?Para el hombre de guerra, la función del arma es la función del ojo?, escribió el filósofo Paul Virilio, que sobre búnkeres lo supo todo muy pronto.
Hubo un tiempo en que colocarse ahí, delante de ellos, significaba lanzar a la muerte en busca de cacería. ?Bocas de ira. / Ojos de acecho. / Perros aullando. / Perros y perros. / Todo baldío. / Todo reseco. / Cuerpos y campos, / cuerpos y cuerpos?, escribió el poeta Miguel Hernández describiendo el ambiente de la contienda civil española (1936-1939), de la que él mismo fue partícipe y luego muerto. Y así parecen aún hoy muchas de estas fortificaciones ?bocas y ojos perdidos en medio de la nada? que no fueron precisamente pensadas para la contemplación cuando los ingenieros militares las levantaron a conciencia: eran la prueba última del poder sobre el territorio.
?El viento sopla entre las troneras con un punzante silbo que atraviesa el ánimo. Ya ha caído la noche? Voces lejanas, más allá de la tierra sin dueño, delatan la presencia de las posiciones contrarias; a veces, a apenas cien metros de distancia? A ambos lados del puesto de guardia serpentea la trinchera? Ante ellas, invisible a veces, se extiende una línea con cuerdas y latas para delatar las infiltraciones enemigas. Al lado están los puestos de los escuchas?, que dan la alerta en caso de ataque enemigo? Más allá, si ha dado tiempo, un campo de minas?. Así describe el frente Pedro Corral en su libro Desertores. La guerra civil que nadie quiere contar.
Búnkeres, fortines, casamatas? Los hay por toda Europa, delimitando territorios, fronteras perdidas o ganadas, posiciones que son de unos y terminan siendo de otros por lucha o abandono: ?28 de septiembre de 1936. Poco antes del amanecer nos dieron la noticia de que una de nuestras avanzadillas se había pasado al enemigo. La componían 18 individuos del Regimiento número 20?, escribió en sus memorias Antonio Cobos, voluntario falangista aragonés (recogido en el libro Los tiempos difíciles). ?El soldado que se aprende los turnos de guardia, la posición de los centinelas o la zona a cubierto del tiro de las ametralladoras no lo hace por celo combativo, sino para asegurar su supervivencia cuando llegue el momento de saltar el parapeto o lanzarse a correr por tierra de nadie?. Cuenta Corral que esto pasaba mucho, y que el desertor más sonado, por la cantidad y calidad de información de que disponía, fue el capitán de Ingenieros Alejandro Goicoechea, que luego diseñó el Talgo: ?Coordinó la construcción del Cinturón de Hierro, la línea defensiva en torno a Bilbao, y se evadió con los planos, lo que permitió al bando franquista conocer los puntos más débiles de esa línea fortificada y culminar su asalto el 12 de junio de 1937? .
Blocaos, nidos de ametralladoras, puestos de observación y artilleros levantados por zapadores, civiles, presos? Aparecen situados a veces en forma de líneas-muralla; hilos que cosen el desarrollo de los combates o el efecto del miedo, tanto en España (Ruta Orwell, en Aragón; Línea XYZ en Valencia, o Línea Gutiérrez, en Pirineos: más de 5.000 fortificaciones construidas por Franco hasta 1953 por temor a una invasión aliada) como en Europa: la Línea Maginot, francesa, de la I Guerra Mundial, que fue un fracaso, o la Atlántica, alemana, de la segunda, un prodigio de ingeniería militar: 15.000 fortificaciones, al más puro y sólido estilo hitleriano, desde Noruega hasta la frontera española, levantadas por la Organización Todt, dirigida por el mismísimo arquitecto Albert Spree, que resultó ser otro coladero tras el desembarco de los aliados en Normandía. ?La forma aplastada, atortugada, de estas construcciones recuerda las arquitecturas aztecas, y ello no sólo en lo externo. Lo que en estas últimas era el Sol, eso es aquí el intelecto, y ambas cosas están relacionadas con la sangre, con el poder de la muerte?, presumía el escritor alemán Ernst Jünger.
Una ?geografía de hormigón? pensada para dominar o ser dominado, creía el filósofo francés Paul Virilio, izquierdista, cristiano, radical y preocupado siempre por el poder destructivo de las nuevas tecnologías. A Virilio le fascinó desde niño el paisaje de la costa atlántica, salpicado de esas construcciones de guerra rotundas y amenazantes? Supo pronto que aquella muralla megalítica decía mucho sobre el poder, el hombre y el territorio. Con su cámara inventarió todo aquello, y escribió en 1975 el libro de referencia en la materia, Bunker archeology. La naturaleza de la guerra y de la existencia allí expresada. Esa naturaleza de la que había escrito ya Céline en su Viaje al fin de la noche: ?A lo lejos en la carretera? se distinguían dos puntos negros? eran dos alemanes muy ocupados en disparar desde hacía un cuarto de hora? Nuestro coronel sabía, quizá, por qué disparaban; los alemanes, quizá también; pero yo, verdaderamente, no? En suma, la guerra era lo que no se comprendía?.
De todo tipo y tamaño, quedan restos de búnkeres esparcidos por España en lo que fueron frentes de franquistas y republicanos. El Grupo de Estudios del Frente de Madrid (Gefrema), por ejemplo, se empeña en encontrarlos y preservarlos, y calcula 1.000 en los alrededores de la capital, unos 500 bien conservados. La Asociación para la Recuperación de la Arquitectura Militar Asturiana 1936/1937 (Arama) cifra en medio millar los de su comunidad? Búnkeres que para muchos fueron tumbas: a Florentino García le bombardearon encima, y bajo los escombros le creyeron muerto; su propio hermano fue a desenterrarle ataúd en mano tres días después, y él apareció allí, tan vivo, que ya supera los 90 años, y deja su testimonio en la web de Arama, donde andan ahora preparando un documental dramatizado de cuatro capítulos (con Huella Producciones) para mostrar el valor del patrimonio militar desperdigado por el territorio asturiano. Otro excombatiente del mismo batallón que García, del Asturias XIII (Juventudes Libertarias), Adolfo Rodríguez, habla del búnker como espacio de hechuras imposibles; cuenta las estrecheces de la vida allí dentro, de las incomodidades cuando debían permanecer en la misma posición 24 horas hasta que llegaba el relevo, o la comida, o el agua, o la charla.
Aparte de los inventarios, cálculos o recuentos efectuados a iniciativa de asociaciones como las citadas (hay muchas más), no existe catalogación común ni completa de las fortificaciones de la Guerra Civil en todo el Estado, como no existe tampoco, de forma definitiva, del patrimonio mueble o inmueble, sea en forma de aeródromos, refugios antiaéreos, fábricas, líneas defensivas?, al contrario de lo que sucede en Italia, Francia o Alemania, donde abundan las actuaciones de recuperación o su conversión en rutas o museos. Algunos dicen que por desidia; otros, que adrede. A veces se ha intentado protegerlos con el empuje privado, y otras, con el público: comunitario, como en Aragón, Cataluña o Andalucía, donde se consideran bien de interés cultural (véase el trabajo del Instituto de Estudios Almerienses, por ejemplo), o municipal, con iniciativas de ayuntamientos como el de Lopera (Jaén), Luque (Córdoba) o los madrileños de Arganda del Rey, Guadarrama o Fresnedillas de la Oliva, cuya web indica: ?Patrimonio cultural: Fortines de la Guerra Civil situados en propiedades particulares. En la M-521, en las cercanías del cementerio, y en la M-532, km 5,8?.
Búnkeres integrados, asimilados en el paisaje; arqueología bélica transitable, convertida en ruta turística al modo de la costa francesa de Normandía o de ese Berlín subterráneo repleto de refugios que se visitan en excursiones temáticas; pasadizos repletos de historias, bien explotadas por el cine y la literatura?, así hasta definir ese ?campo de batalla como un plató cinematográfico?, que escribió Virilio.
No fueron de cine, pero si una pura aventura las fortificaciones de la guerra para Artemio Mortera. ?Cuando estudiaba en el colegio Santo Domingo, en Oviedo, los alrededores eran ruinas bélicas; los recreos, para nosotros, eran estupendos: constantemente avisábamos de los proyectiles o granadas de mano que encontrábamos?, recuerda el que es hoy presidente de Arama. Su afición y dedicación nació allí. La del autor de las imágenes de estas páginas, Alfredo Cáliz, creció en la carretera: ?Me he ido encontrando los búnkeres cada día; los veía camino de casa, una y otra vez. Lo llamativo en medio del paisaje cotidiano. La sierra de Madrid está llena, y recuerdo haber jugado de niño en alguno de ellos; en el de Navalagamella, por ejemplo?.
Hoy que el campo se ha transformado, ?muchos se han quedado a apenas unos metros de la carretera, incluso partidos en dos, como sucede con uno que está Brunete?, dice sobre una zona-botín que ya atrajo en su día a otros cazadores de fortificaciones: el escritor Juan Benet, por ejemplo, tenía por la zona una casa desde la que se deleitaba con esa afición suya por la catalogación y el listado profuso. Para Benet fue el impulso de enumerar; para muchos, el de fotografiar. Y así, quizá, atrapar, no olvidar. ?Es tan fotogénico el búnker?, señala la urbanista María Fernández. Ella y el arquitecto José Forján sintieron una atracción irresistible hacia su imagen, su esencia y relación con el territorio en el que se ubica por su profesión, pero también por los textos y fotos de la costa atlántica realizados por Virilio en los setenta. Nueve viajes han efectuado ya por toda la ruta ??en coche, cargados de planos y cámaras?? hasta completar la exposición Atlanticwall, que ha organizado la Fundación Luis Seoane de A Coruña (el catálogo, de Abada Editores, incluye textos de Fernando R. de la Flor y Alberto Ruiz). Casi medio centenar de fotos en blanco y negro y dos partes: ?Una más de arqueología, de tipologías del búnker, con detalles, planos y espacios, y otra en la que se le muestra como elemento aislado, ensimismado o integrado en el paisaje?.
Para María Fernández, leer o hablar de este tipo de construcciones es una cosa, y verlas in situ, otra, con ?la cantidad de sentimientos encontrados que llegan a producir?. Un caso extremo, el búnker que más le impresiona: la batería submarina de Saint-Nazaire, en la costa de Bretaña. ?Es inmensa, un punto de defensa estratégico para los alemanes que fue la ruina para la ciudad porque los aliados la bombardearon sin piedad. Así, tras la guerra, los habitantes decidieron dinamitarla, y no pudieron; luego ignorarla, y tampoco. Como está ubicada sobre el agua, ellos intentaron vivir de espaldas al mar? Pero nada. Hasta que en los noventa han decidido, al fin, integrarla en la vida de la ciudad. Hoy hay terrazas, zonas de conciertos??.
Y ningún búnker ha sido nunca tan búnker como el de Hitler, en Berlín; allí donde el que manda y mata, el dueño de la maquinaria, decide darse muerte a sí mismo. Y ningún otro búnker tan triste como el que se mantiene después de guardadas las armas, por ignorancia, represión, amenaza o miedo. Incluso en la propia casa. Aquí en España hubo casos. ?Ante el delirio de venganza de los franquistas (?), muchos hombres optaron por desaparecer, ausentarse del mundo?, cuenta Bartolomé Benassar en su El infierno fuimos nosotros. La guerra civil española 1936-42. ?Se ocultaron bajo tierra, se les apodó topos. Por ejemplo, Saturnino de Lucas, alcalde de Murdrián, cerca de Segovia, o Manolo Cortés, alcalde socialista de Mijas, cerca de Málaga; también Eulogio de la Vega, alcalde socialista de Rueda, en Valladolid, y el alcalde de Sotrondio (Asturias), Paulino Rodríguez. El primero permaneció bajo tierra durante 34 años; el segundo, 30; el tercero, 28?. Una vida confinada entre cuatro paredes, sin sol ni estrellas, sin voz, sin otra relación con el mundo? Sin una tronera siquiera para mirar cara a cara al enemigo.

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