El alcance geopolítico de la crisis/Sami Naïr
La mayor parte de los observadores coinciden en pronosticar una crisis de la economía mundial de una amplitud excepcional. Esta crisis no es un accidente: era previsible, dados la ausencia de control de los flujos de capitales, la especulación salvaje y el sistema de bombeo, desde hace años, del ahorro mundial por parte de Estados Unidos.
La globalización feliz, que favorecía a las élites financieras y a las capas más afortunadas en los países ricos, se está acabando. Ahora no es posible seguir viviendo como si el sistema pudiera autocorregirse. En varios países desarrollados, inclusive en Estados Unidos, se habla de la necesidad de regulación de la economía, y el mismo presidente de Estados Unidos tuvo que inyectar dinero, en contradicción flagrante con todas las sacrosantas leyes del liberalismo, para atajar los efectos de la crisis financiera de su país. Ha sido en balde.
Antes que nada, hay que reconocer la existencia de la crisis, no sólo a nivel nacional, sino a escala planetaria. El economista Jacques Attali -ex asesor de François Mitterrand y ahora autor de un informe liberal para Nicolas Sarkozy sobre la economía francesa-, que subestimaba con grandilocuencia la crisis hace unos meses, habla ahora del tsunami que se acerca.
En segundo lugar, reconocer que no se trata sólo de una crisis de financiación, sino que ya toca al corazón mismo de la economía: empresas de construcciones, cadenas de comercialización (último ejemplo en España, Habitat).
Tercero, entender que se trata de una crisis duradera, tal y como el mismo FMI afirma -prevé dos años como mínimo- y que no va a poder solucionarse con las recetas tradicionales del laissez faire liberal, sino que necesita nuevos mecanismos, postiberales, que podrán incluir tanto acciones reguladoras de los tipos de interés, la aceptación por parte de los gobiernos de la necesidad de déficit presupuestarios e incluso en algunos sectores, nacionalizaciones imprescindibles, como ha pasado en Gran Bretaña.
Cuarto, tener claro que esta crisis económica, financiera y de largo alcance, también es una crisis geopolítica que implica la reorganización progresiva de la relación de fuerzas a escala planetaria.
Frente a esta situación, nada sería peor que reaccionar ideológicamente, para proteger una religión económica dada.
Reaccionar a la crisis supone definir de dónde vienen los problemas, y preguntarse a qué escala -nacional, regional, mun-dial- deben darse las respuestas.
Los parámetros fundamentales de la crisis tienen que ver con la manera con la que se ha desarrollado la globalizaciónestas últimas dos décadas: fundamentalmente, es la estrategia financiera adoptada por Estados Unidos, con efectos muy duros sobre todo el mundo, la que ha provocado la crisis, y no, como se suele decir muy superficialmente, la subida de los precios de petróleo o de los productos alimenticios. Estas subidas, reales, son de hecho las consecuencias del encarecimiento de los precios de todos los bienes a nivel mundial, lo que resulta directamente de la exportación de la inflación de Estados Unidos al resto del mundo por no tener una política drástica, como los europeos han impuesto desde mediados de los años noventa, de gestión de los déficit públicos y privados.
El déficit presupuestario estadounidense es abismal: no hay ejemplo comparable en el mundo. Así, en 2009, está previsto que alcance los 482.000 millones de dólares (en torno a los 306.000 millones de euros), más 141.800 millones de dólares para financiar las guerras de Irak y Afganistán. Recordemos que el presupuesto militar de Estados Unidos ha sido, para 2008, de 645.600 millones de dólares, con 503.800 millones de dólares para la financiación de la actividad del Pentágono y de los programas de armas nucleares. Ahora bien, la casi totalidad de estos gastos son financiados por el ahorro mundial, sobre todo por las compras de bonos de Tesoro americano por parte de China, los países del Golfo Pérsico, Japón, los fondos europeos y otros.
La crisis de las subprime de agosto de 2007 desveló de manera particularmente cruel esta política generalizada de endeudamiento de Estados Unidos en detrimento del resto del mundo. Dicho de otra manera, la crisis actual de la economía mundial es, primero, la crisis de la economía estadounidense, a la que daña gravemente, poniendo probablemente fin a la hegemonía económica mundial de Estados Unidos. Este país está ya en recesión, y dados los vínculos de su economía con el resto del mundo, la metástasis es inevitable.
Pero lo radicalmente nuevo es el espacio geopolítico en el que ocurre esta crisis de la economía estadounidense: se desarrolla en el contexto del auge de nuevos polos económicos que Estados Unidos no puede controlar: China, India, Brasil, México y países emergentes de la ASEAN, que están de hecho reorganizando el sistema comercial y productivo planetario. Ahora bien, contrariamente a los japoneses, europeos o países del Golfo -cuyos intereses y posicionamiento en el dispositivo económico internacional son cómplices de los de Estados Unidos-, los países emergentes quieren tener peso en el juego mundial, porque, en la globalización actual, sus ventajas comparativas (sobre todo, la mano de obra barata y la ausencia de políticas sociales) les favorecen. Es el precio del liberalismo mundial cuya característica es la competición a la baja de todo: calidad, sueldos, etcétera.
Todo ello plantea varias preguntas. Primero, es obvio que el sistema económico no puede seguir funcionando con pautas meramente monetarias y especulativas. El debilitamiento duradero del dólar pone en peligro la economía mundial. No es por casualidad que algunos países del Golfo, así como los chinos e inclusive los japoneses, están diversificando sus reservas de divisas, aceptando cada vez más el euro u otras monedas más fiables para sus exportaciones. No quieren ser pagados en moneda falsa. Llegado a este punto, ¿qué sistema monetario necesitaremos en el futuro de un mundo globalizado?
En segundo término, debemos plantearnos nuevos interrogantes, impensables hace sólo dos décadas: ¿cómo se van a insertar estas economías emergentes en el capitalismo del siglo XXI? ¿Qué modelo de hegemonía va a prevalecer con la decadencia progresiva de la dominación occidental sobre la economía mundial? Actualmente, el eje dominante es una alianza conflictiva pero necesaria entre Estados Unidos, Europa, Japón y los países del Golfo. ¿Se va a abrir a China, India, Brasil, México, esta alianza? ¿Cuál va a ser el precio social de la apertura? Y, en caso contrario, ¿cómo van a reaccionar estos nuevos polos de poder?
Más exactamente: Estados Unidos, que necesita más que nunca el apoyo de China y de India para su comercio y sus inversiones internas, ¿mantendrá el eje americano-europeo o va a desplazar su línea de intereses estratégicos hacia los países de Asia?
Son las cuestiones que se plantean en la actualidad en los centros de poder de Estados Unidos, un debate que se analiza también en las páginas de opinión de la prensa especializada de muchos otros países. Lo que parece bastante probable es que Europa va a tomar tarde sus decisiones, pues no tiene todavía claro el modelo institucional que la deba regir. Finalmente, esta reorganización inevitable de las relaciones económicas afectará también al papel de Rusia, potencia insoslayable, y del mundo árabe, que tiene muchos recursos para hacerse oír, siendo los más evidentes los energéticos.
En resumidas cuentas, estamos ante una crisis económica mundial que es sólo la punta del iceberg, y que esconde una importante reorganización geopolítica en la que van a vencer los que mejor sepan utilizar sus fuerzas y gestionar sus debilidades.
La globalización feliz, que favorecía a las élites financieras y a las capas más afortunadas en los países ricos, se está acabando. Ahora no es posible seguir viviendo como si el sistema pudiera autocorregirse. En varios países desarrollados, inclusive en Estados Unidos, se habla de la necesidad de regulación de la economía, y el mismo presidente de Estados Unidos tuvo que inyectar dinero, en contradicción flagrante con todas las sacrosantas leyes del liberalismo, para atajar los efectos de la crisis financiera de su país. Ha sido en balde.
Antes que nada, hay que reconocer la existencia de la crisis, no sólo a nivel nacional, sino a escala planetaria. El economista Jacques Attali -ex asesor de François Mitterrand y ahora autor de un informe liberal para Nicolas Sarkozy sobre la economía francesa-, que subestimaba con grandilocuencia la crisis hace unos meses, habla ahora del tsunami que se acerca.
En segundo lugar, reconocer que no se trata sólo de una crisis de financiación, sino que ya toca al corazón mismo de la economía: empresas de construcciones, cadenas de comercialización (último ejemplo en España, Habitat).
Tercero, entender que se trata de una crisis duradera, tal y como el mismo FMI afirma -prevé dos años como mínimo- y que no va a poder solucionarse con las recetas tradicionales del laissez faire liberal, sino que necesita nuevos mecanismos, postiberales, que podrán incluir tanto acciones reguladoras de los tipos de interés, la aceptación por parte de los gobiernos de la necesidad de déficit presupuestarios e incluso en algunos sectores, nacionalizaciones imprescindibles, como ha pasado en Gran Bretaña.
Cuarto, tener claro que esta crisis económica, financiera y de largo alcance, también es una crisis geopolítica que implica la reorganización progresiva de la relación de fuerzas a escala planetaria.
Frente a esta situación, nada sería peor que reaccionar ideológicamente, para proteger una religión económica dada.
Reaccionar a la crisis supone definir de dónde vienen los problemas, y preguntarse a qué escala -nacional, regional, mun-dial- deben darse las respuestas.
Los parámetros fundamentales de la crisis tienen que ver con la manera con la que se ha desarrollado la globalizaciónestas últimas dos décadas: fundamentalmente, es la estrategia financiera adoptada por Estados Unidos, con efectos muy duros sobre todo el mundo, la que ha provocado la crisis, y no, como se suele decir muy superficialmente, la subida de los precios de petróleo o de los productos alimenticios. Estas subidas, reales, son de hecho las consecuencias del encarecimiento de los precios de todos los bienes a nivel mundial, lo que resulta directamente de la exportación de la inflación de Estados Unidos al resto del mundo por no tener una política drástica, como los europeos han impuesto desde mediados de los años noventa, de gestión de los déficit públicos y privados.
El déficit presupuestario estadounidense es abismal: no hay ejemplo comparable en el mundo. Así, en 2009, está previsto que alcance los 482.000 millones de dólares (en torno a los 306.000 millones de euros), más 141.800 millones de dólares para financiar las guerras de Irak y Afganistán. Recordemos que el presupuesto militar de Estados Unidos ha sido, para 2008, de 645.600 millones de dólares, con 503.800 millones de dólares para la financiación de la actividad del Pentágono y de los programas de armas nucleares. Ahora bien, la casi totalidad de estos gastos son financiados por el ahorro mundial, sobre todo por las compras de bonos de Tesoro americano por parte de China, los países del Golfo Pérsico, Japón, los fondos europeos y otros.
La crisis de las subprime de agosto de 2007 desveló de manera particularmente cruel esta política generalizada de endeudamiento de Estados Unidos en detrimento del resto del mundo. Dicho de otra manera, la crisis actual de la economía mundial es, primero, la crisis de la economía estadounidense, a la que daña gravemente, poniendo probablemente fin a la hegemonía económica mundial de Estados Unidos. Este país está ya en recesión, y dados los vínculos de su economía con el resto del mundo, la metástasis es inevitable.
Pero lo radicalmente nuevo es el espacio geopolítico en el que ocurre esta crisis de la economía estadounidense: se desarrolla en el contexto del auge de nuevos polos económicos que Estados Unidos no puede controlar: China, India, Brasil, México y países emergentes de la ASEAN, que están de hecho reorganizando el sistema comercial y productivo planetario. Ahora bien, contrariamente a los japoneses, europeos o países del Golfo -cuyos intereses y posicionamiento en el dispositivo económico internacional son cómplices de los de Estados Unidos-, los países emergentes quieren tener peso en el juego mundial, porque, en la globalización actual, sus ventajas comparativas (sobre todo, la mano de obra barata y la ausencia de políticas sociales) les favorecen. Es el precio del liberalismo mundial cuya característica es la competición a la baja de todo: calidad, sueldos, etcétera.
Todo ello plantea varias preguntas. Primero, es obvio que el sistema económico no puede seguir funcionando con pautas meramente monetarias y especulativas. El debilitamiento duradero del dólar pone en peligro la economía mundial. No es por casualidad que algunos países del Golfo, así como los chinos e inclusive los japoneses, están diversificando sus reservas de divisas, aceptando cada vez más el euro u otras monedas más fiables para sus exportaciones. No quieren ser pagados en moneda falsa. Llegado a este punto, ¿qué sistema monetario necesitaremos en el futuro de un mundo globalizado?
En segundo término, debemos plantearnos nuevos interrogantes, impensables hace sólo dos décadas: ¿cómo se van a insertar estas economías emergentes en el capitalismo del siglo XXI? ¿Qué modelo de hegemonía va a prevalecer con la decadencia progresiva de la dominación occidental sobre la economía mundial? Actualmente, el eje dominante es una alianza conflictiva pero necesaria entre Estados Unidos, Europa, Japón y los países del Golfo. ¿Se va a abrir a China, India, Brasil, México, esta alianza? ¿Cuál va a ser el precio social de la apertura? Y, en caso contrario, ¿cómo van a reaccionar estos nuevos polos de poder?
Más exactamente: Estados Unidos, que necesita más que nunca el apoyo de China y de India para su comercio y sus inversiones internas, ¿mantendrá el eje americano-europeo o va a desplazar su línea de intereses estratégicos hacia los países de Asia?
Son las cuestiones que se plantean en la actualidad en los centros de poder de Estados Unidos, un debate que se analiza también en las páginas de opinión de la prensa especializada de muchos otros países. Lo que parece bastante probable es que Europa va a tomar tarde sus decisiones, pues no tiene todavía claro el modelo institucional que la deba regir. Finalmente, esta reorganización inevitable de las relaciones económicas afectará también al papel de Rusia, potencia insoslayable, y del mundo árabe, que tiene muchos recursos para hacerse oír, siendo los más evidentes los energéticos.
En resumidas cuentas, estamos ante una crisis económica mundial que es sólo la punta del iceberg, y que esconde una importante reorganización geopolítica en la que van a vencer los que mejor sepan utilizar sus fuerzas y gestionar sus debilidades.
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