Supervivientes
Plusmarquistas del trasplante/ LUZ SÁNCHEZ-MELLADO
Plusmarquistas del trasplante/ LUZ SÁNCHEZ-MELLADO
Publicado en El País Semanal (www.elpais.com), 03/08/2008
Iban a morir. Tenían los días contados. Los órganos vitales de un donante les salvaron en el último momento. Los médicos les dieron una esperanza de vida limitada, pero la han pulverizado. Éstos son los españoles con más años de vida después de haber sufrido un trasplante. Ellos sí que hacen historia cada día.
Antonio Nadal, de 50 años, y Susana Javaloyes, de 37, son conocidos, paisanos y residentes en Alcoy (Alicante). Se llevan 13 años, casi una generación, pero en realidad son coetáneos. Dos adolescentes. Susana cumplió 15 años el pasado 10 de enero. Antonio acaba de tirar la casa por la ventana para festejar su mayoría de edad hace dos semanas, el 20 de julio. Esos días, hace esos años, volvieron a nacer en dos quirófanos de Londres y Burdeos.
Entraron condenados a muerte. Sin resuello. Sus pulmones, destrozados, estaban a punto de expirar. Un trasplante les devolvió el porvenir que una grave enfermedad genética –a Antonio– y un síndrome tóxico producto de una trágica negligencia empresarial –a Susana– les negaba. Nadal recibió los pulmones y el corazón de un chico inglés de 20 años muerto a lomos de la moto que guiaba sin casco. Javaloyes, los pulmones de una mujer francesa fallecida a los 35. La suya fue una huida hacia adelante. La clase de viaje sin retorno que sólo emprenden quienes no tienen nada que perder.
A principios de los noventa, las expectativas de los trasplantes de pulmón eran poco menos que nefastas. Desde que en 1986 los doctores Patterson y Cooper, de la Universidad de Toronto (Canadá), documentaron la técnica en The New England Journal of Medicine, sólo unas cuantas personas se habían sometido en tres o cuatro hospitales del planeta a la que aún sigue siendo la intervención más comprometida del órgano más delicado de todos los susceptibles de ser trasplantados. De ellas, sólo unas pocas seguían vivas el 20 de julio de 1990, cuando Antonio Nadal entró por su pie en el hospital Harefield de Londres un rato después de que le sonara en plena Exhibition Road el busca que le avisaba de que había un donante. El panorama no había mejorado mucho el 13 de enero de 1993, cuando Susana Javaloyes, en coma por lo que luego se llamó síndrome Ardystil, fue trasladada contrarreloj desde la UVI hasta el quirófano del hospital Xavier Arnozan de Burdeos mientras llegaban en avión sus pulmones de repuesto. Ya se verá cómo acabaron Nadal y Javaloyes esperando un milagro a pecho descubierto tan lejos de Alcoy.
Ambos sabían lo que hacían. Eran muy jóvenes para morir –Antonio tenía 32 años; Susana, 22–, pero no tanto como para ignorar sus opciones. Los médicos no se habían pillado los dedos. Ni mordido la lengua. Tiraron de datos. “El 74% sigue vivo a los dos años del trasplante”, le dijeron a Antonio. “Igual puedes morirte en la operación, que de rechazo al mes, al año, o durar 10, con suerte”, informaron a Susana. No eran agoreros. Nadie había durado tanto tras un trasplante pulmonar. Entre otras cosas, porque no hacía tanto que se practicaban. Una década. Una miseria para una persona joven y sana. Una eternidad para un enfermo desahuciado.
El caso es que Nadal y Javaloyes siguen aquí. Contra todo pronóstico. Antonio es, probablemente, el hombre vivo más longevo tras un trasplante pulmonar. Rafael Matesanz, director de la Organización Nacional de Trasplantes y autoridad mundial en la materia, sólo conoce un caso de mayor supervivencia. Una británica de 67 años que sigue viva después de ser trasplantada en 1988 en Londres.
Susana también ha batido récords públicos y, sobre todo, privados. Nunca pensó que llegaría a los 40, y su cercanía comienza a cobrarle ciertos peajes. “Me va a hacer falta un lifting, quién me lo iba a decir”, bromea. Javaloyes, como Nadal, como los demás trasplantados de corazón, hígado, intestino y riñón que cuentan aquí su vida, lleva la procesión por dentro. Son campeones de supervivencia, sí. Hacen historia cada día. Pero el miedo es libre. Y la esperanza también. Debe de ser cierto que la tierra imprime carácter. Lo dicen los paisanos Antonio y Susana.
Tienen más moral que el alcoyano.
EL BUSCAVIDAS
–I want speak with the sister Duncan, please.
Antonio Nadal no tenía ni idea de inglés aquel día de 1988 en que se armó de valor y de un diccionario Collins, cogió el teléfono de su casa de Alcoy y llamó al Bronton Hospital de Londres. El que estudió en el colegio se le había oxidado ya a este ingeniero de 30 años que había pasado prácticamente de alumno a profesor de la Universidad Politécnica de Valencia. El inglés de la física no entiende de los verbos auxiliares ni las fórmulas de cortesía que rigen en el protocolo telefónico británico. Pero el miedo que impulsaba a Nadal a hacer aquella llamada no era precisamente al ridículo. Le iba la vida en ella.
Estaba en las últimas y lo sabía. La fibrosis quística que le diagnosticaron a los 19 años en el hospital La Fe de Valencia le tenía contra las cuerdas. Nadal sufre la alteración cromosómica Delta F-508, de infausto pronóstico en la época. Sus genes anómalos provocan secreciones muy espesas que afectan al aparato digestivo y respiratorio. A esas alturas, las mucosas habían arrasado sus pulmones. Las infecciones le dejaban sin aliento. Le habían prescrito oxígeno las 24 horas y, aunque este “rebelde tranquilo” se sublevaba y continuaba con sus marchas por el monte y sus clases de ingeniería mecánica, ya se veía quién iba a ganar el pulso. En La Fe no le dieron alternativa. Un médico del Ramón y Cajal pronunció una palabra: trasplante –“me acojonó muchísimo”– y le puso en contacto con José Antonio Lasheras y Raquel Pozas. Este matrimonio ya había visto morir a dos hijos jóvenes y conocía la limitada oferta de últimas esperanzas para su mal. Le dieron un teléfono y un apellido inglés: Duncan. Faltaban aún un par de años para que en España se empezaran a abordar los trasplantes pulmonares. Demasiado para Antonio. Así que se buscó la vida por su cuenta.
“Mi trasplante lo moví yo”, dice hoy ante un café bombón en La Placeta, el bar donde desayuna cada día antes de dar sus clases en el campus de Alcoy. “La ventaja de ser enfermo terminal es que no quieres morirte. Sabía que lo mío era mortal, pero estaba convencido de que salía de ésta”. El caso es que la enfermera Duncan le entendió. Le pasó con la neumóloga Margaret H. Hudson, que le citó en su consulta con una primera exigencia: mejorar su inglés. Pero para Antonio era más urgente hacerse con un impreso. “El E-112, que autoriza el tratamiento en el extranjero financiado por la Seguridad Social, yo no podía pagarlo”. Peleó: “hubo médicos y funcionarios que me dijeron que para qué me emperraba, si me iba a morir igual”. Y lo logró. Pidió la baja en la Universidad y se plantó en Londres. Iba con su madre, Amparo Gisbert, una alcoyana de armas tomar que dejó su alpargatería –Calzados Nadal– a cargo de su marido y su otra hija y acompañó a su primogénito en la aventura de su vida.
Hudson fue explícita. Si se quedaba en Inglaterra podía entrar en el programa de trasplantes cardiobipulmonares –dos pulmones y corazón en bloque– que realizaba el Hospital Harefield, un santuario donde un equipo internacional de eminentes cirujanos dirigidos por Maddfi Yacoub –“un egipcio que se hace célebre en Gran Bretaña tiene que ser bueno de cojones”, avala Nadal– intervenía a la desesperada al goteo de desahuciados de todo el mundo que acudía allí en busca de su última oportunidad.
Antonio se quedó. Entró en el nivel 1 de los tres que contempla la lista de espera británica. Llevaba casi dos años viviendo de alquiler en Londres –“la colonia española nos ayudó mucho”– cuando el 19 de julio de 1990, a media tarde, le sonó “el bleep” en plena calle: tenía dos horas para presentarse en el hospital, había un donante para él. “Me cagué vivo”, resume el aludido. Entró a pie en el Harefield –“significa campo de batalla, qué menos”– ante el pasmo de los celadores. “Les dije que venía por un trasplante y preguntaron por el enfermo. Cuando les dije que era yo, me querían matar por ir sin la mochila del oxígeno”. Nadal sabía lo que le esperaba. Lo había visto dos veces en vídeo: una partida de dominó a todo o nada. Le iban a sacar sus pulmones y su corazón para ponerle a cambio los de un muerto y, a la vez, iban a recolocar su corazón sano en el pecho de otra persona a la que acababan de quitarle el suyo destrozado. “Por eso se llama técnica del dominó: consiste en cambiar unas fichas por otras en la misma partida”.
Doce cirujanos, once horas de intervención, un ballet endiablado. Dos milagros en cadena. Dos madres en la sala de espera. “Your son, my daughter”, le dijo una señora a Amparo Gisbert llevándose la mano al corazón. No hacía falta saber inglés para entender que el corazón con que nació Antonio iba a empezar a latir en el pecho de una chica escocesa. “Luego, ella no quiso conocerme, ojalá siga viva”, dice hoy el receptor-donante. El trasplante de Antonio fue un éxito. A los diez días le dieron el alta. Pero él no se quería ir. “Estaba aterrado. Soy ingeniero, la operación la comprendía perfectamente: era una cuestión mecánica: quito, pongo, empalmo; pero el rechazo de tu organismo al cuerpo extraño que le has metido está fuera de control. Me convencieron midiéndonos el oxígeno a la enfermera y a mí: estaba mejor yo”, se justifica el probable plusmarquista mundial de supervivencia tras un trasplante pulmonar.
Una suerte que el que fuera un día “católico, apostólico, alcoyano” y hoy se confiesa “creyente descreído” no se explica del todo. “Me pusieron el motor de un chaval de 20 años, material de primera, tuve buenos órganos, buenos médicos y supongo que buena suerte”. Esa que no tuvieron el vasco Arturo, ni la guapísima italiana del Veneto, ni todos los demás amigos de Harefield que murieron más temprano que tarde a causa del temido rechazo que él ha logrado esquivar de lejos.
“Antonio tiene unas pruebas funcionales de un varón de 50 años sano. No ha tenido ni un ingreso hospitalario, es un caso único”, certifica Pilar Morales, la neumóloga que revisa cada seis meses sus pulmones. Eso sólo desde que Nadal, que acudía a Londres a revisión, tuvo a bien pasarse por La Fe e informar a los doctores de que llevaba una década trasplantado, vivo y coleando en Alcoy. Desde 1990, los equipos de La Fe, en Valencia; Vall D’Hebron, en Barcelona, y otros cinco en España realizan trasplantes pulmonares –185 en 2007– sin salir del país, pero ninguno de sus pacientes ha llegado a celebrar su mayoría de edad trasplantado, como Antonio hace dos semanas.
“Volví a nacer en Londres”, reconoce este “hijo de la Transición” culto, irónico y locuaz, capaz de reírse de su sombra. Un tipo solitario para el que la felicidad consistía en tomar un plis-play –licor de café con cola– oyendo a Pink Floyd acodado en la barra del Buho, legendaria discoteca alcoyana que jamás le vio bailar. Pero eso fue antes de Harefield.
“De enfermo, todo está planificado y pautado, luego quieres beberte la vida a tragos, y poco a poco aprendes a vivir al día”, dice Antonio mientras empuja con una cerveza seis u ocho de las 20 o 30 cápsulas de enzimas pancreáticas que toma diariamente además de la medicación antirrechazo. El trasplante no cura la fibrosis, y su páncreas sigue sin absorber bien las grasas. Los pulmones, sin embargo, no evidencian el zarpazo del mal. “Hay pocos enfermos de fibrosis quística tan mayores. Antonio es un enigma, un campo de estudio privilegiado”, dice Morales. Él, por si acaso, no ha perdido el tiempo. En noviembre nace su segundo hijo. No quería niños, pero Dolores, la mujer que se enamoró de él mucho después de que volviera a nacer, sí. Cedió y ahora es un padrazo. Aspira a enseñarles a sus hijos el mundo. “Un superviviente es alguien que se adapta, ¿no?”.
A POR LOS CUARENTA
–¿Sube, señora?
Susana Javaloyes casi se desmaya cuando aquel crío le ofreció amablemente el ascensor. Le había llamado de usted y señora. A ella, una chica que nunca iba a llegar a vieja. Eso al menos le habían dicho los médicos, sin decírselo, cuando le trasplantaron dos pulmones horas antes de que los suyos, deshechos por la fibrosis galopante que le provocó el síndrome Ardystil, dejaran de darle aire. Pero eso fue hace 15 años. Tres lustros. Y desde entonces Susana se ha hecho mayor.
“No pongas mi edad, que me da vergüenza”, insiste Javaloyes sin caer en la cuenta de que cualquiera que teclee su nombre en Google puede enterarse al instante de su vida y milagros. Del milagro de su vida, más bien. De cómo una chavala de 21 años que no había fumado en su vida acabó en coma terminal tras envenenarse los pulmones con las sustancias que usaba ilegalmente la fábrica textil donde había trabajado tres meses. De que otras cinco chicas y un operario ya habían muerto por la misma causa cuando la Generalitat de Valencia, acuciada por la alarma social, resolvió trasladarla en helicóptero desde el hospital La Fe de Valencia hasta el Xavier Arnozan de Burdeos y rogar para que surgiera un donante compatible en 72 horas. El equipo de neumólogos y cirujanos de La Fe ya había realizado varios trasplantes pulmonares, pero las autoridades sanitarias, en una decisión que aún hoy lamentan los facultativos valencianos, apostaron por la mayor experiencia del centro francés. Cualquiera puede ver en la portada de este periódico, la foto de Susana recién trasplantada el 23 de enero de 1993, celebrando su 22º cumpleaños encerrada en la burbuja de aislamiento de Burdeos. Vivita y respirando con sus pulmones de segunda mano.
“Estoy viviendo de más. Me dieron 10 años y aquí sigo, haciendo historia. Mi trasplante debía de haber caducado y yo tendría que estar muerta, de hecho, he enterrado a muchos amigos trasplantados que llevaban una vida infinitamente más sana y ordenada que yo, pero está claro que cuando te toca, te toca. A mí aún no me ha tocado, y punto pelota”. Susana paga la suculenta porción de coca boba alicantina que va a merendarse e invita a café en su casa. Jura que come siete veces al día –“bocadillos, pizzas, bollos”– y no engorda un gramo. Qué más quisiera ella. Así le quedarían mejor los vaqueros Dolce & Gabbana y el cinturón y el bolsazo de Gucci que lleva esta tarde. “Me chifla la moda, tengo un novio milanés y hay que estar a la altura. Pero ahora que puedo comprar modelitos auténticos, estoy tan hecha polvo que la gente cree que son de los chinos”, se ríe.
La pérdida de peso –“efecto de la medicación antirrechazo, que acelera el ritmo intestinal y dificulta la absorción de nutrientes”, según Pilar Morales, la neumóloga de La Fe que trata a Susana– es sólo uno de los peajes que paga. Las píldoras que toma para que su organismo crea que sus pulmones son suyos de nacimiento dejan a cambio a sus defensas fuera de combate. Expuestas a infecciones inofensivas que pueden ser fatales.
Fue uno de esos virus de poca monta el que estuvo a punto de llevársela por delante en 1997. El rechazo no es, como puede pensarse, un ataque que fulmina al trasplantado, sino un deterioro paulatino del órgano nuevo que limita su capacidad. Desde entonces, Susana mantiene una situación de “rechazo crónico, con una función pulmonar alterada en grado moderado-severo que le permite hacer una vida normal”, explica la doctora Morales. En ese sentido, Susana está en el peso ideal. Cuarenta kilos en 1,67 metros de altura es estar demasiado delgada para llenar los pantalones, pero si engordara mucho más, a sus pulmones les costaría oxigenar su ritmo de vida.
Porque Javaloyes no para. “Sólo mis padres y yo sabemos lo que he sufrido, nunca me ha gustado llevar la pancarta de trasplantada. Tengo temporadas buenas, regulares, malas y fatales; pero cuando estoy bien no perdono una. Yo me lo he bailado, me lo he bebido y me lo he comido to-do, hija mía”, silabea significativamente. “Pero ya no soy la que era. Ya no cierro las discotecas. Alguna noche, incluso, le digo a mi novio que estoy cansada y que si lo dejamos para otro día. El cuerpo ya no aguanta lo mismo. Debe de ser la edad”.
Susana sólo supone que está madurando porque no sabe qué diablos es eso. No contaba con ello. Era algo que les sucedía a los demás. A sus amigas del colegio, que se fueron ennoviando, casando y desapareciendo del mapa. A sus hermanas, que la han hecho tía de dos niñas. A los novios que abandonó y que luego le han ido presentando a sus mujeres e hijos. Pero a ella no. Hasta hace poco, mañana era el futuro que se marcaba cada noche. Nunca quiso hacer planes. Para qué. Iba a vivir rápido, morir joven y dejar un flaco cadáver. Pero los años han ido pasando y un día hizo cuentas. Después de mañana viene pasado mañana, y el otro, y la semana que viene, y el año próximo. Si no para ella, sí para los suyos. Y tomó algunas decisiones.
“Hasta ahora he vivido sólo para mí, quizá por despecho. Yo no estaba enferma, me arrancaron la vida de cuajo y me robaron el futuro en un trabajo de mierda por el que aún me deben dos semanas de sueldo”, explica. “Sigo sin querer dejar viudos ni huérfanos, pero llegas a una edad en la que tienes que empezar a pensar en la gente que tienes alrededor”. Por eso, hace cinco años, se fue a Milán a vivir con su novio, Marco, un químico italiano al que conoció una noche de marcha en Benidorm. La doctora Morales le dio su bendición facultativa: “Tenía la decisión tomada, y vino a pedirme que les quitara el miedo a sus padres y, de paso, a ella misma”, recuerda la neumóloga. “La existencia de Susana está condicionada por el trasplante, ella es consciente y sabe que todo tiene un final, pero tiene que vivir. Creo que está sentando la cabeza, buscando una estabilidad y un futuro que ella misma se negaba a plantearse”, dice quien se ha convertido en íntima amiga de su paciente después de 15 años aliviando sus fatigas.
Morales considera “un privilegio personal y profesional” asistir a la madurez y, “sí, ojalá”, al proceso de envejecimiento de una de las trasplantadas pulmonares más longevas del mundo. La doctora confía en que la supervivencia de Susana –y de Antonio Nadal, y de todos sus demás enfermos trasplantados– le alcance para beneficiarse del hallazgo de inmunosupresores más potentes y con menores efectos secundarios que los que ahora la mantienen viva y pueda morirse de vieja.
Mientras, Susana apura la coca, que no la sopa boba. Cuando, en noviembre de 2007, cobró la indemnización que le asignó la sentencia del caso Ardystil se afanó en cumplir escrupulosamente con todas sus promesas. Les pagó un crucero de lujo a sus padres, se hizo con un buen surtido de modelazos en Milán y se compró un deportivo. Hace año y medio volvió a Alcoy para quedarse. Sus padres y su novio le han hecho “la envolvente”. Marco ha cambiado el laboratorio por la cocina del negocio de comida para llevar que han abierto “con vistas al futuro”.
¿No era ésa la palabra prohibida? “Claro que tengo miedo a la muerte, pero ya no vivo pensando que me voy a morir mañana. Si he llegado hasta aquí será porque soy más fuerte que este cuerpecillo mío que ha pasado tanto. Tengo locos a los médicos, soy como un trofeo para ellos, por eso voy a donar mi cadáver a la ciencia. Que investiguen todo lo que quieran. Algo tendré. Pero voy a seguir dando guerra hasta que me llegue la hora”.
Iban a morir. Tenían los días contados. Los órganos vitales de un donante les salvaron en el último momento. Los médicos les dieron una esperanza de vida limitada, pero la han pulverizado. Éstos son los españoles con más años de vida después de haber sufrido un trasplante. Ellos sí que hacen historia cada día.
Antonio Nadal, de 50 años, y Susana Javaloyes, de 37, son conocidos, paisanos y residentes en Alcoy (Alicante). Se llevan 13 años, casi una generación, pero en realidad son coetáneos. Dos adolescentes. Susana cumplió 15 años el pasado 10 de enero. Antonio acaba de tirar la casa por la ventana para festejar su mayoría de edad hace dos semanas, el 20 de julio. Esos días, hace esos años, volvieron a nacer en dos quirófanos de Londres y Burdeos.
Entraron condenados a muerte. Sin resuello. Sus pulmones, destrozados, estaban a punto de expirar. Un trasplante les devolvió el porvenir que una grave enfermedad genética –a Antonio– y un síndrome tóxico producto de una trágica negligencia empresarial –a Susana– les negaba. Nadal recibió los pulmones y el corazón de un chico inglés de 20 años muerto a lomos de la moto que guiaba sin casco. Javaloyes, los pulmones de una mujer francesa fallecida a los 35. La suya fue una huida hacia adelante. La clase de viaje sin retorno que sólo emprenden quienes no tienen nada que perder.
A principios de los noventa, las expectativas de los trasplantes de pulmón eran poco menos que nefastas. Desde que en 1986 los doctores Patterson y Cooper, de la Universidad de Toronto (Canadá), documentaron la técnica en The New England Journal of Medicine, sólo unas cuantas personas se habían sometido en tres o cuatro hospitales del planeta a la que aún sigue siendo la intervención más comprometida del órgano más delicado de todos los susceptibles de ser trasplantados. De ellas, sólo unas pocas seguían vivas el 20 de julio de 1990, cuando Antonio Nadal entró por su pie en el hospital Harefield de Londres un rato después de que le sonara en plena Exhibition Road el busca que le avisaba de que había un donante. El panorama no había mejorado mucho el 13 de enero de 1993, cuando Susana Javaloyes, en coma por lo que luego se llamó síndrome Ardystil, fue trasladada contrarreloj desde la UVI hasta el quirófano del hospital Xavier Arnozan de Burdeos mientras llegaban en avión sus pulmones de repuesto. Ya se verá cómo acabaron Nadal y Javaloyes esperando un milagro a pecho descubierto tan lejos de Alcoy.
Ambos sabían lo que hacían. Eran muy jóvenes para morir –Antonio tenía 32 años; Susana, 22–, pero no tanto como para ignorar sus opciones. Los médicos no se habían pillado los dedos. Ni mordido la lengua. Tiraron de datos. “El 74% sigue vivo a los dos años del trasplante”, le dijeron a Antonio. “Igual puedes morirte en la operación, que de rechazo al mes, al año, o durar 10, con suerte”, informaron a Susana. No eran agoreros. Nadie había durado tanto tras un trasplante pulmonar. Entre otras cosas, porque no hacía tanto que se practicaban. Una década. Una miseria para una persona joven y sana. Una eternidad para un enfermo desahuciado.
El caso es que Nadal y Javaloyes siguen aquí. Contra todo pronóstico. Antonio es, probablemente, el hombre vivo más longevo tras un trasplante pulmonar. Rafael Matesanz, director de la Organización Nacional de Trasplantes y autoridad mundial en la materia, sólo conoce un caso de mayor supervivencia. Una británica de 67 años que sigue viva después de ser trasplantada en 1988 en Londres.
Susana también ha batido récords públicos y, sobre todo, privados. Nunca pensó que llegaría a los 40, y su cercanía comienza a cobrarle ciertos peajes. “Me va a hacer falta un lifting, quién me lo iba a decir”, bromea. Javaloyes, como Nadal, como los demás trasplantados de corazón, hígado, intestino y riñón que cuentan aquí su vida, lleva la procesión por dentro. Son campeones de supervivencia, sí. Hacen historia cada día. Pero el miedo es libre. Y la esperanza también. Debe de ser cierto que la tierra imprime carácter. Lo dicen los paisanos Antonio y Susana.
Tienen más moral que el alcoyano.
EL BUSCAVIDAS
–I want speak with the sister Duncan, please.
Antonio Nadal no tenía ni idea de inglés aquel día de 1988 en que se armó de valor y de un diccionario Collins, cogió el teléfono de su casa de Alcoy y llamó al Bronton Hospital de Londres. El que estudió en el colegio se le había oxidado ya a este ingeniero de 30 años que había pasado prácticamente de alumno a profesor de la Universidad Politécnica de Valencia. El inglés de la física no entiende de los verbos auxiliares ni las fórmulas de cortesía que rigen en el protocolo telefónico británico. Pero el miedo que impulsaba a Nadal a hacer aquella llamada no era precisamente al ridículo. Le iba la vida en ella.
Estaba en las últimas y lo sabía. La fibrosis quística que le diagnosticaron a los 19 años en el hospital La Fe de Valencia le tenía contra las cuerdas. Nadal sufre la alteración cromosómica Delta F-508, de infausto pronóstico en la época. Sus genes anómalos provocan secreciones muy espesas que afectan al aparato digestivo y respiratorio. A esas alturas, las mucosas habían arrasado sus pulmones. Las infecciones le dejaban sin aliento. Le habían prescrito oxígeno las 24 horas y, aunque este “rebelde tranquilo” se sublevaba y continuaba con sus marchas por el monte y sus clases de ingeniería mecánica, ya se veía quién iba a ganar el pulso. En La Fe no le dieron alternativa. Un médico del Ramón y Cajal pronunció una palabra: trasplante –“me acojonó muchísimo”– y le puso en contacto con José Antonio Lasheras y Raquel Pozas. Este matrimonio ya había visto morir a dos hijos jóvenes y conocía la limitada oferta de últimas esperanzas para su mal. Le dieron un teléfono y un apellido inglés: Duncan. Faltaban aún un par de años para que en España se empezaran a abordar los trasplantes pulmonares. Demasiado para Antonio. Así que se buscó la vida por su cuenta.
“Mi trasplante lo moví yo”, dice hoy ante un café bombón en La Placeta, el bar donde desayuna cada día antes de dar sus clases en el campus de Alcoy. “La ventaja de ser enfermo terminal es que no quieres morirte. Sabía que lo mío era mortal, pero estaba convencido de que salía de ésta”. El caso es que la enfermera Duncan le entendió. Le pasó con la neumóloga Margaret H. Hudson, que le citó en su consulta con una primera exigencia: mejorar su inglés. Pero para Antonio era más urgente hacerse con un impreso. “El E-112, que autoriza el tratamiento en el extranjero financiado por la Seguridad Social, yo no podía pagarlo”. Peleó: “hubo médicos y funcionarios que me dijeron que para qué me emperraba, si me iba a morir igual”. Y lo logró. Pidió la baja en la Universidad y se plantó en Londres. Iba con su madre, Amparo Gisbert, una alcoyana de armas tomar que dejó su alpargatería –Calzados Nadal– a cargo de su marido y su otra hija y acompañó a su primogénito en la aventura de su vida.
Hudson fue explícita. Si se quedaba en Inglaterra podía entrar en el programa de trasplantes cardiobipulmonares –dos pulmones y corazón en bloque– que realizaba el Hospital Harefield, un santuario donde un equipo internacional de eminentes cirujanos dirigidos por Maddfi Yacoub –“un egipcio que se hace célebre en Gran Bretaña tiene que ser bueno de cojones”, avala Nadal– intervenía a la desesperada al goteo de desahuciados de todo el mundo que acudía allí en busca de su última oportunidad.
Antonio se quedó. Entró en el nivel 1 de los tres que contempla la lista de espera británica. Llevaba casi dos años viviendo de alquiler en Londres –“la colonia española nos ayudó mucho”– cuando el 19 de julio de 1990, a media tarde, le sonó “el bleep” en plena calle: tenía dos horas para presentarse en el hospital, había un donante para él. “Me cagué vivo”, resume el aludido. Entró a pie en el Harefield –“significa campo de batalla, qué menos”– ante el pasmo de los celadores. “Les dije que venía por un trasplante y preguntaron por el enfermo. Cuando les dije que era yo, me querían matar por ir sin la mochila del oxígeno”. Nadal sabía lo que le esperaba. Lo había visto dos veces en vídeo: una partida de dominó a todo o nada. Le iban a sacar sus pulmones y su corazón para ponerle a cambio los de un muerto y, a la vez, iban a recolocar su corazón sano en el pecho de otra persona a la que acababan de quitarle el suyo destrozado. “Por eso se llama técnica del dominó: consiste en cambiar unas fichas por otras en la misma partida”.
Doce cirujanos, once horas de intervención, un ballet endiablado. Dos milagros en cadena. Dos madres en la sala de espera. “Your son, my daughter”, le dijo una señora a Amparo Gisbert llevándose la mano al corazón. No hacía falta saber inglés para entender que el corazón con que nació Antonio iba a empezar a latir en el pecho de una chica escocesa. “Luego, ella no quiso conocerme, ojalá siga viva”, dice hoy el receptor-donante. El trasplante de Antonio fue un éxito. A los diez días le dieron el alta. Pero él no se quería ir. “Estaba aterrado. Soy ingeniero, la operación la comprendía perfectamente: era una cuestión mecánica: quito, pongo, empalmo; pero el rechazo de tu organismo al cuerpo extraño que le has metido está fuera de control. Me convencieron midiéndonos el oxígeno a la enfermera y a mí: estaba mejor yo”, se justifica el probable plusmarquista mundial de supervivencia tras un trasplante pulmonar.
Una suerte que el que fuera un día “católico, apostólico, alcoyano” y hoy se confiesa “creyente descreído” no se explica del todo. “Me pusieron el motor de un chaval de 20 años, material de primera, tuve buenos órganos, buenos médicos y supongo que buena suerte”. Esa que no tuvieron el vasco Arturo, ni la guapísima italiana del Veneto, ni todos los demás amigos de Harefield que murieron más temprano que tarde a causa del temido rechazo que él ha logrado esquivar de lejos.
“Antonio tiene unas pruebas funcionales de un varón de 50 años sano. No ha tenido ni un ingreso hospitalario, es un caso único”, certifica Pilar Morales, la neumóloga que revisa cada seis meses sus pulmones. Eso sólo desde que Nadal, que acudía a Londres a revisión, tuvo a bien pasarse por La Fe e informar a los doctores de que llevaba una década trasplantado, vivo y coleando en Alcoy. Desde 1990, los equipos de La Fe, en Valencia; Vall D’Hebron, en Barcelona, y otros cinco en España realizan trasplantes pulmonares –185 en 2007– sin salir del país, pero ninguno de sus pacientes ha llegado a celebrar su mayoría de edad trasplantado, como Antonio hace dos semanas.
“Volví a nacer en Londres”, reconoce este “hijo de la Transición” culto, irónico y locuaz, capaz de reírse de su sombra. Un tipo solitario para el que la felicidad consistía en tomar un plis-play –licor de café con cola– oyendo a Pink Floyd acodado en la barra del Buho, legendaria discoteca alcoyana que jamás le vio bailar. Pero eso fue antes de Harefield.
“De enfermo, todo está planificado y pautado, luego quieres beberte la vida a tragos, y poco a poco aprendes a vivir al día”, dice Antonio mientras empuja con una cerveza seis u ocho de las 20 o 30 cápsulas de enzimas pancreáticas que toma diariamente además de la medicación antirrechazo. El trasplante no cura la fibrosis, y su páncreas sigue sin absorber bien las grasas. Los pulmones, sin embargo, no evidencian el zarpazo del mal. “Hay pocos enfermos de fibrosis quística tan mayores. Antonio es un enigma, un campo de estudio privilegiado”, dice Morales. Él, por si acaso, no ha perdido el tiempo. En noviembre nace su segundo hijo. No quería niños, pero Dolores, la mujer que se enamoró de él mucho después de que volviera a nacer, sí. Cedió y ahora es un padrazo. Aspira a enseñarles a sus hijos el mundo. “Un superviviente es alguien que se adapta, ¿no?”.
A POR LOS CUARENTA
–¿Sube, señora?
Susana Javaloyes casi se desmaya cuando aquel crío le ofreció amablemente el ascensor. Le había llamado de usted y señora. A ella, una chica que nunca iba a llegar a vieja. Eso al menos le habían dicho los médicos, sin decírselo, cuando le trasplantaron dos pulmones horas antes de que los suyos, deshechos por la fibrosis galopante que le provocó el síndrome Ardystil, dejaran de darle aire. Pero eso fue hace 15 años. Tres lustros. Y desde entonces Susana se ha hecho mayor.
“No pongas mi edad, que me da vergüenza”, insiste Javaloyes sin caer en la cuenta de que cualquiera que teclee su nombre en Google puede enterarse al instante de su vida y milagros. Del milagro de su vida, más bien. De cómo una chavala de 21 años que no había fumado en su vida acabó en coma terminal tras envenenarse los pulmones con las sustancias que usaba ilegalmente la fábrica textil donde había trabajado tres meses. De que otras cinco chicas y un operario ya habían muerto por la misma causa cuando la Generalitat de Valencia, acuciada por la alarma social, resolvió trasladarla en helicóptero desde el hospital La Fe de Valencia hasta el Xavier Arnozan de Burdeos y rogar para que surgiera un donante compatible en 72 horas. El equipo de neumólogos y cirujanos de La Fe ya había realizado varios trasplantes pulmonares, pero las autoridades sanitarias, en una decisión que aún hoy lamentan los facultativos valencianos, apostaron por la mayor experiencia del centro francés. Cualquiera puede ver en la portada de este periódico, la foto de Susana recién trasplantada el 23 de enero de 1993, celebrando su 22º cumpleaños encerrada en la burbuja de aislamiento de Burdeos. Vivita y respirando con sus pulmones de segunda mano.
“Estoy viviendo de más. Me dieron 10 años y aquí sigo, haciendo historia. Mi trasplante debía de haber caducado y yo tendría que estar muerta, de hecho, he enterrado a muchos amigos trasplantados que llevaban una vida infinitamente más sana y ordenada que yo, pero está claro que cuando te toca, te toca. A mí aún no me ha tocado, y punto pelota”. Susana paga la suculenta porción de coca boba alicantina que va a merendarse e invita a café en su casa. Jura que come siete veces al día –“bocadillos, pizzas, bollos”– y no engorda un gramo. Qué más quisiera ella. Así le quedarían mejor los vaqueros Dolce & Gabbana y el cinturón y el bolsazo de Gucci que lleva esta tarde. “Me chifla la moda, tengo un novio milanés y hay que estar a la altura. Pero ahora que puedo comprar modelitos auténticos, estoy tan hecha polvo que la gente cree que son de los chinos”, se ríe.
La pérdida de peso –“efecto de la medicación antirrechazo, que acelera el ritmo intestinal y dificulta la absorción de nutrientes”, según Pilar Morales, la neumóloga de La Fe que trata a Susana– es sólo uno de los peajes que paga. Las píldoras que toma para que su organismo crea que sus pulmones son suyos de nacimiento dejan a cambio a sus defensas fuera de combate. Expuestas a infecciones inofensivas que pueden ser fatales.
Fue uno de esos virus de poca monta el que estuvo a punto de llevársela por delante en 1997. El rechazo no es, como puede pensarse, un ataque que fulmina al trasplantado, sino un deterioro paulatino del órgano nuevo que limita su capacidad. Desde entonces, Susana mantiene una situación de “rechazo crónico, con una función pulmonar alterada en grado moderado-severo que le permite hacer una vida normal”, explica la doctora Morales. En ese sentido, Susana está en el peso ideal. Cuarenta kilos en 1,67 metros de altura es estar demasiado delgada para llenar los pantalones, pero si engordara mucho más, a sus pulmones les costaría oxigenar su ritmo de vida.
Porque Javaloyes no para. “Sólo mis padres y yo sabemos lo que he sufrido, nunca me ha gustado llevar la pancarta de trasplantada. Tengo temporadas buenas, regulares, malas y fatales; pero cuando estoy bien no perdono una. Yo me lo he bailado, me lo he bebido y me lo he comido to-do, hija mía”, silabea significativamente. “Pero ya no soy la que era. Ya no cierro las discotecas. Alguna noche, incluso, le digo a mi novio que estoy cansada y que si lo dejamos para otro día. El cuerpo ya no aguanta lo mismo. Debe de ser la edad”.
Susana sólo supone que está madurando porque no sabe qué diablos es eso. No contaba con ello. Era algo que les sucedía a los demás. A sus amigas del colegio, que se fueron ennoviando, casando y desapareciendo del mapa. A sus hermanas, que la han hecho tía de dos niñas. A los novios que abandonó y que luego le han ido presentando a sus mujeres e hijos. Pero a ella no. Hasta hace poco, mañana era el futuro que se marcaba cada noche. Nunca quiso hacer planes. Para qué. Iba a vivir rápido, morir joven y dejar un flaco cadáver. Pero los años han ido pasando y un día hizo cuentas. Después de mañana viene pasado mañana, y el otro, y la semana que viene, y el año próximo. Si no para ella, sí para los suyos. Y tomó algunas decisiones.
“Hasta ahora he vivido sólo para mí, quizá por despecho. Yo no estaba enferma, me arrancaron la vida de cuajo y me robaron el futuro en un trabajo de mierda por el que aún me deben dos semanas de sueldo”, explica. “Sigo sin querer dejar viudos ni huérfanos, pero llegas a una edad en la que tienes que empezar a pensar en la gente que tienes alrededor”. Por eso, hace cinco años, se fue a Milán a vivir con su novio, Marco, un químico italiano al que conoció una noche de marcha en Benidorm. La doctora Morales le dio su bendición facultativa: “Tenía la decisión tomada, y vino a pedirme que les quitara el miedo a sus padres y, de paso, a ella misma”, recuerda la neumóloga. “La existencia de Susana está condicionada por el trasplante, ella es consciente y sabe que todo tiene un final, pero tiene que vivir. Creo que está sentando la cabeza, buscando una estabilidad y un futuro que ella misma se negaba a plantearse”, dice quien se ha convertido en íntima amiga de su paciente después de 15 años aliviando sus fatigas.
Morales considera “un privilegio personal y profesional” asistir a la madurez y, “sí, ojalá”, al proceso de envejecimiento de una de las trasplantadas pulmonares más longevas del mundo. La doctora confía en que la supervivencia de Susana –y de Antonio Nadal, y de todos sus demás enfermos trasplantados– le alcance para beneficiarse del hallazgo de inmunosupresores más potentes y con menores efectos secundarios que los que ahora la mantienen viva y pueda morirse de vieja.
Mientras, Susana apura la coca, que no la sopa boba. Cuando, en noviembre de 2007, cobró la indemnización que le asignó la sentencia del caso Ardystil se afanó en cumplir escrupulosamente con todas sus promesas. Les pagó un crucero de lujo a sus padres, se hizo con un buen surtido de modelazos en Milán y se compró un deportivo. Hace año y medio volvió a Alcoy para quedarse. Sus padres y su novio le han hecho “la envolvente”. Marco ha cambiado el laboratorio por la cocina del negocio de comida para llevar que han abierto “con vistas al futuro”.
¿No era ésa la palabra prohibida? “Claro que tengo miedo a la muerte, pero ya no vivo pensando que me voy a morir mañana. Si he llegado hasta aquí será porque soy más fuerte que este cuerpecillo mío que ha pasado tanto. Tengo locos a los médicos, soy como un trofeo para ellos, por eso voy a donar mi cadáver a la ciencia. Que investiguen todo lo que quieran. Algo tendré. Pero voy a seguir dando guerra hasta que me llegue la hora”.
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