CIA. Historia de un fracaso
GUILLERMO ALTARES
GUILLERMO ALTARES
Publicado en EL PAIS SEMANAL (www.elpais.com) 28/09/2008;
Desde los años de la guerra fría hasta el 11-S e Irak, sus errores han sido antológicos. La Agencia Central de Inteligencia, los servicios de espionaje estadounidenses, han fallado en su principal objetivo: defender a su país. Periodistas, antiguos agentes de la Compañía y novelistas describen una organización que nunca fue tan poderosa.
El mejor amigo de James J. Angleton, el responsable de las operaciones encubiertas de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de Estados Unidos, el tipo encargado de detectar a los agentes dobles, fue durante décadas Kim Philby, espía soviético y el topo más famoso de todos los tiempos. El 20 de septiembre de 1949, la CIA, con unos despachos que todavía olían a nuevo, informaba a Truman de que la URSS tardaría al menos cuatro años en hacerse con armamento nuclear. Tres días más tarde, el presidente anunciaba al mundo que Stalin tenía la bomba. El 30 de octubre de 1950, la CIA transmitía a la Casa Blanca que era "inverosímil" que China entrase en la guerra de Corea. Dos días más tarde, 300.000 soldados chinos cruzaron la frontera y casi echan a los estadounidenses al mar. En noviembre de 1956, el entonces director de la CIA, Allen Dulles, informaba al presidente Eisenhower de que "el 80% del ejército húngaro se había pasado a los rebeldes" que encabezaban la primera revuelta contra el poder soviético en Europa oriental. Los tanques de la URSS demostraron en pocos días hasta qué punto estaba equivocado: 2.500 húngaros murieron en la represión, 200.000 abandonaron el país, y se instaló en Budapest una dictadura de corte estalinista. Bahía Cochinos y todos los intentos para acabar con Fidel Castro, la invasión soviética de Checoslovaquia, la revolución iraní de Jomeini o el auge del terrorismo islámico tras la guerra de Afganistán, la caída del muro y la desaparición de la URSS; por no hablar del mayor fallo de todos, el 11-S, ni de las inexistentes armas de destrucción masiva de Sadam Husein...
Esa interminable serie de fracasos es lo que el premio Pulitzer Tim Weiner llama Legado de cenizas, el título de su historia del espionaje estadounidense, que la editorial Debate publica la próxima semana en castellano y que la prensa internacional ha saludado como el mejor libro sobre la Compañía. "La mala información destruye naciones", explica Weimer, reportero experto en espionaje de The New York Times, en conversación telefónica desde su casa de Manhattan. "¿Por qué los troyanos aceptaron el caballo de los griegos? Por falta de información. La buena inteligencia salva vidas, la mala inteligencia mata a la gente. ¿Qué hacemos en Irak? Llevamos más tiempo en ese conflicto que lo que estuvimos en la II Guerra Mundial. ¿Usted cree que si la CIA hubiese dicho: 'Sadam no tiene armas de destrucción masiva, las eliminó en los noventa', Estados Unidos hubiese ido a la guerra? Lo dudo". Y este veterano periodista, que lleva años informando desde frentes de la guerra contra el terrorismo como Afganistán o Pakistán, prosigue: "El espionaje es amoral y no se puede juzgar desde criterios morales. Es la segunda profesión más antigua del mundo. Todo el mundo espía a todo el mundo, enemigos, amigos, aliados... Es lo que hacen todos los Gobiernos, y es ingenuo escandalizarse porque es algo que necesitamos. Sin una buena inteligencia no existe la defensa ni la política exterior".
Como señalaba The Economist, "muchos libros se han empeñado en mostrar lo mal que se comporta la Agencia Central de Inteligencia. En este apasionante y persuasivo ensayo, Tim Weiner demuestra lo mal que hace su trabajo". A lo largo de años, este veterano periodista, que recibió el Premio Pulitzer en 1988 cuando escribía para The Philadelphia Inquirer y que desde hace dos décadas es el corresponsal para asuntos de seguridad nacional de The New York Times, ha recopilado una cantidad insólita de información inédita a través de documentos desclasificados o de entrevistas con cientos de agentes de la organización. El resultado es apabullante y también desolador. No sólo por las acciones encubiertas en los cinco continentes, que han costado la vida a miles de personas, sino porque, según este autor, la agencia no ha llegado a cumplir su principal objetivo: defender a EE UU. La frase con la que empieza su libro lo dice todo: "En el presente volumen se describe cómo el país más poderoso en toda la historia de la civilización occidental ha sido incapaz de crear un servicio de espionaje de primera línea, un fracaso que actualmente representa un peligro para la seguridad nacional de Estados Unidos".
El título del libro de Weiner, que recibió el National Book Award en EE UU, recoge una frase de Eisenhower, que le espetó a Dulles al final de su mandato: "La estructura de nuestros servicios de información no funciona. Nada ha cambiado desde Pearl Harbour. He sufrido una derrota de ocho años en esto. Dejaré un legado de cenizas a mi sucesor".
Sin embargo, sin este "legado de cenizas" no se puede entender el siglo XX; seguramente, tampoco el siglo XXI. La Compañía también ha dejado una profunda huella cultural, y no sólo con los grandes clásicos del espionaje, como John Le Carré o Graham Greene, sino a través de muchísimos autores, desde El inocente, de Ian McEwan, que transcurre en el Berlín de la guerra fría con otro de los fracasos de la CIA como telón de fondo (un gigantesco túnel excavado bajo el este para tratar de interceptar las comunicaciones soviéticas), hasta la monumental El fantasma de Harlot (Anagrama), una saga sobre la agencia de la que Norman Mailer sólo escribió el primer tomo y en la que el genial narrador concentró todo su conocimiento del siglo XX. Películas como Los tres días del Cóndor; las de la serie Bourne, sobre un asesino de la agencia cazado por sus antiguos jefes y a su vez convertido en cazador; El buen pastor, el filme dirigido por Robert de Niro en el que retrata los primeros años de la Compañía, o el último título de los hermanos Coen, Quemar después de leer, una comedia sobre las memorias de un agente, también han mantenido vivo el mito del espionaje.
La otra gran novela sobre la CIA, La Compañía, de Robert Littell, que supera los 1.000 folios, está a punto de publicarse en castellano después de un lustro de espera: saldrá a principios de 2009 editada por Alea. Robert Littell es uno de los más inteligentes autores de novelas de espionaje del panorama anglosajón. Sobre Legends, su último relato de espionaje, escribió John Updike en The New Yorker que reflejaba con maestría el mundo ruso postsoviético. "La CIA hizo algunas cosas bien y algunas realmente mal: nunca fue capaz de prever la bomba nuclear india, la caída de la URSS o que un grupo de terroristas iba a secuestrar aviones y estrellarlos contra las Torres Gemelas y el Pentágono", explica Robert Littell en una entrevista por correo electrónico. "Tras la caída de la URSS, la CIA perdió su principal enemigo y, en cierta medida, su razón de ser. La moral se hundió y se cerraron estaciones en todo el mundo. El número de expertos dentro de la CIA en terrorismo islámico y el número de lingüistas capaces de leer el Corán en árabe podía contarse con los dedos de una mano antes del 11-S".
"Sí, ha sido un gran fracaso", corrobora Robert Baer, ex miembro de la CIA, veterano de mil batallas, experto en Oriente Próximo y el agente en el que se inspira el personaje de George Clooney en Syriana, la película de Stephen Gaghan que también se sumerge en la fontanería de la agencia, concretamente en sus operaciones en Oriente Próximo. "Basta con mirar la información que se utilizó para justificar la invasión de Irak: nunca debió convertirse en un informe, era un panfleto para que la Casa Blanca pudiese vender su guerra", prosigue Baer. Su volumen de memorias, Soldado de la CIA (Crítica), es un gran libro de aventuras, quizá demasiado acrítico con los agentes de la Compañía; pero también representa un apasionante reflejo del mundo del espionaje en los años anteriores al 11-S.
Entre las muchas historias que cuenta Baer está que, tras la guerra de los Seis Días, a un analista de la CIA se le ocurrió capturar un avión soviético, llenarlo de cerdos y soltarlos en La Meca, la ciudad más sagrada del Islam, para arruinar las relaciones de la URSS con el mundo árabe. En su novela, que mezcla la realidad y la ficción, Robert Littell también recupera otra historia de la guerra fría que no tiene desperdicio: a alguien en la Compañía se le ocurrió la feliz idea de bombardear varias ciudades soviéticas con preservativos descomunales, pero en los que pusiese la letra M (de tamaño medio) para deprimir a las amantes esposas comunistas con las comparaciones. Afortunadamente no cuajaron. Pero la guerra fría era así: un combate silencioso y peligrosísimo en todos los frentes, incluso en el del surrealismo.
Preguntado sobre cómo es posible que, con unos servicios de información tan desastrosos, EE UU pudiese ganar la guerra fría, Weiner responde: "Los soviéticos la perdieron. El sistema soviético era terrible desde el punto de vista social y económico. El Estado soviético se suicidó".
La CIA fue creada por el presidente Harry S. Truman en 1947, como heredera de los servicios de inteligencia que EE UU puso en marcha durante la II Guerra Mundial, la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS en sus siglas en inglés). El principal objetivo era prevenir otro Pearl Harbour: evitar un ataque sorpresa como el que, el 7 de diciembre de 1941, permitió a Japón destruir una parte importante de la flota estadounidense en el Pacífico. Aunque, como rápidamente apunta Weiner, "el 11-S fue un segundo Pearl Harbour; esperemos que no haya un tercero". Sin embargo, desde el momento mismo de su creación, otros vieron algo más que una red para conseguir buena información sobre enemigos y amigos. Uno de los congresistas que votaron el acta inaugural de la CIA, el futuro presidente Richard Nixon, que tuvo que dimitir por su afición a escuchar a los demás, afirmó entusiasmado ante la nueva criatura del Leviatán: "Es legal, es secreto". Un documento del Consejo de Seguridad Nacional desclasificado en 2003 revelaba los principales objetivos de la CIA: "Pagar sobornos; abrir frentes anticomunistas; subvencionar movimientos guerrilleros, ejércitos clandestinos, sabotajes, asesinatos...".
Las operaciones secretas fueron innumerables: unas veces, los presidentes de Estados Unidos estuvieron al tanto; en otras ocasiones, los grandes jerifaltes de la CIA ocultaron información esencial y sólo mostraron una pequeña parte del cuadro global a sus superiores. Algunas han sido reflejadas en decenas de libros y películas, como la de bahía Cochinos, o el golpe de Estado que llevó al poder a Pinochet en Chile, o el que permitió recuperar el trono a Mohammad Reza Pahlevi, el último sha de Persia; otras, en cambio, han logrado permanecer fuera de los radares de la memoria colectiva durante décadas, como los bombardeos contra Indonesia en 1958 para apoyar una guerrilla contra Sukarno. El resultado fue un completo desastre, tanto por el coste en vidas como porque no consiguieron su principal objetivo, ni siquiera lo rozaron. Aunque no todos estaban de acuerdo. Al Pope, uno de los agentes que participaron en la operación, y que se salvó de milagro de ser ejecutado tras haber sido capturado por el ejército indonesio, afirmó: "Dijeron que Indonesia fue un fracaso. Pero les dimos bien de hostias. Matamos a cientos de comunistas, aunque seguramente la mitad de ellos ni siquiera sabían lo que significaba el comunismo".
"Las operaciones encubiertas de la CIA -tratar de cambiar el mundo en secreto- han solapado su misión más importante: tratar de conocer el mundo y sus secretos", explica Tim Weiner. "La agencia nunca fue la fuerza omnipresente que muchos imaginaron que era. Nunca tuvo una edad de oro, y su historia está llena de pequeños éxitos y fracasos de largo alcance. Es verdad que sus éxitos fueron importantes: por ejemplo, tratar de convencer a los presidentes Johnson y Nixon de que la guerra de Vietnam era un conflicto político que no se podía ganar por medios militares. Los triunfos de la agencia han salvado algunas vidas americanas, pero sus fracasos se han demostrado fatales. Primero, para los cientos de agentes de la CIA, para los miles de soldados y espías extranjeros, en cierta medida para las 3.000 personas que murieron el 11-S y para los cerca de 5.000 militares que han muerto en Irak y Afganistán. El crimen de consecuencias más duraderas ha sido la incapacidad de la CIA para llevar a cabo su misión más importante: informar al presidente de lo que ocurre en el mundo".
Una de las operaciones encubiertas más famosas fue la de bahía Cochinos, la frustrada invasión de Cuba, uno de los momentos cumbres de la guerra fría. La historia es conocida: el 12 de abril de 1961 unos 1.200 cubanos y estadounidenses, entrenados por la CIA, desembarcaron en una bahía pantanosa para acabar con la revolución castrista. En apenas tres días fueron borrados del mapa. No hubo supervivientes. El presidente en aquellos momentos era uno de los grandes mitos de la política mundial, y su papel en la invasión es todavía controvertido. ¿Qué sabía John Fitzgerald Kennedy (JFK) de lo que se preparaba? ¿Hasta qué punto estaba informado de que era imposible que el puñado de tipos mal entrenados por la CIA acabase con Castro? La imagen de Camelot -el nombre con el que se conocía a la Administración de Kennedy por su aura casi mágica- que aparece tanto en el libro de Weiner como en el de Littell está muy lejos del mito de la Casa Blanca que cambió para siempre un país y el mundo. Ambos describen una cara oculta; una enorme obsesión de los hermanos por el secretismo, el control del espionaje y las operaciones encubiertas. Quizá si JFK no hubiese sido asesinado en Dallas el 22 de noviembre de 1963 y Robert F. Kennedy en Los Ángeles el 6 de junio de 1968, el rostro menos amable de los hermanos sería mucho más conocido.
"Fue un terrible error de cálculo, en el que JFK tuvo una gran responsabilidad", explica Robert Littell sobre la Operación Bahía Cochinos. "El plan de invadir Cuba con un grupo guerrillero apoyado por Estados Unidos fue trazado por el general Eisenhower y fue heredado por Kennedy. Cuando se lo contaron por primera vez no tenía ni la experiencia ni la seguridad en sí mismo para anular una invasión ideada por el gran héroe de la II Guerra Mundial. Defendió que el plan original era demasiado ruidoso y lo cambió por un ataque en una zona pantanosa llamada bahía Cochinos. Pero, incluso sobre el papel, la idea de que un grupo de guerrilleros podía invadir Cuba y derrotar al ejército de Castro era totalmente absurda", prosigue Littell.
Tim Weiner es todavía más duro: "Los Kennedy pensaban que la política exterior funcionaba como los enfrentamientos a puñetazos en las habitaciones inundadas de humo del Partido Demócrata: retorciendo brazos, haciendo pactos y tomando decisiones a sangre fría. Utilizaron la CIA como una especie de policía. Y los resultados no fueron buenos". En Legado de cenizas, basándose en documentos desclasificados, Weiner revela que "mucho antes de que Nixon crease su unidad de fontaneros con veteranos de la CIA, Kennedy utilizó la agencia para espiar a los estadounidenses". La afición de los Kennedy hacia las operaciones encubiertas se tradujo en cifras: Eisenhower ordenó 170 en ocho años de mandato, los Kennedy ordenaron 163 en apenas tres.
¿Y el presente? Tras el 11-S, dentro de la guerra contra el terrorismo de la Administración de Bush, la CIA recuperó su licencia para matar o, en palabras de un veterano de la organización, "se quitó los guantes". Eso se ha convertido en los vuelos secretos, en la tortura de sospechosos, en los secuestros de ciudadanos en terceros países y, en general, en uno de los mayores escándalos en los que se ha visto envuelta la agencia en toda su existencia. No es que la implicación de la CIA en malos tratos sea algo nuevo, como demuestra Gordon Thomas en su último libro, Las armas secretas de la CIA, que acaba de publicar Ediciones B, pero nunca había alcanzado esta escala.
La incapacidad para prever el 11-S demostró que EE UU carecía de fuentes y de información fiable en el núcleo duro del terrorismo islámico y de Al Qaeda. Un antiguo miembro de la división para Oriente Próximo dijo: "La CIA probablemente no tiene ni un solo agente que pueda hacerse pasar por un musulmán fundamentalista y que esté dispuesto a pasar varios años de su vida con comida de mierda y sin mujeres en las montañas de Afganistán. Por Dios, si la mayoría vive en Virginia". Un oficial, todavía en activo, afirmó: "Las operaciones que incluyen la diarrea como forma de vida no existen". Siete años después, la situación no parece haber mejorado, y, de hecho, Osama Bin Laden seguía en libertad en el séptimo aniversario del 11-S.
"Rusia, China e incluso Irán son nuevas superpotencias, que cada día son más poderosas. Y no sólo eso: la CIA no sabe casi nada sobre los talibanes o incluso sobre los narcóticos que fluyen desde Afganistán", afirma el veterano Robert Baer, que se muestra tajante sobre la tortura: "No vale para nada, sólo sirve para destruir las leyes internacionales".
"Bush y Cheney han debilitado a la CIA y a Estados Unidos", señala Robert Littell. "Y se tardarán muchos años antes de que una nueva Administración sea capaz de deshacer el daño que han infligido". El legado de cenizas sigue vivo.
El mejor amigo de James J. Angleton, el responsable de las operaciones encubiertas de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de Estados Unidos, el tipo encargado de detectar a los agentes dobles, fue durante décadas Kim Philby, espía soviético y el topo más famoso de todos los tiempos. El 20 de septiembre de 1949, la CIA, con unos despachos que todavía olían a nuevo, informaba a Truman de que la URSS tardaría al menos cuatro años en hacerse con armamento nuclear. Tres días más tarde, el presidente anunciaba al mundo que Stalin tenía la bomba. El 30 de octubre de 1950, la CIA transmitía a la Casa Blanca que era "inverosímil" que China entrase en la guerra de Corea. Dos días más tarde, 300.000 soldados chinos cruzaron la frontera y casi echan a los estadounidenses al mar. En noviembre de 1956, el entonces director de la CIA, Allen Dulles, informaba al presidente Eisenhower de que "el 80% del ejército húngaro se había pasado a los rebeldes" que encabezaban la primera revuelta contra el poder soviético en Europa oriental. Los tanques de la URSS demostraron en pocos días hasta qué punto estaba equivocado: 2.500 húngaros murieron en la represión, 200.000 abandonaron el país, y se instaló en Budapest una dictadura de corte estalinista. Bahía Cochinos y todos los intentos para acabar con Fidel Castro, la invasión soviética de Checoslovaquia, la revolución iraní de Jomeini o el auge del terrorismo islámico tras la guerra de Afganistán, la caída del muro y la desaparición de la URSS; por no hablar del mayor fallo de todos, el 11-S, ni de las inexistentes armas de destrucción masiva de Sadam Husein...
Esa interminable serie de fracasos es lo que el premio Pulitzer Tim Weiner llama Legado de cenizas, el título de su historia del espionaje estadounidense, que la editorial Debate publica la próxima semana en castellano y que la prensa internacional ha saludado como el mejor libro sobre la Compañía. "La mala información destruye naciones", explica Weimer, reportero experto en espionaje de The New York Times, en conversación telefónica desde su casa de Manhattan. "¿Por qué los troyanos aceptaron el caballo de los griegos? Por falta de información. La buena inteligencia salva vidas, la mala inteligencia mata a la gente. ¿Qué hacemos en Irak? Llevamos más tiempo en ese conflicto que lo que estuvimos en la II Guerra Mundial. ¿Usted cree que si la CIA hubiese dicho: 'Sadam no tiene armas de destrucción masiva, las eliminó en los noventa', Estados Unidos hubiese ido a la guerra? Lo dudo". Y este veterano periodista, que lleva años informando desde frentes de la guerra contra el terrorismo como Afganistán o Pakistán, prosigue: "El espionaje es amoral y no se puede juzgar desde criterios morales. Es la segunda profesión más antigua del mundo. Todo el mundo espía a todo el mundo, enemigos, amigos, aliados... Es lo que hacen todos los Gobiernos, y es ingenuo escandalizarse porque es algo que necesitamos. Sin una buena inteligencia no existe la defensa ni la política exterior".
Como señalaba The Economist, "muchos libros se han empeñado en mostrar lo mal que se comporta la Agencia Central de Inteligencia. En este apasionante y persuasivo ensayo, Tim Weiner demuestra lo mal que hace su trabajo". A lo largo de años, este veterano periodista, que recibió el Premio Pulitzer en 1988 cuando escribía para The Philadelphia Inquirer y que desde hace dos décadas es el corresponsal para asuntos de seguridad nacional de The New York Times, ha recopilado una cantidad insólita de información inédita a través de documentos desclasificados o de entrevistas con cientos de agentes de la organización. El resultado es apabullante y también desolador. No sólo por las acciones encubiertas en los cinco continentes, que han costado la vida a miles de personas, sino porque, según este autor, la agencia no ha llegado a cumplir su principal objetivo: defender a EE UU. La frase con la que empieza su libro lo dice todo: "En el presente volumen se describe cómo el país más poderoso en toda la historia de la civilización occidental ha sido incapaz de crear un servicio de espionaje de primera línea, un fracaso que actualmente representa un peligro para la seguridad nacional de Estados Unidos".
El título del libro de Weiner, que recibió el National Book Award en EE UU, recoge una frase de Eisenhower, que le espetó a Dulles al final de su mandato: "La estructura de nuestros servicios de información no funciona. Nada ha cambiado desde Pearl Harbour. He sufrido una derrota de ocho años en esto. Dejaré un legado de cenizas a mi sucesor".
Sin embargo, sin este "legado de cenizas" no se puede entender el siglo XX; seguramente, tampoco el siglo XXI. La Compañía también ha dejado una profunda huella cultural, y no sólo con los grandes clásicos del espionaje, como John Le Carré o Graham Greene, sino a través de muchísimos autores, desde El inocente, de Ian McEwan, que transcurre en el Berlín de la guerra fría con otro de los fracasos de la CIA como telón de fondo (un gigantesco túnel excavado bajo el este para tratar de interceptar las comunicaciones soviéticas), hasta la monumental El fantasma de Harlot (Anagrama), una saga sobre la agencia de la que Norman Mailer sólo escribió el primer tomo y en la que el genial narrador concentró todo su conocimiento del siglo XX. Películas como Los tres días del Cóndor; las de la serie Bourne, sobre un asesino de la agencia cazado por sus antiguos jefes y a su vez convertido en cazador; El buen pastor, el filme dirigido por Robert de Niro en el que retrata los primeros años de la Compañía, o el último título de los hermanos Coen, Quemar después de leer, una comedia sobre las memorias de un agente, también han mantenido vivo el mito del espionaje.
La otra gran novela sobre la CIA, La Compañía, de Robert Littell, que supera los 1.000 folios, está a punto de publicarse en castellano después de un lustro de espera: saldrá a principios de 2009 editada por Alea. Robert Littell es uno de los más inteligentes autores de novelas de espionaje del panorama anglosajón. Sobre Legends, su último relato de espionaje, escribió John Updike en The New Yorker que reflejaba con maestría el mundo ruso postsoviético. "La CIA hizo algunas cosas bien y algunas realmente mal: nunca fue capaz de prever la bomba nuclear india, la caída de la URSS o que un grupo de terroristas iba a secuestrar aviones y estrellarlos contra las Torres Gemelas y el Pentágono", explica Robert Littell en una entrevista por correo electrónico. "Tras la caída de la URSS, la CIA perdió su principal enemigo y, en cierta medida, su razón de ser. La moral se hundió y se cerraron estaciones en todo el mundo. El número de expertos dentro de la CIA en terrorismo islámico y el número de lingüistas capaces de leer el Corán en árabe podía contarse con los dedos de una mano antes del 11-S".
"Sí, ha sido un gran fracaso", corrobora Robert Baer, ex miembro de la CIA, veterano de mil batallas, experto en Oriente Próximo y el agente en el que se inspira el personaje de George Clooney en Syriana, la película de Stephen Gaghan que también se sumerge en la fontanería de la agencia, concretamente en sus operaciones en Oriente Próximo. "Basta con mirar la información que se utilizó para justificar la invasión de Irak: nunca debió convertirse en un informe, era un panfleto para que la Casa Blanca pudiese vender su guerra", prosigue Baer. Su volumen de memorias, Soldado de la CIA (Crítica), es un gran libro de aventuras, quizá demasiado acrítico con los agentes de la Compañía; pero también representa un apasionante reflejo del mundo del espionaje en los años anteriores al 11-S.
Entre las muchas historias que cuenta Baer está que, tras la guerra de los Seis Días, a un analista de la CIA se le ocurrió capturar un avión soviético, llenarlo de cerdos y soltarlos en La Meca, la ciudad más sagrada del Islam, para arruinar las relaciones de la URSS con el mundo árabe. En su novela, que mezcla la realidad y la ficción, Robert Littell también recupera otra historia de la guerra fría que no tiene desperdicio: a alguien en la Compañía se le ocurrió la feliz idea de bombardear varias ciudades soviéticas con preservativos descomunales, pero en los que pusiese la letra M (de tamaño medio) para deprimir a las amantes esposas comunistas con las comparaciones. Afortunadamente no cuajaron. Pero la guerra fría era así: un combate silencioso y peligrosísimo en todos los frentes, incluso en el del surrealismo.
Preguntado sobre cómo es posible que, con unos servicios de información tan desastrosos, EE UU pudiese ganar la guerra fría, Weiner responde: "Los soviéticos la perdieron. El sistema soviético era terrible desde el punto de vista social y económico. El Estado soviético se suicidó".
La CIA fue creada por el presidente Harry S. Truman en 1947, como heredera de los servicios de inteligencia que EE UU puso en marcha durante la II Guerra Mundial, la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS en sus siglas en inglés). El principal objetivo era prevenir otro Pearl Harbour: evitar un ataque sorpresa como el que, el 7 de diciembre de 1941, permitió a Japón destruir una parte importante de la flota estadounidense en el Pacífico. Aunque, como rápidamente apunta Weiner, "el 11-S fue un segundo Pearl Harbour; esperemos que no haya un tercero". Sin embargo, desde el momento mismo de su creación, otros vieron algo más que una red para conseguir buena información sobre enemigos y amigos. Uno de los congresistas que votaron el acta inaugural de la CIA, el futuro presidente Richard Nixon, que tuvo que dimitir por su afición a escuchar a los demás, afirmó entusiasmado ante la nueva criatura del Leviatán: "Es legal, es secreto". Un documento del Consejo de Seguridad Nacional desclasificado en 2003 revelaba los principales objetivos de la CIA: "Pagar sobornos; abrir frentes anticomunistas; subvencionar movimientos guerrilleros, ejércitos clandestinos, sabotajes, asesinatos...".
Las operaciones secretas fueron innumerables: unas veces, los presidentes de Estados Unidos estuvieron al tanto; en otras ocasiones, los grandes jerifaltes de la CIA ocultaron información esencial y sólo mostraron una pequeña parte del cuadro global a sus superiores. Algunas han sido reflejadas en decenas de libros y películas, como la de bahía Cochinos, o el golpe de Estado que llevó al poder a Pinochet en Chile, o el que permitió recuperar el trono a Mohammad Reza Pahlevi, el último sha de Persia; otras, en cambio, han logrado permanecer fuera de los radares de la memoria colectiva durante décadas, como los bombardeos contra Indonesia en 1958 para apoyar una guerrilla contra Sukarno. El resultado fue un completo desastre, tanto por el coste en vidas como porque no consiguieron su principal objetivo, ni siquiera lo rozaron. Aunque no todos estaban de acuerdo. Al Pope, uno de los agentes que participaron en la operación, y que se salvó de milagro de ser ejecutado tras haber sido capturado por el ejército indonesio, afirmó: "Dijeron que Indonesia fue un fracaso. Pero les dimos bien de hostias. Matamos a cientos de comunistas, aunque seguramente la mitad de ellos ni siquiera sabían lo que significaba el comunismo".
"Las operaciones encubiertas de la CIA -tratar de cambiar el mundo en secreto- han solapado su misión más importante: tratar de conocer el mundo y sus secretos", explica Tim Weiner. "La agencia nunca fue la fuerza omnipresente que muchos imaginaron que era. Nunca tuvo una edad de oro, y su historia está llena de pequeños éxitos y fracasos de largo alcance. Es verdad que sus éxitos fueron importantes: por ejemplo, tratar de convencer a los presidentes Johnson y Nixon de que la guerra de Vietnam era un conflicto político que no se podía ganar por medios militares. Los triunfos de la agencia han salvado algunas vidas americanas, pero sus fracasos se han demostrado fatales. Primero, para los cientos de agentes de la CIA, para los miles de soldados y espías extranjeros, en cierta medida para las 3.000 personas que murieron el 11-S y para los cerca de 5.000 militares que han muerto en Irak y Afganistán. El crimen de consecuencias más duraderas ha sido la incapacidad de la CIA para llevar a cabo su misión más importante: informar al presidente de lo que ocurre en el mundo".
Una de las operaciones encubiertas más famosas fue la de bahía Cochinos, la frustrada invasión de Cuba, uno de los momentos cumbres de la guerra fría. La historia es conocida: el 12 de abril de 1961 unos 1.200 cubanos y estadounidenses, entrenados por la CIA, desembarcaron en una bahía pantanosa para acabar con la revolución castrista. En apenas tres días fueron borrados del mapa. No hubo supervivientes. El presidente en aquellos momentos era uno de los grandes mitos de la política mundial, y su papel en la invasión es todavía controvertido. ¿Qué sabía John Fitzgerald Kennedy (JFK) de lo que se preparaba? ¿Hasta qué punto estaba informado de que era imposible que el puñado de tipos mal entrenados por la CIA acabase con Castro? La imagen de Camelot -el nombre con el que se conocía a la Administración de Kennedy por su aura casi mágica- que aparece tanto en el libro de Weiner como en el de Littell está muy lejos del mito de la Casa Blanca que cambió para siempre un país y el mundo. Ambos describen una cara oculta; una enorme obsesión de los hermanos por el secretismo, el control del espionaje y las operaciones encubiertas. Quizá si JFK no hubiese sido asesinado en Dallas el 22 de noviembre de 1963 y Robert F. Kennedy en Los Ángeles el 6 de junio de 1968, el rostro menos amable de los hermanos sería mucho más conocido.
"Fue un terrible error de cálculo, en el que JFK tuvo una gran responsabilidad", explica Robert Littell sobre la Operación Bahía Cochinos. "El plan de invadir Cuba con un grupo guerrillero apoyado por Estados Unidos fue trazado por el general Eisenhower y fue heredado por Kennedy. Cuando se lo contaron por primera vez no tenía ni la experiencia ni la seguridad en sí mismo para anular una invasión ideada por el gran héroe de la II Guerra Mundial. Defendió que el plan original era demasiado ruidoso y lo cambió por un ataque en una zona pantanosa llamada bahía Cochinos. Pero, incluso sobre el papel, la idea de que un grupo de guerrilleros podía invadir Cuba y derrotar al ejército de Castro era totalmente absurda", prosigue Littell.
Tim Weiner es todavía más duro: "Los Kennedy pensaban que la política exterior funcionaba como los enfrentamientos a puñetazos en las habitaciones inundadas de humo del Partido Demócrata: retorciendo brazos, haciendo pactos y tomando decisiones a sangre fría. Utilizaron la CIA como una especie de policía. Y los resultados no fueron buenos". En Legado de cenizas, basándose en documentos desclasificados, Weiner revela que "mucho antes de que Nixon crease su unidad de fontaneros con veteranos de la CIA, Kennedy utilizó la agencia para espiar a los estadounidenses". La afición de los Kennedy hacia las operaciones encubiertas se tradujo en cifras: Eisenhower ordenó 170 en ocho años de mandato, los Kennedy ordenaron 163 en apenas tres.
¿Y el presente? Tras el 11-S, dentro de la guerra contra el terrorismo de la Administración de Bush, la CIA recuperó su licencia para matar o, en palabras de un veterano de la organización, "se quitó los guantes". Eso se ha convertido en los vuelos secretos, en la tortura de sospechosos, en los secuestros de ciudadanos en terceros países y, en general, en uno de los mayores escándalos en los que se ha visto envuelta la agencia en toda su existencia. No es que la implicación de la CIA en malos tratos sea algo nuevo, como demuestra Gordon Thomas en su último libro, Las armas secretas de la CIA, que acaba de publicar Ediciones B, pero nunca había alcanzado esta escala.
La incapacidad para prever el 11-S demostró que EE UU carecía de fuentes y de información fiable en el núcleo duro del terrorismo islámico y de Al Qaeda. Un antiguo miembro de la división para Oriente Próximo dijo: "La CIA probablemente no tiene ni un solo agente que pueda hacerse pasar por un musulmán fundamentalista y que esté dispuesto a pasar varios años de su vida con comida de mierda y sin mujeres en las montañas de Afganistán. Por Dios, si la mayoría vive en Virginia". Un oficial, todavía en activo, afirmó: "Las operaciones que incluyen la diarrea como forma de vida no existen". Siete años después, la situación no parece haber mejorado, y, de hecho, Osama Bin Laden seguía en libertad en el séptimo aniversario del 11-S.
"Rusia, China e incluso Irán son nuevas superpotencias, que cada día son más poderosas. Y no sólo eso: la CIA no sabe casi nada sobre los talibanes o incluso sobre los narcóticos que fluyen desde Afganistán", afirma el veterano Robert Baer, que se muestra tajante sobre la tortura: "No vale para nada, sólo sirve para destruir las leyes internacionales".
"Bush y Cheney han debilitado a la CIA y a Estados Unidos", señala Robert Littell. "Y se tardarán muchos años antes de que una nueva Administración sea capaz de deshacer el daño que han infligido". El legado de cenizas sigue vivo.
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