5 sept 2008

La Hagadá de Sarajevo

El manuscrito que unió a judíos y musulmanes
GERALDINE BROOKS
Publicado en El País Semanal (www.elpais.com) 31/08/2008;
Dos familias, dos guerras, dos rescates, un códice. La autora de ‘Los guardianes del libro’, de próxima publicación en España, relata aquí una historia de solidaridad entre culturas. Todo empieza en nuestro país en el siglo XIV con un manuscrito judío. Por avatares de la historia, el texto acaba en Sarajevo. El siglo XX termina de configurar una cronología alimentada por el terror. En 1941, Dervis Korkut es el jefe de la Biblioteca Nacional de la capital bosnia. Es musulmán, pero uno de los libros que más protege es la ‘Hagadá’, aquel texto judío nacido en el otro extremo de Europa. Con astucia, lo salva de la destrucción segura a manos del ejército nazi que invade la ciudad. Ese volumen es la metáfora de otros dos rescates: Dervis salva a Mira, una muchacha hebrea que huye de la barbarie, y Mira salva, muchos años y suplicios después, a la hija de Dervis. La ciudad de Tel Aviv completa este círculo dibujado a lo largo de los tiempos.
Cuando las potencias del Eje conquistaron y dividieron Yugoslavia en la primavera de 1941, Sarajevo no salió bien librado. La ciudad se vio de pronto absorbida por una Croacia que no era sino una marioneta nazi y con su tolerante y cosmopolita cultura aplastada por el ejército invasor alemán y la fascista Ustacha croata. Ante Pavelic, aliado de Hitler, que había dirigido la Ustacha [organización nacionalista croata] en la década de 1930, proclamó que su nuevo Estado debía quedar “limpio” de judíos y serbios: “No quedará piedra sobre piedra de nada que alguna vez les haya pertenecido”.
El terror se desató el 16 de abril, cuando el ejército alemán entró en Sarajevo y saqueó las ocho sinagogas de la ciudad. El pinkas de Sarajevo, un registro completo de la comunidad judía desde sus inicios, fue confiscado y enviado a Praga y nunca se pudo recuperar. A continuación llegaron las deportaciones. Los judíos, gitanos y serbios de la resistencia recurrieron frenéticamente a sus vecinos musulmanes o croatas para que los escondieran. El miedo a la denuncia se extendió por la ciudad y penetró en todos los lugares de trabajo, incluidos los impresionantes vestíbulos neorrenacentistas del Museo Nacional de Bosnia.
El jefe de la biblioteca del museo, un erudito islámico llamado Dervis Korkut, ya había dejado claros sus sentimientos antifascistas en un artículo que defendía a los judíos de la ciudad. Era un hombre atractivo y elegante, con un bigote cuidadosamente recortado, que vestía trajes de tres piezas bien acompañados por un fez. A principios de 1942, cuando Korkut oyó que un comandante nazi, el general Hans Johann Fortner, se había presentado en el museo para hablar con su director, temió por el más preciado tesoro de la biblioteca del museo, una obra maestra del judaísmo medieval conocida como la Hagadá de Sarajevo. Una Hagadá –de la raíz hebrea HGD– relata la historia del éxodo de Egipto, que los judíos tienen la obligación de contar a sus hijos. Se coloca en la mesa durante la cena de la Pascua judía. Las manchas de vino en las páginas dan fe de que este libro, a pesar de su lujoso diseño, se utilizó en dichas fiestas.
Corrían rumores en esa época de un incipiente plan de Hitler para crear un Museo de una Raza Extinta. Las sinagogas y los edificios comunitarios de Josevof, el barrio judío de Praga, se habían salvado de la destrucción para que, cuando se hubiese exterminado a todos los judíos de Europa, se convirtiese en una caricaturesca ciudad que pudiesen visitar los turistas arios. Al final de la guerra, los alemanes se habían hecho con un botín de más de 30.000 objetos judaicos: mantos de seda para la tora, chales de oración, copas y platos rituales de plata, retratos y objetos domésticos que eran el reflejo de siglos de vida judía. Y había más de 100.000 libros yiddish y hebreos. Es fácil que la Hagadá de Sarajevo fuese uno de ellos.
Cuando el director del museo, un respetado arqueólogo croata que no hablaba alemán, llamó a Korkut para que hiciese de intérprete, unos minutos antes de reunirse con Fortner, Korkut suplicó que se le permitiese guardar la Hagadá y mantenerla fuera del alcance nazi. El director se mostraba reacio: “Arriesgarás tu vida”. Korkut respondió que, como Kustos (conservador de los 200.000 volúmenes de la biblioteca), era responsable del libro. De manera que los dos hombres se dirigieron a toda prisa al sótano, donde estaba la Hagadá, guardada en una caja fuerte cuya combinación sólo conocía el director. Éste sacó el libro. Korkut se levantó la chaqueta, metió el pequeño códice, que medía unos 15 por 23 centímetros, en la cinturilla de sus pantalones y los dos señores volvieron a subir las escaleras para encontrarse con el general.
El hombre que estaba tan decidido a proteger un libro judío era el vástago más joven de una próspera familia de alims (intelectuales) musulmanes, famosa por haber dado varios jueces de la ley islámica. El hermano de Dervis, Besim, un profesor de árabe, realizó la primera traducción buena del Corán al serbocroata. Dervis, nacido en 1888 en la antigua capital otomana de Bosnia, Travnik, aspiraba a ser médico, pero su padre insistió en que continuara con la tradición familiar de los estudios religiosos. Estudió teología en la Universidad de Estambul e Idiomas de Oriente Próximo en la Sorbona. Hablaba al menos 10 idiomas y durante un tiempo fue el responsable del Ministerio de Asuntos Religiosos del Reino de Yugoslavia y ejerció como cónsul honorario en Francia. Su interés más permanente era el que sentía por la cultura de las comunidades minoritarias de Bosnia, incluidos albanos y judíos.
El apasionado interés de Korkut por la diversidad cultural de Bosnia se ponía de manifiesto en sus estudios del arte y la literatura de la región. De todos los tesoros a su cargo, ninguno encarnaba la diversidad o la fragilidad de la armonía intercultural tan profusamente como la Hagadá de Sarajevo. El pequeño códice de pergamino, rico en pan de oro y plata, y abundantemente iluminado con pigmentos preciosos hechos de lapislázuli, azurita y malaquita, había sido creado en España, quizás en una época tan temprana como mediados del siglo XIV, cuando convivían las comunidades judías, cristianas y musulmanas. Las ilustraciones se asemejan a las de los salterios cristianos medievales, pero parte de la decoración de las páginas hace pensar en un estilo ornamental islámico. Hasta que se supo del códice en 1894, entre los historiadores del arte se creía que la pintura figurativa se había suprimido por completo entre los judíos medievales debido al precepto de los Diez Mandamientos (“No te fabricarás ninguna imagen grabada o parecida a ninguna cosa”), una prohibición que se repite en muchas sociedades islámicas y en algunas cristianas.
La supervivencia del libro es sorprendente. En 1492, los Reyes Católicos, Fernando e Isabel, promulgaron el Decreto de la Alhambra, por el que se expulsaba a todos los judíos de España. Si, como parece probable, el libro abandonó el país en esa época en manos de una familia judía, fue uno de los pocos textos religiosos de sus características que sobrevivieron a la confiscación y la destrucción.
En algún momento del siglo siguiente, la Hagadá recorrió el camino hasta Venecia, donde una comunidad políglota judía prosperaba en una isla diminuta. Los primeros judíos, entre ellos algunos banqueros prestamistas alemanes, habían llegado en 1516. Después vinieron los judíos levantinos, cuyos lazos con Egipto y Siria eran valiosos para el vasto negocio comercial de la ciudad. Los exiliados de la Península Ibérica hicieron que se incrementase la población de forma gradual, y sus viviendas de muchas plantas, pegadas unas a otras, llegaron a ser las más altas de la ciudad. Venecia brindaba a los judíos unos derechos de propiedad y una protección legal que raramente igualaba ningún otro lugar de Europa. Aun así, tenían que llevar un gorro de color que los identificase cuando salían del gueto. Se les prohibía ejercer la mayoría de los oficios, incluido el de impresor, y cualquier libro hebreo que no fuese aprobado por un censor eclesiástico de la Inquisición papal se destruía en quemas públicas.
Un sacerdote católico, Giovanni Domenico Vistorini, examinó la Hagadá en 1609. Vistorini no encontró nada que objetar a la Hagadá. Su inscripción latina, Revisto per mi (revisado por mí) discurre con despreocupada fluidez bajo las últimas líneas del texto hebreo.
Es un misterio cómo o cuándo el libro abandonó Venecia y llegó a Sarajevo. Fue adquirido por el museo en 1894, cuando una familia judía indigente de apellido Kohen lo puso en venta. Debido a que Bosnia estaba ocupada por Austria-Hungría en aquel entonces, la Hagadá se envió para su evaluación a la capital del imperio, Viena, donde se la acogió como una obra maestra y donde posteriormente un conservador inepto la dañó al cortar las hojas de pergamino y estropear la encuadernación. Nadie sabe cómo eran las tapas originales, pero la mayoría de los libros en los que se usan de forma tan generosa el pan de oro y los pigmentos preciosos también tienen cubiertas elaboradas: cabritilla labrada a mano, repujados de plata o incrustaciones de madreperla. El conservador vienés desechó la cubierta que tenía el libro en 1894 y la sustituyó por unas tapas baratas con un inapropiado diseño floral turco.
Éste era el libro oculto bajo la chaqueta de Dervis Korkut en 1942, mientras hacía de intérprete para el general Fortner. Fortner era muy temido en Sarajevo: además de estar al mando de su propia división del ejército, supervisaba un regimiento fascista croata conocido como la Legión Negra. Con la reputación de ser el más despiadado de los aliados nazis, la Legión Negra se dedicaba a masacrar a serbios y judíos; también torturaba y mataba a aquellos que eran sospechosos de simpatizar con la resistencia de partisanos. Después de la guerra, Fortner fue juzgado por estos crímenes por un tribunal yugoslavo. Fue ahorcado en Belgrado en 1947.
En la oficina del director del museo, después de charlar durante unos minutos de temas sin importancia, Fortner fue al grano: “Y ahora, por favor, entrégueme la Hagadá”.
El director del museo fingió sentirse consternado. “Pero, general, uno de sus oficiales ya ha estado aquí y exigió que se la entregara”, le respondió. “Naturalmente, se la entregué”.
Korkut lo tradujo.
“¿Qué oficial?”, gritó Fortner. “¡Dígame su nombre!”.
La respuesta fue astuta: “Señor, no me pareció apropiado exigirle que me diese su nombre”.
En los artículos especializados sobre la Hagadá de Sarajevo hay versiones contradictorias sobre lo que sucedió a renglón seguido. Algunas afirman que Korkut escondió el pequeño volumen dentro de la biblioteca y sencillamente lo colocó fuera de su lugar. Según la versión más dramática, saltó por una ventana y se deslizó por una bajante para dejar el libro en su escondite. Para conciliar las distintas versiones, busqué a Halima Korkut, la esposa del sobrino de Dervis. Halima, que trabaja en Arlington, Virginia, como profesora de bosnio de funcionarios del Departamento de Estado que se preparan para ocupar puestos en el extranjero, se siente inmensamente orgullosa del tío de su marido.
En mitad de la traducción de una reseña biográfica de su tío, Halima se detiene: “¿Sabe? Si realmente desea saber lo que pasó durante la guerra, debería hablar con su mujer”. Me quedé atónita al oír que la viuda de un hombre que estaba en la cincuentena al estallar la II Guerra Mundial todavía seguía viva. Desde luego, ninguno de los eruditos que habían escrito acerca del rescate de la Hagadá la había mencionado como fuente de información. Poco después viajé a Sarajevo para conocer a Servet Korkut.
Cuando los Korkut se casaron, en 1940, menos de un año antes de la invasión de Yugoslavia, Servet, de etnia albanesa, sólo tenía 16 años; Dervis era 37 años mayor que ella. En las familias albanesas los matrimonios concertados eran lo habitual. “Pero mi padre me preguntó si me gustaba Dervis, si quería casarme con él”, cuenta Servet. “Aparentaba mucha menos edad de la que tenía. No me parecía mayor que yo. Me gustaba mucho. Y creo que esperó tanto para casarse porque me estaba esperando a mí”.
Servet recuerda con mucha claridad el día en que su marido se presentó en casa para comer con la Hagadá aún bajo su chaqueta. “Sabía que tenía un libro de la biblioteca y que era muy importante”, recuerda. “Me dijo: ‘Ten cuidado, no lo cuentes. Nadie debe saberlo, o nos matarán y destruirán el libro”. Durante el almuerzo estuvo pensando qué hacer. Esa tarde salió de la ciudad con el coche hacia Visoko, donde vivía una de sus hermanas. Desde allí llevó el libro a una aldea remota de las montañas en los alrededores de Trescovitza, donde un amigo suyo era el kodza, o imán, de la pequeña mezquita local. Allí, según Servet, permaneció oculta la Hagadá, entre Coranes y otros textos islámicos. Cuando hubo pasado el peligro, “el kodza nos la trajo y Dervis la devolvió a la biblioteca”, cuenta Servet.
El rescate de un libro judío puede que sea el hecho por el que Dervis es más recordado. Pero lo que de verdad le importa a la familia Korkut es otro rescate, el de una joven judía. Mientras Servet y yo conversábamos a la luz crepuscular de aquella tarde de primavera, ella se sentía cada vez más transportada por los recuerdos de aquel otro rescate. Era una historia de valentía, traición y restitución.
En abril de 1942, no mucho después de haber llevado la Hagadá a un lugar seguro, Dervis volvió a ausentarse de la biblioteca y a presentarse en casa de forma inesperada. Esta vez, recordaba Servet, necesitaba esconder a una persona. “Ésta es una chica judía’, me dijo. ‘Tenemos que mantenerla a salvo aquí”. Servet recuerda a una mujer joven, de poca estatura, con gafas y aspecto intelectual, que había sido una estudiante de último curso de instituto antes de que las leyes de númerus clausus impidieran a los judíos asistir a centros públicos. “Por supuesto, yo la acepté”, cuenta Servet. Le dio uno de sus propios velos tradicionales musulmanes, un zar, que oculta el cuerpo y la mayor parte de la cara, como un chador. La chica se llamaba Mira Papo, pero los Korkut la llamaban Amira para hacerla pasar por una criada musulmana a la que la familia de Servet había enviado desde un pueblo albanés para que la ayudase con el pequeño hijo de los Korkut, Munib. “Le dije que si alguien aparecía en la puerta debía esconderse en la despensa”. Servet relata que las dos, ambas de 19 años, se hicieron muy buenas amigas. A pesar del tremendo riesgo, “me encantaba tener a alguien de mi edad conmigo”, afirma. “Me llamaba tita Servet”.
Mira Papo, como la mayoría de los 10.000 judíos que había en Sarajevo antes de la guerra, provenía de una familia de sefardíes que hablaban ladino, descendientes de exiliados españoles que, a lo largo de los siglos, habían hecho el mismo viaje que la Hagadá de Sarajevo. Los Papo no eran ni prominentes ni prósperos: el padre de Mira, Salomon Papo, trabajaba como conserje en el Ministerio de Economía; su abuelo era un trabajador del campo que vendía semillas en el mercado callejero de Sarajevo.
No mucho después de que las fuerzas de la Ustacha croata iniciasen la limpieza étnica de Sarajevo eliminando a serbios y judíos, el padre de Mira cayó, junto con otros hombres judíos, en una redada y fue enviado a uno de los denominados campos de trabajo. Estos campos eran en realidad poco más que estaciones de paso de inanición y brutalidad en la ruta hacia las fosas de Bosnia.
A las mujeres se las llevaron más tarde ese mismo año. Mira desobedeció una orden de congregarse en un centro comunitario judío. Cuando descubrió que su madre y dos de sus tías estaban retenidas allí, se coló en el edificio trepando por una ventana trasera y las instó a que intentasen escapar. Cuando se negaron, dijo que se quedaría con ellas, pero insistieron en que se alejase. Desde un escondite vio cómo metían a las mujeres en camiones.
Mira se las arregló para huir de Sarajevo y se unió a la resistencia de partisanos comunistas. En esta etapa inicial de la resistencia había dos fuerzas antifascistas: los partisanos comunistas de Tito y el grupo mayoritariamente serbio de los chetniks, anticomunistas que buscaban la restauración del rey yugoslavo en el exilio, Pedro II. Durante algún tiempo los dos grupos enterraron sus diferencias ideológicas, pero, finalmente, los chetniks se volvieron contra los partisanos y, en marzo de 1942, éstos acabaron desorganizados, con muchas bajas y un número cada vez mayor de desertores. Tito ordenó una cruel reorganización de sus fuerzas. Les dieron instrucciones de esperar en el terreno durante medio día, hasta que las unidades reorganizadas abandonasen la zona. Luego debían regresar a Sarajevo. A todo el que desobedeciese le matarían.
Los judíos abandonados se dividieron en grupos pequeños de tres o cuatro personas para aumentar sus posibilidades de eludir las patrullas alemanas. Durante días y noches los jóvenes judíos recorrieron el bosque perseguidos constantemente por los alemanes y sus perros. Aquellos a los que descubrían solían morir de forma atroz. De los 30 partisanos, sólo unos cuantos lograron regresar vivos a Sarajevo. Mira era una de ellos.
“Entré en Sarajevo un día de primavera al amanecer. Las calles seguían vacías”, escribió más tarde. Llevaba unos cuantos huevos envueltos en una bufanda que le había dado la familia de una de sus camaradas. La madre de la chica también le había proporcionado documentos que permitieron a Mira entrar en la ciudad ocupada.
Exhausta y apesadumbrada, Mira vagó sin rumbo fijo hasta llegar al centro de la ciudad. Perdida en sus pensamientos, de pronto se dio cuenta de que había llegado al edificio del Ministerio de Economía, donde su difunto padre había trabajado como conserje. La única luz que había en el edificio a esas horas provenía de la portería. Mira oyó pasos y un hombre apareció entre las sombras. Ella le reconoció. El portero era un hombre decente y honrado que había sido amigo de su padre. “Pronuncié su nombre y el saludo tradicional bosnio: ‘Que Dios nos ayude”.
No la reconoció después del año de privaciones que había pasado. “Entonces me preguntó: ‘¿Eres Salomonova?’ (la hija de Salomon). Dije que sí con la cabeza y rompí a llorar”.
El portero la llevó a un guardarropa y ella le contó la historia de su huida. Al terminar le dijo: “Sálveme si puede. Si no, entrégueme a la Ustacha”. Tomándola de la mano, la llevó a la portería del cercano Museo Nacional, donde estuvo esperando durante lo que le “pareció una eternidad”. El portero no había dicho “ni una palabra” y no tenía ni idea de cuáles eran sus intenciones.
Por fin, regresó con un caballero de aspecto distinguido que llevaba un fez. La sacó del museo por una puerta trasera y la condujo a su casa. Durante cuatro meses Mira vivió escondida con los Korkut. Luego, en agosto, se presentó un extraño que traía un sobre para ella con documentos de identidad falsos y un billete de tren. Una tía que estaba casada con un católico lo había organizado todo para que se escondiese en la casa de una familia de la costa dálmata, donde no había alemanes. Se quedó allí hasta el final de la guerra.
Después del conflicto, cualquiera que hubiera sido miembro de los partisanos estaba bien situado dentro del nuevo Gobierno de Tito. Mira regresó a Sarajevo y fue nombrada oficial del cuerpo médico del ejército. Se comprometió con un compañero, oficial del ejército y también antiguo partisano, llamado Bozidar Bakovic. Su futuro en la era comunista parecía asegurado.
Pero un día de junio de 1946, como más tarde escribiría Mira, iba caminando por la ciudad cuando “una mujer desconocida cayó a mis pies”. Suplicaba ayuda para su marido, que estaba siendo juzgado como colaborador nazi. Mira no tenía ni idea de quién era la mujer. “Le pregunté de qué me conocía. Se quitó su velo negro y reconocí a la mujer de Dervis Effendi. Llevaba de la mano a un niño de cuatro años que era un bebé cuando me fui en 1942”.
En la Yugoslavia posterior a la guerra, a medida que Tito reforzaba su posición en el poder, utilizaba los juicios por crímenes de guerra para acallar las voces disidentes. Dervis Korkut se mostraba igual de reacio a aceptar los excesos del comunismo como se había mostrado con los del fascismo. Se había convertido en un detractor sin pelos en la lengua de las actitudes opresivas de Yugoslavia hacia la religión y del plan de su nuevo primer ministro de arrasar los antiguos edificios otomanos de Sarajevo y sustituirlos por bloques modernistas de estilo soviético. También había recopilado una lista de nombres de personas ejecutadas por los chetniks en Bosnia oriental. Para el régimen de Tito, que había concedido la amnistía a los derrotados chetniks (aunque no a la fascista Ustacha) y que veía la supresión de las desavenencias intercomunales como crucial para la consolidación del Estado comunista unificado, la elaboración de dicha lista era poco conveniente. Al cabo de poco tiempo, el nombre de Dervis Korkut apareció entre los de quienes habían ayudado a los fascistas. En Zenitsa, una cárcel conocida por su dureza, le pusieron en una celda de aislamiento.
La tarde en que Servet hablaba conmigo sobre Mira recordaba aquel día de desesperación en el centro de Sarajevo. “No recuerdo haberme arrodillado”, decía sarcásticamente cuando le leí el relato posterior de Mira. Ésta le aseguró que testificaría ante el tribunal en su defensa.
Pero Mira no apareció en el juicio. Su prometido temía que la cólera del partido se volviera contra ella, quizás, incluso, de manera letal. Se negó a dejarla salir del piso para que prestase testimonio en favor del hombre que le había salvado la vida. En los años que siguieron, a pesar de que Mira tuvo que padecer más penurias, el recuerdo de Korkut siguió persiguiéndola. Dio por hecho que le habían ejecutado e imaginó a su amiga Servet criando a su hijo sola.
El marido de Mira murió tan sólo dos años después, debido a una infección cerebral que contrajo mientras cavaba fosas comunes para los muertos de la guerra en Sutjeska. Tras haber perdido a toda su familia en la guerra, Mira se encontró sola con dos bebés, Daniel y Davor. Debido a su reciente desmovilización del Ejército, perdió el derecho a una vivienda militar y estuvo sin casa hasta que un amigo de sus padres le ofreció una habitación. Mira presionó al ejército con enorme determinación hasta que fue readmitida como oficial médico, a cargo de la salud pública de la costa dálmata.
Davor, ahora un enjuto hombre de 60 años, recuerda haber ido en bote con su madre durante sus recorridos, con soldados haciendo de niñeras. Finalmente se establecieron en Rijeka, en la costa norte. La ciudad tenía un centro comunitario judío y Davor recuerda su sorpresa cuando, por primera vez, su madre, antirreligiosa y comunista comprometida, le llevó allí para celebrar la Januká. Terminó por sentir apego por su herencia judía. En 1969, tras terminar su servicio militar, conoció por casualidad al capitán de un carguero israelí y, movido por un impulso, se embarcó en él y se estableció en Israel. Primero se unió a un kibbutz y después se trasladó a una cooperativa agrícola, o moshav, en las colinas de Judea, donde ahora trabaja los metales y es escultor. Mira le siguió hasta Israel en 1972, dos años más tarde. En la ciudad de Afula aprendió hebreo y trabajó en una fábrica cosiendo uniformes del ejército. Más tarde se unió al kibbutz de Davor, donde trabajaba en la lavandería y ayudaba a dirigir el centro comunitario. En 1978 se trasladó a Jerusalén para estar más cerca de la pequeña comunidad israelí de antiguos ciudadanos de Sarajevo.
Durante la desintegración de Yugoslavia y el sitio de Sarajevo, entre 1992 y 1995, Israel acogió temporalmente a refugiados bosnios. Probablemente fue uno de ellos quien abandonó un periódico atrasado que Mira se encontró en 1994. El periódico estaba impreso en serbocroata y en él se trataban temas de interés para los judíos de la antigua Yugoslavia. Había en él un artículo en que se recordaba a Dervis Korkut. Maravillada, Mira leyó el relato de las buenas obras del hombre al que había fallado. El artículo relataba el papel que tuvo Dervis en la salvación de la Hagadá de Sarajevo, que una vez más había sido rescatada durante la guerra por manos musulmanas. (En 1992, cuando el museo fue bombardeado por las fuerzas serbias, que más tarde redujeron las bibliotecas de la ciudad a cenizas, un bibliotecario llamado Enver Imamovic recuperó el libro y lo guardó en secreto en la caja fuerte de un banco). A medida que leía el relato, Mira se dio cuenta de que Darvis no había sido ejecutado, como ella siempre había supuesto. Se enteró de que había muerto, ya anciano y por causas naturales, en 1969. La esposa de Davor recuerda que su suegra, después de descubrir el artículo, se puso a sollozar y a murmurar en serbocroata. Era la primera vez que ella o Davor oían hablar de Dervis Korkut.
La adolescente que Korkut había rescatado en 1941 tenía ahora 72 años. Decidió prestar el testimonio que no llegó a prestar en el juicio de Korkut. Un día de invierno de 1994, Mira se sentó a escribir una carta de tres páginas dirigida a la Comisión para la Designación de los Rectos en Yad Vashem, el centro conmemorativo israelí dedicado a los estudios sobre el Holocausto. Mecanografiada de forma inexperta en serbocroata, con los acentos añadidos a mano, la carta declara en un preámbulo más bien formal que lo que sigue es “mi verdadera historia sobre la forma en que Dervis Effendi Korkut me salvó de una muerte segura”. Con frases formales y rebuscadas, Mira detalla por qué no prestó su ayuda a Dervis Korkut.
Al describir lo que realmente ocurrió esperaba enmendar algunas cosas. “Tal vez este modesto material sirva para dar a conocer su identidad como gran amigo de los judíos de Bosnia desde mucho antes de la II Guerra Mundial. Soy la única que aún puede atestiguar que Dervis era realmente así, incluso en una época en la que teníamos muy pocos amigos verdaderos”. Mira murió en 1998, sólo un año antes de poder ver hasta qué punto su testimonio tardío serviría para lograr la restitución que deseaba.
En la época en que escribía su relato, Servet Korkut se encontraba exiliada fuera de Sarajevo en contra de su voluntad. Tras sufrir un pequeño infarto cardiaco vivía con su hijo, Munib, en París. Se quedó atónita cuando un diplomático israelí la llamó para decirle que ella y Dervis acababan de ser nombrados rectos entre las naciones. Sus nombres quedarían inscritos en los jardines de Yad Vashem, no muy lejos de los árboles plantados en memoria de los rescatadores de judíos más conocidos, como Raoul Wallenberg y Oskar Schindler. Debido a que no podía viajar a Israel para ver sus nombres inscritos, se celebró una ceremonia para ella en la Embajada de Israel en París. Se le entregó un certificado honorífico y una medalla y se le informó de que tenía derecho a la nacionalidad israelí. También se le concedió un estipendio mensual de la Fundación Judía para los Rectos, una organización con sede en Nueva York que proporciona apoyo material a unos 1.300 salvadores ancianos.
“Mira me llamó a París”, cuenta Servet. Le explicó por qué no había acudido al juicio y lo atormentada que se había sentido. Servet dice que trató de consolar a su vieja amiga y le dijo que, aunque hubiese testificado, el resultado no habría sido diferente, porque el tribunal no era más que una herramienta del régimen y el régimen ya había tomado una decisión. “Mira decía que desde que dejó Yugoslavia había querido ponerse en contacto conmigo para disculparse, pero no había sido capaz de hacerlo”, explicaba Servet.
Debido a que Servet era ahora la esposa de un convicto enemigo del Estado, se le confiscó su piso y se le retiró su ración de comida. Se quedó en la calle con Munib, de cinco años, y una niña pequeña de dos y medio, Abida. La enorme y próspera familia de Dervis se mostró reacia a arriesgarse al oprobio de relacionarse con ella. De manera que Servet se fue a vivir con uno de sus parientes, un zapatero que vivía en Kosovska Mitsovitsa, en la provincia de Kosovo. Servet llegó allí con sus hijos en mitad de un brote de meningitis. Abida se contagió y 15 días más tarde murió.
Tras su liberación, a Dervis se le permitió volver a su antiguo trabajo, pero la vida no era del todo fácil. Nunca le devolvieron el pasaporte y se le negaron los derechos de ciudadanía. En 1955 nació su hija Lamija. Dervis, que entonces tenía 67 años, no deseaba tener otro hijo después de su largo cautiverio. “Él no quería, pero yo sí”, me explicaba Servet, y añadía: “Las mujeres siempre encuentran una solución”. A Lamija, 13 años menor que su hermano, se la protegió de las dificultades familiares del pasado. Munib me decía: “A pesar de que era un anciano cuando ella nació, mi hermana es claramente un reflejo de mi padre. Él se entendía a la perfección con ella”. Dervis y Lamija estuvieron muy unidos hasta que él murió. Una cosa de la que nunca le habló fue del rescate de Mira Papo, de la misma forma que Mira nunca se lo mencionó a sus hijos. Lamija sabía vagamente que sus padres habían cobijado a una mujer judía en su casa durante el sitio de Sarajevo.
Lamija se hizo economista. Se casó con un ingeniero eléctrico que era albanés, como su madre, de Kosovo. La pareja se estableció en la capital de la provincia, Pristina, y tuvo dos niños. Hacia 1999, justo cuando los Acuerdos de Daytona contribuían a dar una apariencia de normalidad a Sarajevo, Kosovo había empezado a precipitarse hacia la guerra. La mayoría albanesa de Kosovo había sido eliminada políticamente por el Gobierno serbio, y en 1998 empezó una auténtica campaña de limpieza étnica.
En marzo de 1999, cuando la OTAN se vio obligada a intervenir, empujada por las historias de atrocidades generalizadas, y empezó a bombardear las posiciones serbias, Servet estaba en Pristina visitando a su hija. “Mi madre cogió el último autobús para Bosnia”, relata Lamija. “Le dije: ‘No quiero que tengas que pasar por otra guerra”. Tras la marcha de Servet, Lamija y su marido se pasaron días enteros hablando por teléfono y tratando de conseguir visados que les permitieran a ellos y a sus hijos salir del país. Mientras su marido llamaba a sus familiares en Suecia, Lamija se puso en contacto con Munib, que llamó a todas las puertas posibles y recurrió a sus amigos en el Ministerio de Asuntos Exteriores de París. Fue en vano. A continuación intentó evacuar a sus hijos, que tenían 19 y 16 años. Con gran dificultad se las arregló para sacarles de la ciudad.
Poco después de que los niños se fueran, el piso de Lamija se quedó de repente sin electricidad. Luego su línea de teléfono dejó de funcionar. A través de la pared del apartamento podía oír el sonido del teléfono en el piso de al lado. Sus vecinos eran serbios, y se dio cuenta de que les habían cortado la línea debido a su etnia.
El 2 de abril, Lamija oyó a las milicias serbias llamar a la puerta de sus vecinos del piso de abajo y ordenarles que salieran. Ella y su marido se unieron a miles de refugiados que aparecían camino de la estación de tren. Se sentían afortunados por caber en un tren abarrotado (“27 personas en un vagón hecho para seis”, recuerda Lamija), a pesar de que no tenían ni idea de cuál era su destino. Al anochecer llegaron a la frontera con Macedonia. Con las prisas por desembarcar, perdieron las pequeñas bolsas que habían conseguido llevarse de su piso. Pero Lamija aún conservaba su bolso, y en él guardaba una fotocopia doblada del certificado honorífico de sus padres de Yad Vashem.
LOs metieron como a ganado en un campo abierto que ya estaba ocupado por miles de refugiados. Lamija miró a su alrededor, a la gente apiñada y silenciosa cuyas botas habían pisoteado el suelo suave del húmedo prado hasta convertirlo en barro. Las condiciones sanitarias eran precarias. Lamija relataba: “Había 100 litros de agua para miles de personas. La gente se peleaba. No había comida, ni mantas, ni lugar donde cobijarse. La gente estaba enferma. Algunos, moribundos”. También corrían rumores de que había meningitis en el campo, la enfermedad que había matado a su hermana tras la guerra. Cuando cayó la noche, la temperatura bajó drásticamente. Se entregaron algunos paquetes de comida y la distribución se convirtió en una rebelión. “Las personas se los arrebataban unas a otras”, recuerda Lamija. Se las arregló para conseguir dos paquetes, pero el llanto de una anciana la empujó a entregarle uno.
Esa noche, Lamija y su marido decidieron que quedarse en el campo era demasiado peligroso. A las tres de la madrugada, aprovechando la desorganización reinante, salieron sigilosamente del campo embarrado y caminaron en la oscuridad rumbo a la frontera con Macedonia. Cuando se toparon con un soldado que vigilaba la frontera se inventaron una historia sobre un coche que habían dejado en el otro lado. Mintieron sobre la dirección de la que venían y negaron haber estado en los alrededores del campo de refugiados. Bien sea porque se creyó la improbable historia o porque sintió pena de ellos, el soldado les dejó pasar.
Desde la seguridad de la casa de un familiar en la ciudad de Kumanovo, Lamija reanudó las frenéticas llamadas telefónicas. Primero intentó contactar con sus hijos y se sintió aliviada al saber que habían logrado llegar a Budapest. Pero les habían denegado la admisión en todas las embajadas a las que habían acudido en busca de ayuda. “Había, por entonces, casi un millón de refugiados de Kosovo”, explica Lamija, y tenían cerradas la mayoría de las puertas. La familia de su marido no había podido hacer nada por ellos en Suecia, y, desde París, Munib tampoco ofrecía esperanzas.
“¿Por qué no acudís a la comunidad judía de Skopje y veis si pueden ayudaros?”, sugirió Munib. “¿Por qué no intentarlo?”. Lamija y su marido localizaron al responsable de la comunidad judía local y le mostraron la arrugada fotocopia que tenían gracias al testimonio de Mira Papo Bakovic. El certificado incluye una cita bíblica en inglés y en hebreo: “Cuando alguien salva una vida es como salvar al mundo entero”. Los judíos macedonios, entusiasmados por tener la oportunidad de pagar una deuda de la II Guerra Mundial, se embarcaron en una actividad frenética de presiones. Al cabo de cuatro días, Lamija y su marido cogieron un avión a Tel Aviv; les prometieron que sus hijos se reunirían con ellos dos días después.
Llegaron a la terminal del aeropuerto Ben-Gurion, cegados por la intensa luz del sol mediterráneo y por los flashes de las cámaras de los periodistas. La historia de cómo Dervis, un musulmán, había salvado a Mira, y Mira, una judía, había salvado a la hija de Dervis, resultaba irresistible para los medios de comunicación israelíes, así como para los políticos. El primer ministro, Benjamin Netanyahu, estaba en el aeropuerto para darles la bienvenida. “Hoy estamos cerrando un gran círculo en el que el Estado de Israel, surgido de las cenizas, proporciona refugio a la hija de aquellos que salvaron a judíos”, declaraba.
“¿Se sienten contentos por estar en Israel?”, les gritó un reportero. Exhausta por el viaje y el calvario que lo había precedido, echando de menos a sus hijos, nerviosa por toda esa atención inesperada, insegura respecto a su futuro como refugiada en un país desconocido y muy extraño, Lamija apenas sabía qué responder.
Entonces, en medio de todo ese caos, alguien se dirigió a ella en serbocroata. “Era una sensación agradable oír a alguien que hablaba tu propio idioma”, dice. Pero no tenía ni idea de quién podía ser el hombre que la saludaba tan cariñosamente. Abriéndose paso a través de la multitud divisó una figura esbelta y enjuta a la que nunca había visto antes, con una mata de pelo negro y bigote. Abriendo sus brazos, se presentó, y Lamija se fundió en un abrazo con Davor Bakovic, el hijo de Mira Papo.
Traducción de News Clips. ‘Los guardianes del libro’, de Geraldine Brooks, se publica el 4 de septiembre en RBA.

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