El golfo y el futuro del mundo árabe/Pedro Martínez Montávez, arabista y catedrático emérito de la Universidad Autónoma de Madrid
En un artículo que publiqué en noviembre de 1990, en el que abordaba el tormentoso y ambivalente proceso de desintegración y nuevo orden que venía oprimiendo al mundo árabe oriental (maxrequí) -proceso que ha ido creciendo y enredándose progresivamente hasta ahora, y sobre el cual sólo podemos tener la certeza de que continuará y se seguirá empeorando-, insistí en un hecho que consideraba característico y fundamental: la emergencia de la región del Golfo (al Jalich) como otro protagonista nuevamente incorporado al escenario y la trama de la representación.
Escribí entonces: «Se trata de un fenómeno de extraordinaria importancia, y que en absoluto puede pasar desapercibido; por el contrario, el tiempo inmediato irá proporcionándole la categoría y dimensión principales que posee. El progresivo acceso al protagonismo -no sólo económico, como habitualmente se cree, sino también de implicación política- de la zona del Golfo es otra prueba corroborante de ese desplazamiento hacia la periferia que se va efectuando en el complicado y ajedrezado mapa del próximo Oriente». Los acontecimientos ocurridos desde entonces me han dado, al menos en este punto, la razón. Lo que tampoco tiene mucho mérito, pues la cosa se veía venir.
Sin embargo, del Golfo como entidad singular se habla poco en nuestros medios. Aclaro: se habla poco como objeto entero, y no desperdigado y fragmentado en sus diversas piezas componentes. Tampoco hay que extrañarse demasiado. Porque esto es lo que predominante y abusivamente se hace con todo lo que al complejo mundo árabe se refiere. Con ello no hacemos sino fomentar e imponer las visiones reductoras, fragmentistas, atomizadas del mismo. Quizá, porque es lo más fácil, lo más atractivo y lo que realmente interesa; lo que exige poca documentación, poco conocimiento directo y poco esfuerzo intelectual. El Golfo árabe -es decir, la parte propia y naturalmente árabe del mismo- no existe en realidad para nosotros más allá de las angustias petroleras y de las grandes, pero perecederas, reservas que acumula, de los caprichos dinásticos, de los fastos consumistas, de los espectaculares alardes arquitectónicos y urbanísticos, de los señuelos y espejismos inversores, de la contrapuesta indumentaria, masculina o femenina, de la peculiar discriminación y exclusión de la mujer. Resulta congruente: el exotismo neo-orientalista vive una renacida etapa de perverso esplendor. Como ocurrió con el orientalismo de siglos pasados, contemporáneo riguroso al menos (si no cómplice también en parte) de la empresa colonial. Este artículo no tiene nada que ver con todo ese mejunje.
La porción árabe del Golfo es un subespacio propio y natural, y constituye en gran parte las fronteras orientales del Mundo árabe, como tituló hace ya bastantes años Sayyid Nawfal un extenso libro sobre el asunto. En un artículo muy reciente, el internacionalista iraquí Yásim Yunus al-Hariri sitúa en esta zona el que Israel considera tercer cinturón de seguridad del Mundo árabe. Es un subespacio que se distingue posiblemente ante todo y, en la mayoría de los casos, por los tremendos contrastes, por las enormes diferencias, desigualdades, desequilibrios y desproporciones estructurales y perdurables. Todo lo cual contribuye decisivamente a disponerlo como área fácil y especialmente vulnerable, y al tiempo dinámica y anquilosada, penetrable y hermética. Es ésta una paradoja que caracteriza a todo el vasto espacio árabe-islámico contemporáneo, pero que en esta parte concreta del mismo, el Golfo, se manifiesta con mayor evidencia y constancia.
Ese Golfo árabe aparece como claro ejemplo de geografía política dislocada, alterada y alterable, y actúa habitualmente como tal. El dislocamiento geográfico político choca con la centralidad física, y al origen y arraigo de tal oposición contribuyó poderosísimamente la larga y variable experiencia de colonización y descolonización a la que se vio sometido. Esta actuó como factor propicio determinante del tejido de estados nacionales que lo configuran. Van desde el Estado gigantesco, la Arabia Saudí, que se extiende por las cuatro quintas partes de la Península Arábiga, hasta el minúsculo Bahrain, como ejemplo máximo opuesto. Con la demografía y la población ocurre lo contrario, aunque en algunos casos sea a la inversa, como en el muy concreto de la pareja que acaba de citar: Arabia Saudí, país extensísimo pero muy escasamente poblado, y Bahrain, país pequeñísimo, pero superpoblado. Quizá convendría añadir aquí que, según estadísticas oficiales, la población total de los países árabes del Golfo se triplicó entre los años 1975 y 2006.
Todos esos estados nacionales son entidades políticas que accedieron a la independencia y soberanía plenas en tiempos muy recientes, aunque lo fuera también en sus respectivos inicios de manera más bien formal y no total en algunos terrenos. El más antiguo de ellos no llega todavía al siglo de existencia, y ni siquiera a los 50 años la mayoría. Se trata de elementos y factores muy diversos, pero todos ellos son también generadores, desde los propios fundamentos constitutivos, de una complejísima dinámica, acumulada y amenazadora, de conflictividad y de confrontación internas, dinámica que se expresa con frecuencia imprevisiblemente y tiene un desarrollo y un final incalculables. Por ejemplo: en el establecimiento de fronteras, en la distribución de recursos y subsuelos, en las disputas territoriales tanto terrestres como marítimas. Se abona así una dialéctica germinal, angustiosa y muy difícilmente superable, de integración o desintegración de unificación o separación, y de búsqueda absolutamente necesaria de nexos, organismos e instituciones de vertebración, vinculantes, comunes y compartidos. Basta con recordar el azaroso proceso que está siguiendo la iniciativa de unificación monetaria o el del hipotético establecimiento de un mercado común, propuesta mucho más incipiente aún.
No abundan precisamente en el mundo árabe los organismos e instituciones de esa clase, los propiamente interárabes, y los pocos que hay actúan con importantes limitaciones o están paralizados. El abreviadamente llamado Consejo de Cooperación del Golfo, fundado el año 1981, y que reúne a los seis estados que configuran el subespacio árabe del Golfo (Irak al margen), es uno de esos pocos organismos interárabes, y de él no se puede decir precisamente que esté paralizado, ni mucho menos, pero sí que está limitado en sus funciones y decisiones. Consecuencia coherente e inevitable, seguramente, de su muy concreta y estricta concepción fundacional y de los propios objetivos que se marcó. El Consejo fue concebido y constituido para desarrollar una doble estrategia trabada: la del desarrollo económico dependiente del negocio petrolero, que era lo seguro, y la de seguridad y defensa, de la que carecían por completo. No entraban otras estrategias tan necesarias y urgentes como aquéllas, porque quizá eso no se quería ver ni reconocer: una estrategia social, una estrategia cultural y una estrategia política. Pero confiarlas al albur del tiempo o a la improvisación, resulta no sólo improductivo, sino también perjudicial, hasta ruinoso.
Hay mentes lúcidas y espíritus porosos en el Golfo, conscientemente situados en el presente y preocupados por el futuro, que saben bien que el ya excesivamente prolongado estado de semiletargo evasivo y autocomplaciente, en el que sus países y sus sociedades se encuentran todavía, no puede prolongarse, y que resulta absolutamente imperativo y necesario introducir importantes cambios y reformas estructurales auténticos. De no hacerlo así, ese futuro será efímero y trágico, se irán diluyendo sin remedio. El gran novelista Abderrahman Munif lo trazó magistralmente en su magna obra Ciudades de sal. Como acaba de afirmar Muhámmad Ali Fajru, un perspicaz observador árabe de la dramática coyuntura en que se encuentran, «los responsables de los estados del Golfo árabe y sus pueblos necesitan un pensamiento que vaya más allá de lo económico: un pensamiento que defienda la identidad y el ser».
No tengo tiempo ni espacio, ni quiero suscitar aquí nada que tenga que ver con la simple acción política. Voy a hacer simplemente algunas rápidas indicaciones de alcance social, cultural y existencial. Dos destacados intelectuales, el saudí Gazi al-Qusaibi y el bahraini Muhámmad Yábir Al-Ansari, por ejemplo, han insistido seriamente en la necesidad apremiante de replantearse la situación en que se encuentran los muchísimos trabajadores y empleados extranjeros existentes en la zona, en circunstancias de opresión y hasta de humillación con frecuencia, lo que genera de vez en cuando las justificadas protestas y revueltas. Es ésta una situación que tampoco puede continuar así, y que no está directamente vinculada tan sólo a la conflictividad social, sino también a la conflictividad económica, como precisa Al-Ansari: «Para el crecimiento inmobiliario, es decir, la construcción de edificios y torres, se puede disponer de miles de trabajadores extranjeros que realicen esos proyectos, pero las fábricas permanentes en esta tierra (y no falta advertir que las fábricas tradicionales no tienen ya curso después de la difusión de la alta tecnología), necesitan de forma permanente las manos hábiles y entrenadas de sus hijos. O así conviene que sea».
En realidad, la riqueza del Golfo árabe es una riqueza relativa y vulnerable, en la que los sectores no petroleros no han madurado aún, y que tienen necesariamente que diversificarse para poder enfrentarse con suficiente garantía a los enormes desafíos que la acosan. Todo esto mantiene otra tremenda desigualdad de base. De las muchas que existen y que allí parecen norma.
En el Golfo árabe está empezando a plantearse también la búsqueda de la posible identidad, que, como se sabe, es una empresa angustiosa y polémica como pocas. Basta con observar el notabilísimo desarrollo que en esos países se viene produciendo en el terreno de la educación y la enseñanza, y en los campos de la actividad literaria, cultural, intelectual, en donde «hay una generación nueva que quiere cumplir sus sueños», como alguien acaba de decir de la actividad cinematográfica. Es decir, ha empezado a plantearse también aquí un tema crucial: ¿en que consiste la arabidad del Golfo? Porque la arabidad del Golfo no debe consistir «en cuidar la túnica y el tocado, y ser negligente con la lengua y de la identidad», como advierte un agudo comentarista árabe de televisión. El Golfo ha emergido definitivamente, y su futuro es también, indisolublemente, el futuro del mundo árabe.
Escribí entonces: «Se trata de un fenómeno de extraordinaria importancia, y que en absoluto puede pasar desapercibido; por el contrario, el tiempo inmediato irá proporcionándole la categoría y dimensión principales que posee. El progresivo acceso al protagonismo -no sólo económico, como habitualmente se cree, sino también de implicación política- de la zona del Golfo es otra prueba corroborante de ese desplazamiento hacia la periferia que se va efectuando en el complicado y ajedrezado mapa del próximo Oriente». Los acontecimientos ocurridos desde entonces me han dado, al menos en este punto, la razón. Lo que tampoco tiene mucho mérito, pues la cosa se veía venir.
Sin embargo, del Golfo como entidad singular se habla poco en nuestros medios. Aclaro: se habla poco como objeto entero, y no desperdigado y fragmentado en sus diversas piezas componentes. Tampoco hay que extrañarse demasiado. Porque esto es lo que predominante y abusivamente se hace con todo lo que al complejo mundo árabe se refiere. Con ello no hacemos sino fomentar e imponer las visiones reductoras, fragmentistas, atomizadas del mismo. Quizá, porque es lo más fácil, lo más atractivo y lo que realmente interesa; lo que exige poca documentación, poco conocimiento directo y poco esfuerzo intelectual. El Golfo árabe -es decir, la parte propia y naturalmente árabe del mismo- no existe en realidad para nosotros más allá de las angustias petroleras y de las grandes, pero perecederas, reservas que acumula, de los caprichos dinásticos, de los fastos consumistas, de los espectaculares alardes arquitectónicos y urbanísticos, de los señuelos y espejismos inversores, de la contrapuesta indumentaria, masculina o femenina, de la peculiar discriminación y exclusión de la mujer. Resulta congruente: el exotismo neo-orientalista vive una renacida etapa de perverso esplendor. Como ocurrió con el orientalismo de siglos pasados, contemporáneo riguroso al menos (si no cómplice también en parte) de la empresa colonial. Este artículo no tiene nada que ver con todo ese mejunje.
La porción árabe del Golfo es un subespacio propio y natural, y constituye en gran parte las fronteras orientales del Mundo árabe, como tituló hace ya bastantes años Sayyid Nawfal un extenso libro sobre el asunto. En un artículo muy reciente, el internacionalista iraquí Yásim Yunus al-Hariri sitúa en esta zona el que Israel considera tercer cinturón de seguridad del Mundo árabe. Es un subespacio que se distingue posiblemente ante todo y, en la mayoría de los casos, por los tremendos contrastes, por las enormes diferencias, desigualdades, desequilibrios y desproporciones estructurales y perdurables. Todo lo cual contribuye decisivamente a disponerlo como área fácil y especialmente vulnerable, y al tiempo dinámica y anquilosada, penetrable y hermética. Es ésta una paradoja que caracteriza a todo el vasto espacio árabe-islámico contemporáneo, pero que en esta parte concreta del mismo, el Golfo, se manifiesta con mayor evidencia y constancia.
Ese Golfo árabe aparece como claro ejemplo de geografía política dislocada, alterada y alterable, y actúa habitualmente como tal. El dislocamiento geográfico político choca con la centralidad física, y al origen y arraigo de tal oposición contribuyó poderosísimamente la larga y variable experiencia de colonización y descolonización a la que se vio sometido. Esta actuó como factor propicio determinante del tejido de estados nacionales que lo configuran. Van desde el Estado gigantesco, la Arabia Saudí, que se extiende por las cuatro quintas partes de la Península Arábiga, hasta el minúsculo Bahrain, como ejemplo máximo opuesto. Con la demografía y la población ocurre lo contrario, aunque en algunos casos sea a la inversa, como en el muy concreto de la pareja que acaba de citar: Arabia Saudí, país extensísimo pero muy escasamente poblado, y Bahrain, país pequeñísimo, pero superpoblado. Quizá convendría añadir aquí que, según estadísticas oficiales, la población total de los países árabes del Golfo se triplicó entre los años 1975 y 2006.
Todos esos estados nacionales son entidades políticas que accedieron a la independencia y soberanía plenas en tiempos muy recientes, aunque lo fuera también en sus respectivos inicios de manera más bien formal y no total en algunos terrenos. El más antiguo de ellos no llega todavía al siglo de existencia, y ni siquiera a los 50 años la mayoría. Se trata de elementos y factores muy diversos, pero todos ellos son también generadores, desde los propios fundamentos constitutivos, de una complejísima dinámica, acumulada y amenazadora, de conflictividad y de confrontación internas, dinámica que se expresa con frecuencia imprevisiblemente y tiene un desarrollo y un final incalculables. Por ejemplo: en el establecimiento de fronteras, en la distribución de recursos y subsuelos, en las disputas territoriales tanto terrestres como marítimas. Se abona así una dialéctica germinal, angustiosa y muy difícilmente superable, de integración o desintegración de unificación o separación, y de búsqueda absolutamente necesaria de nexos, organismos e instituciones de vertebración, vinculantes, comunes y compartidos. Basta con recordar el azaroso proceso que está siguiendo la iniciativa de unificación monetaria o el del hipotético establecimiento de un mercado común, propuesta mucho más incipiente aún.
No abundan precisamente en el mundo árabe los organismos e instituciones de esa clase, los propiamente interárabes, y los pocos que hay actúan con importantes limitaciones o están paralizados. El abreviadamente llamado Consejo de Cooperación del Golfo, fundado el año 1981, y que reúne a los seis estados que configuran el subespacio árabe del Golfo (Irak al margen), es uno de esos pocos organismos interárabes, y de él no se puede decir precisamente que esté paralizado, ni mucho menos, pero sí que está limitado en sus funciones y decisiones. Consecuencia coherente e inevitable, seguramente, de su muy concreta y estricta concepción fundacional y de los propios objetivos que se marcó. El Consejo fue concebido y constituido para desarrollar una doble estrategia trabada: la del desarrollo económico dependiente del negocio petrolero, que era lo seguro, y la de seguridad y defensa, de la que carecían por completo. No entraban otras estrategias tan necesarias y urgentes como aquéllas, porque quizá eso no se quería ver ni reconocer: una estrategia social, una estrategia cultural y una estrategia política. Pero confiarlas al albur del tiempo o a la improvisación, resulta no sólo improductivo, sino también perjudicial, hasta ruinoso.
Hay mentes lúcidas y espíritus porosos en el Golfo, conscientemente situados en el presente y preocupados por el futuro, que saben bien que el ya excesivamente prolongado estado de semiletargo evasivo y autocomplaciente, en el que sus países y sus sociedades se encuentran todavía, no puede prolongarse, y que resulta absolutamente imperativo y necesario introducir importantes cambios y reformas estructurales auténticos. De no hacerlo así, ese futuro será efímero y trágico, se irán diluyendo sin remedio. El gran novelista Abderrahman Munif lo trazó magistralmente en su magna obra Ciudades de sal. Como acaba de afirmar Muhámmad Ali Fajru, un perspicaz observador árabe de la dramática coyuntura en que se encuentran, «los responsables de los estados del Golfo árabe y sus pueblos necesitan un pensamiento que vaya más allá de lo económico: un pensamiento que defienda la identidad y el ser».
No tengo tiempo ni espacio, ni quiero suscitar aquí nada que tenga que ver con la simple acción política. Voy a hacer simplemente algunas rápidas indicaciones de alcance social, cultural y existencial. Dos destacados intelectuales, el saudí Gazi al-Qusaibi y el bahraini Muhámmad Yábir Al-Ansari, por ejemplo, han insistido seriamente en la necesidad apremiante de replantearse la situación en que se encuentran los muchísimos trabajadores y empleados extranjeros existentes en la zona, en circunstancias de opresión y hasta de humillación con frecuencia, lo que genera de vez en cuando las justificadas protestas y revueltas. Es ésta una situación que tampoco puede continuar así, y que no está directamente vinculada tan sólo a la conflictividad social, sino también a la conflictividad económica, como precisa Al-Ansari: «Para el crecimiento inmobiliario, es decir, la construcción de edificios y torres, se puede disponer de miles de trabajadores extranjeros que realicen esos proyectos, pero las fábricas permanentes en esta tierra (y no falta advertir que las fábricas tradicionales no tienen ya curso después de la difusión de la alta tecnología), necesitan de forma permanente las manos hábiles y entrenadas de sus hijos. O así conviene que sea».
En realidad, la riqueza del Golfo árabe es una riqueza relativa y vulnerable, en la que los sectores no petroleros no han madurado aún, y que tienen necesariamente que diversificarse para poder enfrentarse con suficiente garantía a los enormes desafíos que la acosan. Todo esto mantiene otra tremenda desigualdad de base. De las muchas que existen y que allí parecen norma.
En el Golfo árabe está empezando a plantearse también la búsqueda de la posible identidad, que, como se sabe, es una empresa angustiosa y polémica como pocas. Basta con observar el notabilísimo desarrollo que en esos países se viene produciendo en el terreno de la educación y la enseñanza, y en los campos de la actividad literaria, cultural, intelectual, en donde «hay una generación nueva que quiere cumplir sus sueños», como alguien acaba de decir de la actividad cinematográfica. Es decir, ha empezado a plantearse también aquí un tema crucial: ¿en que consiste la arabidad del Golfo? Porque la arabidad del Golfo no debe consistir «en cuidar la túnica y el tocado, y ser negligente con la lengua y de la identidad», como advierte un agudo comentarista árabe de televisión. El Golfo ha emergido definitivamente, y su futuro es también, indisolublemente, el futuro del mundo árabe.
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