Punto de quiebra en México/Felipe Restrepo Pombo
Por primera vez los narcos mexicanos mataron civiles sin motivo. ¿Terminará México, como Colombia, con un narcoterrorismo desbocado?
Publicado en el portal de la revista SEMANA (www.semana.com) no 1379, domingo 5 de octubre:
Publicado en el portal de la revista SEMANA (www.semana.com) no 1379, domingo 5 de octubre:
Llegué a vivir a México en julio de 2006, justo en la semana en la que se decidía una de las contiendas políticas más dramáticas en la historia de este país. En ese momento se enfrentaban en las elecciones presidenciales Felipe Calderón y Andrés Manuel López Obrador, dos candidatos completamente opuestos. El primero, del partido conservador PAN, era el favorito de la clase dirigente, de la derecha católica y de la elite social. Mientras que López Obrador —apodado “El Pejelagarto” por su parecido con cierto anfibio mexicano—, del PRD, era el candidato de la izquierda: su discurso populista, centrado en la equidad social y la lucha contra la pobreza, había enamorado a las clases más bajas. Nunca —ni siquiera en la época del proceso 8.000 en Colombia— había sido yo testigo de una polarización política tan latente: el país estaba, literalmente, dividido en dos y ambos grupos estaban dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de ganar.
Al final —y después de unas controvertidas elecciones— el ganador fue Calderón, por un estrecho margen de votos. Por supuesto la polarización no se terminó ahí y aún hoy se siguen viviendo las secuelas del amargo enfrentamiento. Justamente en ese momento uno de los elementos que decidió la elección y que le dio el triunfo a Calderón fue su promesa de acabar con el crimen organizado y de declararle la guerra al narcotráfico. Su discurso de “tolerancia cero” convenció al pueblo mexicano —que históricamente se inclinaba por candidatos de izquierda— y muchos optaron por su propuesta de seguridad, muy similar a la del presidente Uribe. Hoy, más de dos años después de la elección, la guerra contra el narcotráfico está desangrando a México. Algo que era de esperarse: por mucho tiempo ninguna autoridad mexicana se había atrevido a enfrentar a los narcos de frente y estos se habían hecho intocables. Un proceso al que la mayoría de expertos se refiere como la “colombianización”. Y es que es imposible no trazar paralelismos entre el proceso que se ha vivido en los últimos diez años en México y lo que ocurrió en Colombia en las décadas de los ochenta y noventa. Hoy, en el país azteca los carteles se multiplican día a día —se llaman Los Zetas, La Familia, el Cártel de Sinaloa, por sólo mencionar algunos— y su poder se ha infiltrado en resquicios profundos del sistema. Los grandes capos, incluso, copian algunas tácticas de intimidación y de corrupción que utilizaban los colombianos en su época dorada. Y no sólo eso: en algunos casos hay relaciones estrechas entre ellos. Uno de los más famosos fue el de la alianza entre Sandra Ávila Beltrán, alias “La Reina del Pacífico” y Juan Diego Espinoza, alias “El Tigre”. Su complicidad fue tan fructífera que después de un tiempo, se hicieron amantes. Lo que es curioso es que los capos mexicanos todavía no tienen la sofisticación para camuflarse entre las ensortijadas redes legales, como lo hacen los narcotraficantes de hoy en Colombia. No se disfrazan de paramilitares, ni de guerrilleros ni de nada: son capos sangrientos, con sobrenombres terribles, al mejor estilo de Pablo Escobar o Rodríguez Gacha. Lo que no había pasado hasta el momento en México era que todo esto se tradujera en narcoterrorismo. Pero desde que Calderón le declaró la guerra al tráfico de drogas, la reacción de los afectados ha sido de una violencia y de un terrorismo sin precedentes que está aterrorizando al país. Un ejemplo es lo que ocurrió el pasado 15 de septiembre, día de la Fiesta Nacional, en Morelia, la capital del estado de Michoacán. Ese día un grupo de encapuchados llegó hasta la plaza central, cerca del Palacio de Gobierno y en el cruce de Avenida Madero y la Calle León Guzmán, y lanzaron dos granadas contra la gente que se había reunido a celebrar. Ahí se encontraban sobre todo familias, con niños y ancianos. El saldo del ataque fueron ocho muertos y cien heridos. Al día siguiente, cuando se empezaron a conocer las horribles imágenes, la gente entró en pánico. El presidente Calderón —que por cierto nació en Michoacán— dio un enérgico discurso, frente a las Fuerzas Armadas, en el que ratificó su empeño en continuar la guerra y endurecer sus políticas. El ataque de Morelia fue un golpe bajo: no sólo por la fecha o por el lugar, sino por el mensaje que traía implícito. Hasta el momento, la teoría de los expertos era que las matanzas y los ataques que se daban en el territorio mexicano eran incidentes aislados, que tenían que ver con vendettas entre criminales y venganzas entre carteles. Pero el 15 de septiembre la historia se partió en dos: por primera vez el crimen organizado atentaba contra inocentes. “Aun antes de que los jueces lo establezcan al cabo de un proceso que es imprescindible realizar, es claro que se trató de matar no sólo por matar, como cuando se ejecuta a rivales o traidores, sino de infundir dolor y miedo más allá de las víctimas inmediatas (...) La delincuencia organizada en este momento y en este país parece haber trascendido ese elemental modo de relación con las autoridades. Ahora parecen encararlas, ya sea para inducir su acción en contra de sus enemigos, ya para desafiarlas o reírse de ellas, mostrando las insuficiencias de un Estado que, para infortunio de todos, se aproxima a la definición de fallido, extremo a que se llega cuando no es capaz de garantizar la seguridad de los gobernados”, decía en su columna del 18 de septiembre en el diario Reforma, el conocido periodista Miguel Ángel Granados Chapa. Es el tema de medios, reuniones y calles. Todo el mundo tiene alguna historia cercana de violencia para contar. El pronóstico no tiene nada de alentador: nada más en las últimas dos semanas han ocurrido 25 salvajes asesinatos. Lo que más aterra a los mexicanos es que este sea sólo el inicio de una guerra sangrienta que no se sepa cuándo acabe. Se dice que cada cien años hay una revolución en México. Así ocurrió en 1810 con el Grito de Independencia y en 1910 con la Revolución Mexicana. En ambos casos el pueblo, uno de los más aguerridos y orgullosos del mundo, se levantó para cambiar el estado de las cosas en su país. Todos esperan que el 2010 no sea el año en que se inicie, y por cuenta del narcoterrorismo, una nueva revolución mexicana
*Felipe Restrepo es periodista y editor.
Al final —y después de unas controvertidas elecciones— el ganador fue Calderón, por un estrecho margen de votos. Por supuesto la polarización no se terminó ahí y aún hoy se siguen viviendo las secuelas del amargo enfrentamiento. Justamente en ese momento uno de los elementos que decidió la elección y que le dio el triunfo a Calderón fue su promesa de acabar con el crimen organizado y de declararle la guerra al narcotráfico. Su discurso de “tolerancia cero” convenció al pueblo mexicano —que históricamente se inclinaba por candidatos de izquierda— y muchos optaron por su propuesta de seguridad, muy similar a la del presidente Uribe. Hoy, más de dos años después de la elección, la guerra contra el narcotráfico está desangrando a México. Algo que era de esperarse: por mucho tiempo ninguna autoridad mexicana se había atrevido a enfrentar a los narcos de frente y estos se habían hecho intocables. Un proceso al que la mayoría de expertos se refiere como la “colombianización”. Y es que es imposible no trazar paralelismos entre el proceso que se ha vivido en los últimos diez años en México y lo que ocurrió en Colombia en las décadas de los ochenta y noventa. Hoy, en el país azteca los carteles se multiplican día a día —se llaman Los Zetas, La Familia, el Cártel de Sinaloa, por sólo mencionar algunos— y su poder se ha infiltrado en resquicios profundos del sistema. Los grandes capos, incluso, copian algunas tácticas de intimidación y de corrupción que utilizaban los colombianos en su época dorada. Y no sólo eso: en algunos casos hay relaciones estrechas entre ellos. Uno de los más famosos fue el de la alianza entre Sandra Ávila Beltrán, alias “La Reina del Pacífico” y Juan Diego Espinoza, alias “El Tigre”. Su complicidad fue tan fructífera que después de un tiempo, se hicieron amantes. Lo que es curioso es que los capos mexicanos todavía no tienen la sofisticación para camuflarse entre las ensortijadas redes legales, como lo hacen los narcotraficantes de hoy en Colombia. No se disfrazan de paramilitares, ni de guerrilleros ni de nada: son capos sangrientos, con sobrenombres terribles, al mejor estilo de Pablo Escobar o Rodríguez Gacha. Lo que no había pasado hasta el momento en México era que todo esto se tradujera en narcoterrorismo. Pero desde que Calderón le declaró la guerra al tráfico de drogas, la reacción de los afectados ha sido de una violencia y de un terrorismo sin precedentes que está aterrorizando al país. Un ejemplo es lo que ocurrió el pasado 15 de septiembre, día de la Fiesta Nacional, en Morelia, la capital del estado de Michoacán. Ese día un grupo de encapuchados llegó hasta la plaza central, cerca del Palacio de Gobierno y en el cruce de Avenida Madero y la Calle León Guzmán, y lanzaron dos granadas contra la gente que se había reunido a celebrar. Ahí se encontraban sobre todo familias, con niños y ancianos. El saldo del ataque fueron ocho muertos y cien heridos. Al día siguiente, cuando se empezaron a conocer las horribles imágenes, la gente entró en pánico. El presidente Calderón —que por cierto nació en Michoacán— dio un enérgico discurso, frente a las Fuerzas Armadas, en el que ratificó su empeño en continuar la guerra y endurecer sus políticas. El ataque de Morelia fue un golpe bajo: no sólo por la fecha o por el lugar, sino por el mensaje que traía implícito. Hasta el momento, la teoría de los expertos era que las matanzas y los ataques que se daban en el territorio mexicano eran incidentes aislados, que tenían que ver con vendettas entre criminales y venganzas entre carteles. Pero el 15 de septiembre la historia se partió en dos: por primera vez el crimen organizado atentaba contra inocentes. “Aun antes de que los jueces lo establezcan al cabo de un proceso que es imprescindible realizar, es claro que se trató de matar no sólo por matar, como cuando se ejecuta a rivales o traidores, sino de infundir dolor y miedo más allá de las víctimas inmediatas (...) La delincuencia organizada en este momento y en este país parece haber trascendido ese elemental modo de relación con las autoridades. Ahora parecen encararlas, ya sea para inducir su acción en contra de sus enemigos, ya para desafiarlas o reírse de ellas, mostrando las insuficiencias de un Estado que, para infortunio de todos, se aproxima a la definición de fallido, extremo a que se llega cuando no es capaz de garantizar la seguridad de los gobernados”, decía en su columna del 18 de septiembre en el diario Reforma, el conocido periodista Miguel Ángel Granados Chapa. Es el tema de medios, reuniones y calles. Todo el mundo tiene alguna historia cercana de violencia para contar. El pronóstico no tiene nada de alentador: nada más en las últimas dos semanas han ocurrido 25 salvajes asesinatos. Lo que más aterra a los mexicanos es que este sea sólo el inicio de una guerra sangrienta que no se sepa cuándo acabe. Se dice que cada cien años hay una revolución en México. Así ocurrió en 1810 con el Grito de Independencia y en 1910 con la Revolución Mexicana. En ambos casos el pueblo, uno de los más aguerridos y orgullosos del mundo, se levantó para cambiar el estado de las cosas en su país. Todos esperan que el 2010 no sea el año en que se inicie, y por cuenta del narcoterrorismo, una nueva revolución mexicana
*Felipe Restrepo es periodista y editor.
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