7 mar 2009

Lage y Pérez Roque

La revolución contra sus hijos/Rafael Rojas, historiador cubano exiliado en México. Acaba de publicar El estante vacío. Literatura y política en Cuba
Publicado en EL PAÍS, 07/03/09;
La reciente destitución de Carlos Lage, Felipe Pérez Roque, José Luis Rodríguez y Fernando Remírez de Estenoz, cuatro políticos civiles, jóvenes, leales y bien vistos en las cancillerías europeas y latinoamericanas, ofrece una idea del Gobierno que ha diseñado Raúl Castro para conducir la sucesión autoritaria en Cuba: un cuerpo “funcional”, “compacto”, “eficiente”, a imagen y semejanza del ejército que él mismo ha dirigido durante medio siglo, donde se haga poca política y mucha administración. La sucesión queda finalmente planteada como un periodo en que se descarta toda opción de relativa pluralidad dentro del propio régimen.
El alcance de los prometidos “cambios estructurales y de concepto” deberá medirse a partir de ahora. Por la composición del nuevo Gabinete, cabría imaginar que no se irá más allá del traslado de la experiencia de las empresas militares al resto de la economía. Pero habrá que esperar para saber hasta dónde quiere llegar el Gobierno de Raúl, en una coyuntura tan delicada como la que se abre con la presidencia de Barack Obama. Mientras más avance La Habana en sus discretos ajustes, más aliento tomarán los promotores de un cambio en la política de Estados Unidos hacia la isla, lo cual puede volverse contra la cohesión interna de las élites que, hasta ahora, ha dependido de la amenaza “enemiga”.
La caída de Lage, Pérez Roque, Rodríguez y Remírez es una de las tantas purgas cíclicas, de tipo estalinista, que ha habido en Cuba y es preciso leerla en su propia tradición. Lo que distingue esta purga de las anteriores -las de comandantes revolucionarios o viejos comunistas en los sesenta, las de políticos “corruptos” en los setenta y ochenta, las de Arnaldo Ochoa y los hermanos De la Guardia en 1989, las de Carlos Aldana y Roberto Robaina en los noventa y la de Marcos Portal a inicios de esta década- es su bajo perfil simbólico. Esta vez no hubo juicios, ni ejercicios de “explicar a la población”; no se levantaron cargos por corrupción o “enriquecimiento ilícito” ni se reconoció la trayectoria de más de 20 años de servicios al régimen de esos funcionarios.
El estilo frío tiene que ver con el manejo de la situación por Raúl Castro y no por su hermano, poseedor de una idea teatral de la política. La ausencia de drama es una de las características de una élite sucesora que hará todo lo posible por presentar lo que pasa en Cuba como algo normal. Este tipo de normalización del estado de emergencia no sólo se parece al de muchas dictaduras de derechas del pasado iberoamericano, sino a la experiencia de la Rusia de Putin y Medvédev, como ha sugerido recientemente el escritor exiliado Jorge Ferrer. La Cuba de Raúl podría derivar hacia un capitalismo de Estado, donde no sólo los opositores sino los propios políticos del régimen serán sometidos a un férreo control de sus liderazgos.
La explicación que ofreció Fidel Castro de las destituciones el pasado 3 de marzo -las cartas de renuncia de Lage y Pérez Roque dicen poco- sigue siendo el único documento oficial con que contamos para interpretar una jugada de tal relevancia. Allí se habla de “ambición”, de “indignidad” y de que esos políticos comenzaban a despertar simpatías en el “enemigo”. Este término no parece aplicado sólo o fundamentalmente a Estados Unidos sino a Europa y América Latina, dos regiones donde Lage y Pérez Roque circularon bastante y crearon amistades políticas. Toda la actividad que desarrollaron esos funcionarios fue en beneficio de los Gobiernos de Fidel y Raúl, pero es evidente que, en caso de ausencia de uno o ambos, constituía un capital político para el futuro.
La idea de que la sustitución de Lage, Pérez Roque, Rodríguez y Remírez es resultado de un desplazamiento de fidelistas por raulistas es demasiado simple. Esos políticos fueron destituidos con la anuencia de Fidel y en un momento en que representaban, no una vuelta al fidelismo o a la “batalla de ideas”, sino una modalidad de sucesión que no eluda el relevo generacional y permita la formación de liderazgos relativamente autónomos. Esos cuatro funcionarios no defendían una apertura política, pero es probable que simpatizaran con una reforma económica más profunda que la que pretenden los militares, y es evidente que planteaban el dilema sucesorio más allá de Raúl.
Lage y Rodríguez fueron dos de los principales impulsores de las reformas económicas que sucedieron al IV congreso del Partido Comunista, entre 1993 y 1995: despenalización del dólar, mercados agropecuarios, trabajo por cuenta propia, nueva ley de inversiones, reducción de la burocracia. Esas reformas, a pesar de su timidez, generaron un buen clima en las relaciones con EE UU en el momento en que iniciaba la Administración de Clinton. Las reformas y la distensión se vinieron abajo a inicios del 96 con el atentado contra las avionetas de Hermanos al Rescate y un discurso inmovilista de Raúl Castro en el pleno del Comité Central. Desde entonces, Lage y Rodríguez pospusieron un proyecto de reformas económicas que contemplaba la apertura de pequeñas empresas privadas.
Pérez Roque heredó de Robaina el proyecto de diversificación de las relaciones internacionales cubanas en el contexto de la posguerra fría. Aunque su compromiso con la “batalla de ideas” y el mesianismo fidelista es constatable -tan sólo habría que recordar su activo respaldo a la represión del 2003 o su manejo de las crisis con países europeos y latinoamericanos que se derivaron de los fusilamientos y encarcelamientos de aquella primavera-, Pérez Roque se propuso, entre 2005 y 2007, recomponer las relaciones con la mayoría de los países de esas dos regiones, y lo logró. Ése fue su aporte al primer año de Gobierno de Raúl, así como los cabildeos en Ginebra, en contra de las condenas a Cuba por violación de derechos humanos, y en Nueva York, a favor de las resoluciones antiembargo de Naciones Unidas, habían sido su principal servicio al Gobierno de Fidel.
Pero en el trayecto, Lage, Pérez Roque, Remírez y, en menor medida, Rodríguez, acumularon capital político, dentro y fuera de Cuba. La relación que los dos primeros establecieron con Chávez fue un encargo personal de Castro, quien hizo del vínculo con Caracas una prioridad de la política cubana. Esa asociación -incluidas las desafortunadas declaraciones de que “Cuba era más democrática porque
poseía dos presidentes” o de que podía “renunciar a su soberanía” en una unión con Venezuela- no impidió a Lage y a Pérez Roque relacionarse con otras izquierdas e, incluso, con varias derechas de América Latina. El desfile de presidentes que hemos visto en La Habana y las expectativas de cambio que generó el primer año Raúl Castro tienen que ver con las redes creadas por esos políticos, en las que también jugaron un papel importante Remírez, como jefe de la diplomacia en el Partido Comunista, y el entonces viceministro y actual canciller, Bruno Rodríguez Parrilla.
La destitución de Lage, Pérez Roque, Remírez y Rodríguez plantea serios interrogantes a las políticas europeas y latinoamericanas hacia Cuba, trazadas en los últimos años. La mayoría de esas políticas han tomado en cuenta tres elementos: las posibilidades de inversión que ofrece el mercado cubano, la afirmación de una diplomacia autónoma frente a EE UU y la esperanza de que el Gobierno de Raúl emprenda cambios que amplíen la dotación de derechos civiles o, por lo menos, atenúen la grave situación de los derechos humanos. Los tres elementos están siendo severamente cuestionados por los hechos y, tal vez, obliguen a un ajuste o, en su caso, a un replanteamiento de esas políticas.
Sin una revisión del concepto de propiedad, que dilate el mercado interno cubano, las ventajas comparativas de inversión en la isla serán cada vez menores. Con una presidencia demócrata en Estados Unidos, interesada en revocar la limitación de viajes, remesas e intercambio académico y cultural, y decidida a utilizar un lenguaje no agresivo en sus relaciones con Cuba, Venezuela, Bolivia, Ecuador o cualquier otro Gobierno de la izquierda latinoamericana, la ganancia de relacionarse con La Habana para “desafiar al imperio” es casi nula. Con un Gobierno autocrático y represivo, que no sólo penaliza la actividad de opositores pacíficos sino que destruye las carreras políticas de sus propios funcionarios, las pocas esperanzas de una mejoría en las libertades públicas de la isla se desvanecen.

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