“¿Y ahora qué sigue, qué más va a pasar?”
Crónica de Fidel Samaniego
Crónica de Fidel Samaniego
El Universal Martes 28 de abril de 2009
Y apenas termina el temblor de la tierra, a ella le invade el estremecimiento de las manos, del cuerpo todo. No puede más. Saca en llanto todo lo que había contenido. Suelta luego varias preguntas en una, que se quedarán sin encontrar respuesta:
“¿Y ahora qué sigue, qué falta, qué nos va a pasar? ¿Hasta dónde va a llegar esto?...”.
Las banquetas están llenas. Mucha gente. Miran hacia los altos edificios y más arriba, hacia un cielo que es azul a pesar de todo. Nadie habla. Sólo se escuchan los sollozos de la joven.
Después, tras el estupor, los intentos frustrados por comunicarte a casa. No funcionan los teléfonos móviles. Y sientes la angustia por la angustia que sentirán en casa quienes ahí se quedaron, y seguramente se habrán asustado por el sismo y se preocuparán por ti, por tu silencio.
Llevas contigo, te acompañan, te visten las expresiones cariñosas, las bendiciones, las súplicas de que te cuides que te manifestaron quienes se quedaron en casa. Trataste de aparentar serenidad. Con trabajo pudiste ocultar tus sentimientos, tus pensamientos.
Te subiste a la pesera. No, el conductor no llevaba guantes ni estaban abiertas las ventanas. Pasaste a una farmacia, sí había protectores de boca y nariz, más caros que antes de... de esto. Subieron de seis a 10 pesos el paquete con una decena.
Estabas ya en la estación Taxqueña del Metro. Nadie que repartiera cubrebocas, ninguna restricción, nadie impedía el paso a quienes no lo llevaban. En el vagón hiciste un conteo rápido. Poco más de 60 personas, 50 de ellas protegidas, las otras no.
Se iniciaba luego el viaje más largo, más pesado, tenso como ningún otro de los que habías realizado en ese medio de transporte.
Y es que nadie hablaba. Nadie sonreía. Las miradas, en su mayoría, iban hacia el piso color turquesa o buscaban la calle, más allá del ventanal. Evitaban encontrarse para no tener que expresarse lo mismo: miedo, incertidumbre, interrogantes y más interrogantes.
Entraban los vendedores de música, de dulces, de libros. No vendían. Sí tenía éxito la mujer que ofrecía números atrasados de una revista que anunciaba en la portada las grandes epidemias de la historia.
Lento, muy lento el paso de los minutos. Y sentías caliente, tu propia y agitada respiración. Y tu aliento agrio. Y la boca cada vez más seca. Y aunque no quisieras, fugaz te llegaba la alarma por las cosquillas en la nariz, y ya jurabas que te dolía la cabeza, y el cuerpo, y los ojos...y la mente.
Largo, muy largo, pesado, muy pesado se te hace el viaje. Alguien a tu lado escuchaba la radio con audífonos. De pronto su gesto cambió. Habían anunciado, decía a su mamá, que se suspendían las clases en todo el país. “¡Ay, Dios mío, entonces sí se está poniendo peor!”, exclamaba la señora. Luego, otra vez a callar, a pensar sin querer hacerlo, a mirar hacia ninguna parte.
Por fin llegabas a tu temporal destino. El convoy continuaba su recorrido. Y caminabas. Y te pesaban las piernas, los pies. Sentías un mareo. Se mecían los edificios, las calles, los postes y los árboles. Y eran apenas las 12 del día.
Y ya vas de retorno, en uno de esos vagones en los que viaja el miedo. No tardará la ciudad en vestirse de noche. Y sigues sintiendo tu respiración. No puede dejar de ser agitada. Te asfixian tu propio oxígeno y la incertidumbre, Y la imagen de esa muchacha, que apenas pasó el temblor de la tierra, estremecida toda ella preguntaba: “¿Y ahora qué sigue, qué falta, qué más va a pasar?...”.
Y apenas termina el temblor de la tierra, a ella le invade el estremecimiento de las manos, del cuerpo todo. No puede más. Saca en llanto todo lo que había contenido. Suelta luego varias preguntas en una, que se quedarán sin encontrar respuesta:
“¿Y ahora qué sigue, qué falta, qué nos va a pasar? ¿Hasta dónde va a llegar esto?...”.
Las banquetas están llenas. Mucha gente. Miran hacia los altos edificios y más arriba, hacia un cielo que es azul a pesar de todo. Nadie habla. Sólo se escuchan los sollozos de la joven.
Después, tras el estupor, los intentos frustrados por comunicarte a casa. No funcionan los teléfonos móviles. Y sientes la angustia por la angustia que sentirán en casa quienes ahí se quedaron, y seguramente se habrán asustado por el sismo y se preocuparán por ti, por tu silencio.
Llevas contigo, te acompañan, te visten las expresiones cariñosas, las bendiciones, las súplicas de que te cuides que te manifestaron quienes se quedaron en casa. Trataste de aparentar serenidad. Con trabajo pudiste ocultar tus sentimientos, tus pensamientos.
Te subiste a la pesera. No, el conductor no llevaba guantes ni estaban abiertas las ventanas. Pasaste a una farmacia, sí había protectores de boca y nariz, más caros que antes de... de esto. Subieron de seis a 10 pesos el paquete con una decena.
Estabas ya en la estación Taxqueña del Metro. Nadie que repartiera cubrebocas, ninguna restricción, nadie impedía el paso a quienes no lo llevaban. En el vagón hiciste un conteo rápido. Poco más de 60 personas, 50 de ellas protegidas, las otras no.
Se iniciaba luego el viaje más largo, más pesado, tenso como ningún otro de los que habías realizado en ese medio de transporte.
Y es que nadie hablaba. Nadie sonreía. Las miradas, en su mayoría, iban hacia el piso color turquesa o buscaban la calle, más allá del ventanal. Evitaban encontrarse para no tener que expresarse lo mismo: miedo, incertidumbre, interrogantes y más interrogantes.
Entraban los vendedores de música, de dulces, de libros. No vendían. Sí tenía éxito la mujer que ofrecía números atrasados de una revista que anunciaba en la portada las grandes epidemias de la historia.
Lento, muy lento el paso de los minutos. Y sentías caliente, tu propia y agitada respiración. Y tu aliento agrio. Y la boca cada vez más seca. Y aunque no quisieras, fugaz te llegaba la alarma por las cosquillas en la nariz, y ya jurabas que te dolía la cabeza, y el cuerpo, y los ojos...y la mente.
Largo, muy largo, pesado, muy pesado se te hace el viaje. Alguien a tu lado escuchaba la radio con audífonos. De pronto su gesto cambió. Habían anunciado, decía a su mamá, que se suspendían las clases en todo el país. “¡Ay, Dios mío, entonces sí se está poniendo peor!”, exclamaba la señora. Luego, otra vez a callar, a pensar sin querer hacerlo, a mirar hacia ninguna parte.
Por fin llegabas a tu temporal destino. El convoy continuaba su recorrido. Y caminabas. Y te pesaban las piernas, los pies. Sentías un mareo. Se mecían los edificios, las calles, los postes y los árboles. Y eran apenas las 12 del día.
Y ya vas de retorno, en uno de esos vagones en los que viaja el miedo. No tardará la ciudad en vestirse de noche. Y sigues sintiendo tu respiración. No puede dejar de ser agitada. Te asfixian tu propio oxígeno y la incertidumbre, Y la imagen de esa muchacha, que apenas pasó el temblor de la tierra, estremecida toda ella preguntaba: “¿Y ahora qué sigue, qué falta, qué más va a pasar?...”.
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